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9 de marzo de 2005

Alopecia

Por: Adriana Santos

Todo el mundo pensaba que tenía cáncer. Físicamente, ese era el diagnóstico, pero no. Lo que yo tenía no mata; no hay dolor físico, pero sí en el alma. Y a las mujeres, en particular, nos duele algo que es esencial: la vanidad. Yo era calva, "calva como una bola de billar", como muchos dicen en chiste. No solo en la cabeza, sino en todo el cuerpo. Tenía alopecia universal, una enfermedad que da por estrés y para la que no hay remedio. Sencillamente, el cuerpo decide que el pelo es un elemento extraño y lo rechaza.
La primera aparición fue a los 18 años. Mi hermana Juana me dijo: "Adri, ¿qué tiene en la cabeza?". Tenía un círculo perfecto del tamaño de una moneda. Sin pelo. Pero como creció nuevamente y nunca me gustó ir al médico, no le busqué explicación. Era la primera señal de que yo era propensa a la alopecia. El tema quedó allí y se me olvidó.
Diez años después aparecieron no una, sino varias monedas. En esa década el estrés se fue acumulando. Me divorcié, tenía una hija de dos años y me casé otra vez. Además, trabajaba entonces en la empresa de la familia, El Tiempo, donde demostrar que valía por mí misma, y no por ser Santos, eran un peso difícil de aguantar. Había comenzado una relación sentimental con mi actual marido, sus dos hijos vivían con nosotros y la ex esposa se involucraba bastante en nuestras vidas. Una situación nada fácil. Terminé con una mezcla de responsabilidades que no supe manejar. La vida me estaba viviendo, y no yo viviendo mi vida. Dejé mi fobia a los médicos y comencé un desfile frente a muchos, en países imaginables. Me hacían exámenes de todo tipo, en busca de algo, pero nada; las personas con alopecia son muy saludables y la conclusión siempre es la misma, estrés. Fácil decirlo, pero uno no sabe cómo deshacerse de él. Todo el mundo que me quería trataba de ayudarme con consejos de todo tipo: clases de yoga, meditación y hasta brujería. Cambié mi forma de vida, dejé de trabajar y luego volví a trabajar, pero nada.
Di con un dermatólogo, gran estudioso de la alopecia, que me sometió a un efectivo tratamiento intensivo con cortisona. La cortisona me puso como una de las gordas de Botero, pero eso no me importaba. De los kilos me encargaría después, lo que importaba era mi pelo. Todos los huecos que tenía en la cabeza estaban con pelo nuevo. Mi pesadilla había terminado. O eso creía, ya que en el fondo de mi alma sabía que no había solucionado la esencia del problema. Semanas después, mi pelo comenzó a caerse de nuevo. La medicina nunca me iba a ayudar si no me ayudaba a mí misma. El pelo se volvió mi obsesión. Comía y veía pelos en el plato; en mi escritorio, ¡más pelos!; al bañarme, mechones de pelo tapaban el desagüe. A veces hacía grupitos de mechones en la ducha para ver cuántos eran. ¡Odiaba los comerciales de champú! No dejaba de pensar ni un minuto en que me estaba quedando calva.
Entendí entonces a esos señores que tratan de ocultar su calvicie moviendo sus cuatro pelos para el lado. Lo hice dos años seguidos. Pero un día, viendo una filmación donde yo aparecía, me di cuenta de que mi cabeza se parecía a una de esas calaveras del Regreso de los muertos vivientes. Comprendí que debía dar el siguiente paso: asumir que era calva y tusarme, con lo que finalmente ponía fin a la agonía de la caída del pelo. Y así quede, como una bola de billar.
Pero mi vía crucis no terminó ahí. Una mañana amanecí sin el vello púbico, una de mis cejas desapareció, luego la otra; mis pestañas fueron cayendo poco a poco, el vello de las piernas, el de los brazos. La supuesta alopecia areata era alopecia universal. Se me iba a caer todo. Me miraba al espejo y no tenía ningún marco, podía ser la de un hombre o una mujer. Me sentía horrible, mi sexualidad totalmente afectada y mi autoestima por el piso. Lloraba, berreaba, me odiaba. Me acordé de mi mamá con cáncer y conseguí pañoletas para usarlas como turbantes. Al no tener un mal que me tumbara en cama, no contaba con disculpa, así que debía ir a trabajar como fuera. Iba al médico a que me pusieran inyecciones en el cerebro. Mi familia sufría en silencio, y a mis amigas, que siempre estuvieron pendientes, las evitaba. Una de las mejores terapias era pensar en personas que realmente tienen problemas, las que nacen sin manos, sin piernas o ciegos.
Mi psicóloga fue muy importante en el proceso de arrancar mi cura. Dos veces a la semana iba a conversar con ella y poco a poco me enseñó a quererme de nuevo. Decidí que podía tener pelo, tal vez no mío, pero igual pelo. Así llegué a las pelucas, las cejas tatuadas y las pestañas postizas, que funcionaron a la perfección porque dejé de verme como una enferma. En la noche, cuando me quitaba peluca y pestañas, yo era la única que sabía cómo era realmente. Conocí la humildad profundamente. Mi matrimonio con Patricio me reafirmó que yo sí valía. La gente decía: "Tan especial Pato casarse con Adri", como si uno no tuviera derecho a que lo quieran estando así, pero él me quería a mí y no a mi cuerpo. Me decía que le fascinaba verme desnuda y sin un solo pelo. Pato me hacía sentir como la más hembra de las hembras. Comprendí que la belleza de uno va más allá de lo físico y supe que hay que cuidar más el alma. Aprendí que tenía muchas otras cosas buenas que no había descubierto en mí.
Inicié entonces un proceso de reconstrucción de mí misma, mi manera de ver la vida, mis amigos, mis prioridades, mis alcances, mis fortalezas y debilidades. Este episodio me enseñó tanto, que jamás olvidaré todo lo bueno que saqué de él, tristemente a un costo muy alto y de gran sufrimiento. Es muy fácil hacerse daño y no darse cuenta. A veces se necesita una cachetada de la vida para frenar. A los 32 años terminó mi pesadilla. Hoy le doy gracias a Dios, tengo un pelo espectacular y todo volvió a la normalidad. Pero sé que si vuelvo a perder el equilibrio, la alopecia estará allí para devolverme a la realidad.