19 de julio de 2007

Un día en la vida

La pregunta es, mejor dicho (a veces cuesta encontrar las palabras justas), cómo llegar al final de un día que no se quiere vivir.

Por: Ricardo Silva Romero www.ricardosilvaromero.com
| Foto: Ricardo Silva Romero www.ricardosilvaromero.com

 
La pregunta es cómo llegar al final del día. Lo que significa que el día no ha comenzado de la mejor manera. Es, de hecho, un día cualquiera. Tal vez un miércoles. Porque el sábado es un paréntesis feliz. Porque el jueves es más bien inofensivo. Y porque no se le siente la decadencia del domingo, la asfixia del lunes o la pereza del viernes. La pregunta es, pues, cómo llegar al final de este miércoles. Que empezó solo. Que empezó nublado. Que promete estar lleno de todos los trabajos, todas las llamadas, todos los obstáculos posibles. La pregunta es, mejor dicho (a veces cuesta encontrar las palabras justas), cómo llegar al final de un día que no se quiere vivir. Y mi respuesta es que lo mejor que puede hacerse es levantarse de una vez. No ceder, ni una sola vuelta entre las cobijas, a la autocompasión. Recoger el periódico que se ha deslizado debajo de la puerta con la esperanza de que Olafo dé un consejo que valga la pena. Y, sin perder ni un segundo más, poner algo de música que le recuerde a uno que nada es tan grave al día siguiente.

Yo oiría otra vez, si me lo preguntan, los dos discos geniales de los Traveling Wilburys. Que son, por supuesto, una suma de canciones que le piden a uno que se ría, que se conmueva y que se ría de nuevo apenas pueda. Ahora, mientras las palabras vuelven a mi cabeza (a veces se van: esa es la realidad), oigo una canción esperanzadora que se llama End of the Line: "Todos lo días son un día del juicio", cantan los Wilburys este miércoles. Y yo, entonces, me atrevo a comenzarlo.

Y pienso que la cabeza es un monstruo con vida propia. Y que hay que distraerla como a un niño en vacaciones. Así que ya. A bañarse, a desayunar, a trabajar. El que se detenga correrá el riesgo de pensar más de la cuenta. El que no esté pronto en su escritorio se arriesgará a ver la vida como es. Así que no más dilemas. A comenzar la jornada. Lo mejor, si se ve uno obligado a asistir a alguna absurda reunión de aquellas, es asentir como si el futuro de la empresa en verdad fuera preocupante. Lo ideal, si se reciben más llamadas de las esperadas, es gastarle a cada una todo el tiempo posible. Lo más sabio, para que los minutos avancen sin líos, es poner algún otro disco (por ejemplo: el de Eels, el de Weezer, el de Death Cab for Cutie) que finja que el presente no es la desgracia que se cree. La mañana se quedará atrás. La mañana será, como siempre, el primer acto del día: le advertirá a uno en qué tipo de personaje ha amanecido convertido; lo enfrentará a pequeñas historias que tendrán que resolverse por la tarde; lo animará a pasar por el día sin hacérselo miserable a los de al lado. Que van de afán. Que apenas voltean a mirar. Que hacen lo que pueden para vivir el mismo miércoles que uno está viviendo.

Quedarse encerrado un día de estos no es una buena idea. Salir a almorzar con alguien que hable de cualquier cosa parece ser la salvación. Porque si no es así, si no se camina al mediodía por ahí como un futbolista que quema tiempo al final de la primera parte, la tarde no se convertirá en esa terrible carrera contra el reloj que parece gustarnos tanto. Sí, la tarde se va. La tarde no necesita música. La gente se aparece pensando que uno hizo algo en la mañana. Los cabos se van atando minuto por minuto. Y uno se deja visitar mientras contesta un par de e-mails que no es necesario pensar más de la cuenta. Se puede sentir, hacia las seis de la tarde, una extraña sensación de triunfo. Es una sensación engañosa. Cualquiera sabe que la noche puede ser un desastre. Que puede traer, por ejemplo, las palabras que se estaban buscando. Y de paso puede traer el insomnio.

Yo, para salvar los riesgos de la noche, tiendo a repetirme alguna película chistosa. Me funcionó bien, desde el miércoles pasado, repetirme La cosa segura, Harold y Maude y Eso que llaman amor. Dormí bien. No me acordé, al otro día, de mis sueños. Pero cada quién hallará, pienso, su propia manera de perder la conciencia.

Se puede contar ovejas. Se puede rezar. Se puede dar gracias a Dios por traerlo a uno de vuelta a las cobijas. Pero es un error darse palmadas en la espalda, echarse la culpa de todo o sentirse mal por sentir lo que se siente. La idea es dormir. La idea es no enredarse, por hoy, en uno mismo. Recordar que quedan seis días para enfrentar la realidad. Y que lo peor que puede pasar es que haga daño.