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23 de septiembre de 2010

Café Gamla Stan

Por: Roberto Ampuero
Ilustración Jean Paul Zapata | Foto: Roberto Ampuero

Cae suave la nieve sobre Estocolmo mientras yo, en el café Gamla Stan, ante un espresso humeante, recuerdo mis años en La Habana, a la que llegué cuando tenía 21, escapando de la dictadura de Pinochet. Entonces en Cuba intentaban construir el socialismo y un hombre nuevo, Fidel Castro aún olía a Sierra Maestra y era joven. Y joven era también yo, casado entonces con la mujer más celosa de la isla.

 No voy a entregar detalles. Solo diré que Bárbara tenía buenas razones para serlo. Una noche me había sorprendido mientras me descolgaba de un balcón vecino, auxiliado por la dueña de casa, en momentos en que su esposo, un macizo chofer de buses interprovinciales, regresaba de improviso al hogar porque una tormenta había abortado su viaje. En otra oportunidad, una amante despechada la llamó para sugerirle que examinara los rasguños que ella acababa de hacerme en la espalda. "Me da lo mismo —repuso Bárbara—, que eso no es jabón que se gaste". Alarmada por estas circunstancias, adoptó un día la sugerencia de una amiga mayor de la Federación de Mujeres: coserme la ropa cada vez que yo preparaba una salida sospechosa.

 Y así fue. Me cosía la ropa con hilo rosado en un país en que no había ni agujas. Antes de mi salida, Bárbara me llevaba al dormitorio, sacaba del costurero hilo y aguja y se daba a la tarea de coserme las medias al ruedo del pantalón, el pantalón al calzoncillo, y ambos a la parte inferior de la camisa. Lo hacía por dentro, de modo que desde fuera no se notaba. "Ya se te acabará el hilo, coño", exclamé yo una noche. "No te preocupes, papo, que me lo trae Alfredito, de Madrid, y allá hay de todo y en abundancia", respondió mi mujer, encendida por los celos. El tal Alfredito era un famoso mariconcito que trabajaba de sobrecargo en Cubana de Aviación. En cada viaje traía sayas y lencería que mi mujer cambiaba en el mercado negro por carne de puerco, arroz, yuca y frijoles y hasta botellas de ron.

 "Y procura que sea cierto lo de la reunión de que hablas, que te cosí de una forma que solo yo recuerdo y con remates que si alguien viola, no podrá repetir", afirmaba Bárbara con una sonrisa cruel tras desenhebrar la aguja. Después me despedía en la puerta de casa con un beso en los labios y una remecida juguetona entre los muslos. "Regresa a la hora que quieras, papo —me decía—, y a la vuelta te espero con el control de rigor".  

En esa época no había turismo en Cuba, por lo que los extranjeros éramos escasos y —perdonen la modestia— muy apetecidos por las mujeres, dato nada menor en un país de mujeres bellas y sensuales. Mis amantes antiguas me dejaron al comprobar que un hombre atrapado entre hilos de castidad ya no podría brindarles lo que ellas buscaban, y las amantes nuevas me abandonaban con una sonrisa burlona cuando en el momento sublime les confesaba mis limitaciones. Unas se marchaban defraudadas del hotelito donde nos citábamos, otras me echaban molestas de sus departamentos, y las que se compadecían de mí, me decían: "Pero, mi vida, si me amas de veras, corta por lo menos uno de esos hilitos". Y aunque a mí me atraían las aventuras, no deseaba perder a Bárbara ni su cómodo apartamento por ellas.

 Cuando regresaba a casa tarde por la noche, exhausto y frustrado, Bárbara estaba esperándome detrás de la puerta. Acto seguido me ordenaba tenderme en nuestro lecho para despojarme de los zapatos, abrir el cierre de mi pantalón y desabotonar uno a uno los botones de mi camisa. "A ver, a ver", decía mientras me examinaba por el frente y la espalda, como si estuviese espulgándome, y al comprobar que los hilos seguían cosidos a los mismos dobleces y con los mismos remates, me hacía el amor con fruición.  

Hasta que conocí a Grisel, una preciosa mulata de 20 años, con la que me fui a una posada. Esa noche me dije que todos los hilos del mundo podían irse a la mierda, que memorizaría sus rutas y remates, y que después de amar a Grisel me cosería de nuevo, aunque en ello se me fuese el resto de la noche. Sí, yo haría cualquier cosa por evitar que la mulata se me escapase. Confieso, no obstante, con hidalguía, que esa tarde no me atreví a llegar hasta la recta final por miedo a que Grisel se burlara de mí y me abandonase.

 Pasé días preguntándome qué hacer. Pero, una noche en que Bárbara tardaba en regresar al departamento, aproveché para ir a reunirme con Grisel. Corrimos a una posada e hicimos el amor como los dioses. Sentir su cuerpo desnudo, tibio, perfecto y moreno, junto al mío, fue en verdad glorioso. Cuando nos vestíamos, ella vio que un hilo rosado colgaba del elástico de mi calzoncillo.

 —¿Y eso? —preguntó. 

—Mi mujer. Marca mis prendas para diferenciarlas de las de su hijo. ¿Por qué?

 —Porque tengo un amigo que se acuesta con una mujer casada que le cose las ropas al marido para impedir que temple con amantes. Mi amigo trabaja en Cubana de Aviación. Es un carajo. Le fascinan las hembras casadas y se gana la confianza de sus maridos fingiendo que es maricón.

 Fue esa noche que murió mi matrimonio con Bárbara, me digo mientras termino mi espresso frente al ventanal del Gamla Stan. Al otro lado de los cristales, entre los copos de nieve, envuelta en su largo abrigo azul, viene ya Grisel a buscarme.