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15 de agosto de 2008

Cara torcida

Por: Josefina Licitra
| Foto: Josefina Licitra

Una gripe. Dicen que fue una gripe mal curada en el segundo mes de embarazo. Mi madre se enfermó (o quizás solo estornudó: la gripe es una enfermedad tan boba) y yo nací así: ojos negros, boca fuerte, rulos morenos y una cara distinta. La oreja derecha —la oreja no está en la cara, pero da igual— estaba sin terminar, uno de mis maxilares era más corto que el otro y el ramal nervioso que electrifica el rostro funcionaba, en uno de los lados, en poco más de la mitad de sus posibilidades. En síntesis, estaba en problemas. Pero tenía un gran futuro. Una de las primeras cosas que hizo el médico cuando nací fue meter su dedo en mi boca —para asegurar que estuviera todo en orden— y dar un dictamen. "La niña está muy bien. Sabe chupar perfectamente", dijo el hombre y sin saberlo —o con toda la intención del mundo— armó una parábola bastante acertada del destino femenino: parece que en este mundo, si sabés chupar, nunca nada puede ser tan grave.

Pasaron desde entonces 32 años, cuatro operaciones, cuatro avances, incontables desencantos y tres cicatrices escondidas en el cuerpo que en realidad no pasaron: están conmigo. Y por más que corrió el tiempo nunca, durante toda esta vida, pude acostumbrarme a mi cara. No está mal que así sea. Me incomodan los rengos, los mancos y los tuertos que dicen que son "normales" y que lo distinto es la mirada de los otros: mentira. Cuando te falta una mano sos distinto. Cuando tu madre se engripa y te pare con una oreja menos, sos distinta. Y así y todo, cuando habitás esa diferencia en un estado de verdad, podés encontrar —y provocar— belleza.

Mi rostro, para empezar, transcurre en dos velocidades. El hemisferio izquierdo se mueve normalmente y el derecho lo hace con un 40% menos de fuerzas. Tengo en mi cara, entonces, dos caras. Y eso, que ahora me molesta solo a veces, en algún momento me molestó todo el tiempo.

La primera operación fue a mis cuatro años, en el Hospital de Niños de la ciudad de Buenos Aires. El plan médico apostaba a reconstruir el pabellón auditivo, quitar cartílago de una costilla, darle forma, envolverlo en piel —mi propia piel, quitada del lado interno de un brazo— y transformar semejante manualidad en una oreja que nos dejara a todos contentos. Fueron días largos. Yo tenía una oreja menos y vivía en Suramérica. Eso significa que en el medio —entre que ingresé al hospital y salí del quirófano— pasaron 15 días, una huelga de anestesistas y 500 litros de lavandina que, en el nombre de la asepsia hospitalaria, tenía que esnifarme todas las santas mañanas. En algún momento, gracias a Dios, me durmieron con gas. Podría jurar que recuerdo la escena: tres barbijos, seis ojos y una máscara que me cerró los párpados.

La primera operación no funcionó. Tampoco la segunda, que llegó un año después. Esa vez la internación fue rápida. No había paro, pero me tocó un cirujano que no sabía distinguir una oreja de una medialuna de grasa. De aquellos días conservo una buena dosis de bronca y mi primer fundamentalismo: a cierta gente habría que liquidarla. Habría que liquidarlos a ellos, a los que les dieron el diploma, a la madre que parió a los que les dieron el diploma y así hasta llegar a Cristóbal Colón.

¿Exagero? Prueben vivir con una sola oreja.

La tercera operación fue a los 17 años. Para resolver la asimetría entre mis maxilares alguien evaluó que la solución era fracturarme un par de huesos. Los encargados de romperme la cara fueron un padre y un hijo. El padre era una eminencia latinoamericana y el hijo era —suele pasar— el hijo de la eminencia latinoamericana. Pasada la operación, F. —el hijo— me contaría que la mayor desgracia en su vida había sido la excelencia profesional: si su padre le hubiera colgado el sambenito de inútil, quizás F. habría podido hacer de sus días algo más entretenido. Pero F. resultó bueno. Bueno y veloz. Y si no pongo su nombre es porque F. era casado y porque no está bien visto que un casado se tire a una menor de edad que, encima, es su paciente.

Mi psicólogo del momento esbozó algo sobre la relevancia metafórica del hecho. Habló de pasaje, de rito y de no sé qué otras pavadas. Yo, simplemente, me había tirado a mi ídolo. Fue como ir a la cama con Mick Jagger. Estaba tan contenta que lo conté durante un asado familiar.

—¿Cómo estás, Josita? —preguntó mi abuela.

—Bien, bárbaro, saliendo con alguien. Lástima que está casado.

Esa tarde mi abuela tuvo un ataque de presión y alguien le preguntó a mi madre si el hombre que me había arreglado el rostro me había desarreglado el cerebro.

Fue una historia corta.

La cuarta operación fue con un imbécil prestigioso. El doctor José Juri es conocido en todo el continente latinoamericano. La sala de espera de su consultorio, 10 años atrás, estaba llena de retratos de Verónica Castro, Zulema Yoma (la ex mujer del presidente Carlos Menem), Amira Yoma (la cuñada) y varias otras mujeres que parecían también del clan Yoma, pero solo porque Juri les hacía la misma cara a todas sus pacientes. En ese momento, él era el especialista más reconocido de Argentina. Lo que nunca imaginé es que era, además, un fascista de la belleza, un normalizador peligroso, un hombre capaz de decir públicamente que "los dos grandes dramas de la humanidad son la fealdad y el envejecimiento". Ese tipo me recibió en su consultorio a los veintipocos años, me dijo que yo era preciosa —siempre te lo dicen— y que me iba a dejar perfecta. Su plan iba más allá de lo que yo quería (resolver un poco más la asimetría en mi cara): Juri me quería romper la nariz, inyectar grasa, levantar las cejas, en fin. Quería transformarme en Zulema Yoma. En ese momento armó un plan de cirugías. En la primera etapa me haría dos o tres cosas, y en la segunda se ocuparía de mi nariz.

Acepté. Pero después de la primera cirugía me di cuenta de que no estaba en mis planes operarme la nariz. Que mi nariz me gustaba. O que al menos si tenía una nariz fea no era culpa de mi madre y su bendita gripe.

Comunicarle a un megalómano que no vas a terminar el plan quirúrgico es como decirle a Picasso que pinte el Guernica, pero sin esa parte del caballo. Juri enloqueció. Ni siquiera recuerdo qué dijo pero sí me acuerdo de sus pocos cabellos desarmados en la sien, de sus gritos asmáticos y de sus gotas de saliva saltando de la boca.

Desde entonces, siempre que Juri da una entrevista y habla de los grandes dramas de la humanidad, me asombro de haber estado en sus manos y me recuerdo que él está en mi lista. Que el día que me atreva a pilotear un avión lo estrellaré en su clínica. Que el día que me compre un perro lo llevaré a cagar a su vereda todas las mañanas. Y que el día en que me anime a hacerle una entrevista, le diré en la cara que es un hombre peligroso y ridículo.

Pero ahora —aun cuando ya hice mi vida y pude gustar, enamorarme, casarme, parir— no estoy preparada para mirar el monstruo a los ojos. Estoy, a lo sumo, lista para escribir este texto. Y no ha sido fácil.