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11 de mayo de 2005

Testimonios

Una mosca puso huevos en mi oído

Juan Pablo Meneses vivió una experiencia aterradora: de visita en un paraíso natural brasileño, lejos de la civilización, una mosca puso huevos en su oído. Los gusanos comenzaron a alimentarse de él.

Por: Juan Pablo Meneses

Estaba rodeado de caras de espanto, de asco, de gritos invocando a dios y gente que llamaba a otros para que vieran lo que salía de mi cabeza, como si fuera un alien, todos queriendo mirar al mejor estilo de los circos freaks o de las colas para ver la cara de un muerto: de un modo lo era, estaba viviendo mi propia muerte y mientras todos corrían para disfrutar el extraño espectáculo yo solo pensaba en una cosa: en el incendio forestal que había dentro de mi cabeza.
Cuando partió el motor de la lancha partió esta historia. Salimos desde la playa tres de Morro de Sao Paulo, en el estado brasilero de Bahía, a la solitaria isla de Boipeba. El sol brasilero pegaba fuerte, pero se resbalaba en los cuerpos siempre aceitados de los turistas. La pequeña lancha saltaba por altamar y las chicas en bikini que iban en la pequeña lancha también daban saltitos. El viento fuerte, el mar todo nuestro, la isla paradisíaca como destino, las vacaciones ideales, todo eso que ha convertido a Brasil en el principal destino turístico de Latinoamérica y uno de los cinco mejores destinos de playa del mundo, en vivo y en directo.
Las costas de Boipeba son larguísimas y no hay muchas posadas donde quedarse y no es un destino masivo, ni de moda: los que llegan es por un buen dato, y llegan de todo el mundo. Antes que se llene de hoteles y restaurantes y parte de los cinco millones de turistas que llegan anualmente y con todos ellos el progreso, y entonces la tala de bosques y las mafias de la pasta base y la prostitución infantil, en Boipeba uno se puede bañar en aguas verdes y tibias, comer langostas a dos dólares o moqueca de camarón por tres o pescados sin espinas por uno. Mis días en el paraíso eran caminar por playas interminables, recorrer parajes selváticos, escuchar saltar a los monos, mirar las aves volar, espantar alguna mosca despistada que te zumbaba cerca de la oreja y nadar, mucho y a toda hora: ojalá en las más insólitas.
Pero la tranquilidad de estar en un punto aislado de los más de siete mil kilómetros de playa brasilera comenzó a esfumarse rápidamente. Como si algún dios del más allá me hubiera descubierto infiltrado en el paraíso, sabiendo que mi destino ya es solo uno y es el infierno. Una noche, frente al mar, sentí que el oído derecho se me tapaba. Como con una gota de agua. Pero la gota no se iba. Seguía ahí. Es más, comenzaba a crecer. Y no paraba de crecer. Nunca paró, ni siquiera al final de esta historia en el paraíso.
La primera noche con la oreja tapada fue una noche de mierda. Hice todos los experimentos posibles para sacarme esa puta gota de agua que cada vez me molestaba más feo. Más horrible. Más desesperante. Tanto, que casi me parto la cabeza contra la pared. Tanto, que casi pongo el cráneo en el marco de la puerta antes de dar un portazo. Y no exagero. Pero no hice nada, solo sentir cómo crecía esa gota, que ahora se oía igual que el incendio de unas ramas.
Comenzó a salir el sol, y aunque para todos era un nuevo día, un buen día, la mañana siguiente para mí todavía era una negra noche. Estaba casi inconsciente del dolor. Las ramas quemándose ya eran todo un bosque, y de esos incendios con mucho viento. Entonces partí al puesto de salud pública de esta isla paradisíaca del estado de Bahía, en Brasil.
Moribundo, así me sentía en un palabra. Lo bueno de los destinos paradisíacos latinoamericanos es que uno camina pocos metros, unos doscientos en este caso, y vuelve a la realidad. Aunque los turistas dejan unos cuatro mil millones de dólares según la Cámara de Comercio, saliendo del circuito comercial está el pequeño puesto de salud, frente a una cancha de fútbol de tierra. Adentro, en la sala de espera, había un puñado de niños pobres, con tierra en las manos y rodillas, uno aspirando oxígeno de un tanque, otra con una tos áspera y el resto en silencio nada más, todos haciendo cola para que los viera la única doctora del lugar: una boliviana que había llegado el día anterior siguiendo a su marido vendedor de oro. Me hicieron pasar antes de los niños que esperaban hace horas. Tenía más cara de turista, creo. O más cara de moribundo. Era ridículo verme ahí, en traje de baño y esqueleto, puesto con pegamento en esa realidad que a los turistas no nos está permitida o, mejor dicho, no nos interesa.
-No tengo ningún aparato para verte el oído- comentó de entrada la doctora, y con esa misma resignación que lo dijo comenzó a revisarme el oído.
No me detectó nada, aunque sin instrumentos es probable que jamás se detecte algo en el oído de cualquiera. La doctora me regaló antibióticos, calmantes, desinflamantes y tienes que descansar, me dijo ella, y cómo voy a descansar si este dolor me está matando, carajo, tuve ganas de responderle, pero al final le dije que sí, que trataría, porque el dolor al final nos resigna a todos. Con instrumentos o sin ellos.
A la salida compré agua y tomé compulsivamente los remedios que me regaló el plan social de salud de Brasil, el país de los 180 millones que duplicó su número de habitantes en menos de veinte años. A los pocos minutos de empastillarme soñé que se me aliviaba, por momentos estuve casi seguro de que se me aliviaba, hasta esa noche hice un pescado asado pensando en que se me aliviaba, hasta bebí aguardiente pensando que se me aliviaba, hasta hice chistes junto al fuego en una posada con turistas lindos pensando que se me aliviaba, hasta fui a la cama pensando que se me aliviaba, hasta traté de dormir pensando que se me aliviaba, hasta me dormí un poco pensando que se me aliviaba, pero desperté temprano al día siguiente y no se me había aliviado un carajo.
Mi cabeza entera ya estaba en llamas, apenas podía moverla, me saqué el tapón y pregunté si se me veía algo, que no aguantaba más y claro, me miraron con cara de horror y me dijeron que sí, que teníamos que ir otra vez donde la doctora boliviana, que claro que tengo algo, que era urgente partir, y qué tengo, pregunté dos veces, y entonces, me lo dijeron una vez pero la palabra se multiplica por mil:
-¡¡Gusanos!!
Cientos de gusanos, me dijeron.
Si estás de vacaciones en un lugar como Boipeba, tras varias semanas probando diferentes playas de Brasil, y te dicen que tienes la cabeza llena de gusanos, te hace lógica inmediata los movimientos que sentías en tu cerebro. Puedes desmayarte, seguramente. Ganas de pegarte un tiro te dan. Calculas que el cuchillo del desayuno puede entrar por tu ojo sin problemas y descorcharte el cráneo para que fluya todo. Y si en Boipeba existieran calles y automóviles, que por suerte no los hay, posiblemente te darían ganas de salir corriendo y tirarte a las ruedas del primer camión pesado que cruce por ahí. Pero esta no es una historia de arrojo, sino de resignación. Ni siquiera lancé un grito. Me quedé tranquilo, como dopado de ánimo. Cientos de microscópicos dientecitos me estaban comiendo la cabeza y contra ellos no podía luchar. Sentía esa violentísima ciudad de dios brasilera dentro de mí, pero mi propia favela era inabarcable. Queda esperar: mirando fútbol y con una cerveza habría sido un buen panorama.
Volví al puesto de salud pero claro, la doctora boliviana del día anterior ya no estaba, aunque los niños seguían en la sala de espera de atención. El 30 por ciento de los brasileros tienen menos de 14 años, la mayoría de ellos son pobres. Estaba en una emergencia y tenía que irme de ahí. En la posada, donde tenía mi equipaje, donde todos se me acercaban a mirar. Estaba rodeado de caras de espanto, de asco, de gritos invocando a dios y de gente que llamaba a otros para que vinieran a ver eso que se movía ahí, saliendo de mi cabeza, como si fuera un alien.
Valença es la ciudad más grande cercana a Boipeba, y en dos horas salía el próximo barco hacia allá. A diferencia de la moderna lancha de turistas, con que llegué al paraíso, ahora me iba de él en un lento barco de madera que ocupaban los trabajadores de la isla y que andaba lento, muy lento, tan lento, surcando entre manglares que otras circunstancias me habrían parecido maravillosos: el piloto del barco tomaba cerveza con un amigo y todos se tomaban la vida tranquilamente, alegres pese a lo que fuera, con calma, con ritmo lento, horrorosamente lento, tan lento que resultaba cómplice con esos gusanos que seguían prendiéndome fuego muy rápido.
Muerte. En esos piensas cuando no queda más que esperar. Los gusanos se comen a las personas una vez que estos mueren, dice la lógica. Quizás me había muerto, y nadie se tomó el tiempo de avisarme. O se había materializado al extremo ese dicho de andar muerto en vida. Mientras el viejo barco de dos dólares el pasaje surcaba la trastienda del lujo, pensé que así, tal cual, se siente cuando ya estás muerto y tu cuerpo esté encajonado como comida para llevar. Los gusanos avanzan rápido, en pocas horas ya se duplican, y en menos de un día superan los cien. Y ya vendrán por ti.
Después del barco, un bus entre pueblos de muchas iglesias evangélicas brasileras, hasta aparecer en el hospital de Valença. La sala de espera del hospital público era una antesala del horror: mujeres hiperembarazadas, hombres con parches en el ojo, niños con piernas vendadas, ancianas sin poder moverse, todo adornado con lamentos que olían a encierro y de los que arranqué tras pagar 30 dólares para una atención privada del único otorrino del lugar.
-¡Meneses! ¡Igual que yo!- le dije al doctor, el joven Rogerio Menezes, que puso una cara de espanto al sacarme el tapón del oído.
-Llegando a Buenos Aires vas a tener que operarte del oído. Ya se están comiendo el tímpano- me respondió al saludo, con esa sangre fría amable de los médicos jóvenes.
Entonces se puso guantes, agarro una pinza con éter y comenzó a sacarme los gusanos uno a uno. El dolor que sentí debe estar, por lo menos, en las semifinales de un campeonato de los peores dolores de mi vida.
Mientras se llevaba a cabo la matanza, Menezes (con zeta) me explicó la causa:
-Una mosca te puso los huevos sin que te dieras cuenta. Es muy raro que pase.
¡¡Huevos!! ¡¡Moscas!!
Huevos, huevos, huevos, huevos se suele gritar al equipo de fútbol cuando hacía falta coraje. Moscas, moscas, moscas, las favoritas de Augusto Monterroso. El escritor guatemalteco maestro del relato breve y autor del formidable cuento La mosca que soñaba que era un águila, decía que en la vida hay solo tres temas: el amor, la muerte y las moscas. A él, agregaba, le había gustado hablar del tercero. A mí me había tocado incubarlo
Como el otorrino no pudo matar todas las larvas, taponeó la oreja con una barrera de cemento, igual como la policía brasilera tapa los túneles de microtráfico en las favelas, de manera que muera asfixiado todo el que está adentro. La recomendación era ir a un hospital más grande. Noche de bus a Salvador, la capital del estado de Bahía.
Huevos, huevos, huevos. Moscas, moscas, moscas. Por muy asqueroso que fuera el asunto, había incubado unos huevos. No es que sintiera cariño maternal por los gusanos, pero habían nacido dentro de mí. Técnicamente, lo que tuve se llama miasis, aunque en otros lugares de Latinoamérica se le conoce como nuche ("Ah, tuviste nuche, ¡igual que mi perra!", me diría semanas más tarde una sensible colombiana). El término miasis viene del griego myia (mosca) y se aplica a la infestación de los estados larvarios de varias especies de mosca que invaden órganos o tejidos de animales vivos, de seres humanos y de turistas en plan de vacaciones en Brasil.
Desde el punto de vista psicológico, dicen los especialistas, "se convierte en una situación deplorable para el sujeto, sobre todo en las formas de cabeza y cuello, dejando la sensación de estar lleno de gusanos". Pero mi situación deplorable, eso pensaba, comenzaba a cambiar.
Día de calma a la mañana siguiente. El Pelourinho, el centro turístico de Bahía, estaba repleto de niños pidiendo dinero toda la noche y prostitución de todas las edades y turistas borrachos de todos los licores y desde arriba, desde el piso quinto de mi hotel, el centro histórico se veía con tantos laberintos como una oreja y tanta gente como gusanos. O eso creía. Por la tarde partí al Hospital General Estadual, un enorme edificio oscuro y viejo y en eternas reparaciones donde pueden venir gratis los tres millones de bahianos y donde te reciben con policías en la puerta, con policías con metrallas Uzi en las manos, con policías que están ahí como si este fuera un hospital de guerra, y ellos mismos vivieran en una guerra contra la delincuencia urbana, esa delincuencia que hace que todas las oficinas estén con rejas y que la recepción del hospital también esté con reja detrás de cuyos barrotes, los funcionarios blancos atienden a los pacientes que esperan su turno, o chequean las camillas que no dejan de llegar con niños con sangre, hombres heridos, todas son carreras de camillas y metralletas y gritos y sangre, como si recién no más acabara de suceder uno de esos ataques de los escuadrones de la muerte, esas brigadas secretas de la policía brasilera que entran a los barrios pobres de Brasil y meten bala a lo que se mueva y las matanzas esas ya son famosas, aunque de los hombres que disparan a los pobres para matarlos por abundantes nunca se sabe algo nuevo.
Tras la espera en este hospital de guerra, otra vez una curación a mi oreja, otra vez una limpieza general que termina sacándome otros gusanos, ya muertos, que habían sido taponados con el efectivo experimento. Agua, me meten agua en la oreja, dentro del oído, y refresca y limpia y ya no se siente el ruido a muerte. Por alguna extraña razón la mosca pensó que eras un buen lugar para poner sus huevos, pensaba, hasta que el doctor Britto, del hospital de Salvador, me explicaría que una otitis crónica, esa maldita otitis de mi adolescencia cuando tuve un dolor de oídos por semanas, tras bañarme demasiado tiempo en las aguas congeladas del mar chileno, había sido el imán de esta moscas que pueden depositarme unos catorce huevos en medio segundo. Apenas zumbarte cerca del oído, entre los caminos selváticos de Boipeba, bastaba.
Ha pasado un tiempo, y aunque todo viene normal, no se terminan de saber las consecuencias. El frío será un mal enemigo y es posible que nunca vuelva a nadar sin tapones en mi oído derecho. Pero lo más fuerte, creo, es el ruido que siento cada tanto. Porque aunque sé que ya no están en mi cabeza, estoy seguro de que a veces los he vuelto a sentir, a escuchar cerca, zumbándome, como las ánimas de esta ciudad de dios que fue arrasada por la salud estadual de Brasil.

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