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18 de septiembre de 2017

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Visita a la fábrica de la Copa de la Champions

Desde hoy martes en Europa más de uno soñará con alzar entre sus manos a "la Orejona". ¡Cómo lo oye! si usted es hincha de futbol y no sabe de que le estamos hablando, esta nota le contará la historia de una de las insignia más populares, y con mucha historia encima, de los certámenes europeos: el trofeo de la Champions League.

Por: Efraim Medina Fotografía: Getty Images
| Foto: Fotografi´a: Getty Images.

Fabricantes de sueños 

La ciudad de Paderno Dugnano tiene aproximadamente 50.000 habitantes y está situada en el norte de Italia, a pocos kilómetros de Milán. En la zona industrial de esa pequeña ciudad opera, desde hace décadas, Bertoni, la fábrica de trofeos más prestigiosa del mundo y que actualmente es dirigida por Valentina Losa, bisnieta de Emilio Bertoni, el hombre que fundó la fábrica a principios del siglo XX. En esa pequeña fábrica se realizan, con las más antiguas técnicas artesanales, los dos trofeos más importantes que existen en el fútbol: la Copa del Mundo y la Copa de Campeones.

La primera es obra de Silvio Gazzaniga, el histórico director artístico de la fábrica, y fue diseñada a pedido de la Fifa en 1971 para reemplazar el trofeo Jules Rimet, que se había otorgado a Brasil cuando ganó por tercera vez el Mundial de Fútbol. Bertoni fue seleccionada entre decenas de fábricas de todo el mundo que participaron en la convocatoria que hizo la Fifa. La Copa del Mundo de Gazzaniga tiene 36,8 centímetros de altura, pesa 6,1 kilogramos y está bañada en oro. 

La célebre “Orejona” fue realizada inicialmente por el joyero suizo Jörg Stadelmann, a quien la UEFA le encargó un trofeo que representara el sentir de sus diferentes socios, o al menos los más importantes; por tal motivo, el pobre Stadelmann se sintió en el deber de escuchar las sugerencias de ejecutivos de fútbol españoles, italianos, alemanes, ingleses, etcétera. Cada cual tenía una idea de lo que debía hacer Stadelmann y, como sucede cuando se invoca el espíritu democrático, el resultado suele ser terrible (ver Trump). Stadelmann manifestó en más de una ocasión no sentirse particularmente orgulloso de la que viene a ser considerada su “obra maestra” y afirmaba que el hecho de saberla tan apetecida le hacía venir en mente el popular adagio suizo —no solo suizo— de que “la suerte de la fea, la bella la desea”. La versión original de Stadelmann data de 1966 y está hecha totalmente en plata. Tiene 62,5 centímetros de altura y pesa 8,5 kilogramos.

El trofeo que se entregaba en la antigua Copa de Campeones tenía un cuerpo similar al creado por Stadelmann, pero con orejas pequeñas, y se encuentra, por supuesto, en el Museo del Real Madrid por ser el club que ganó por primera vez cinco veces el torneo. Quizá para embellecer “la Orejona”, la Uefa decidió encargar a la fábrica Bertoni, en 1973, la producción de un nuevo original, y desde entonces cada año el trofeo nace en Paderno Dugnano, viaja a la sede de la Uefa en Suiza y de allí a la ciudad europea a la que le corresponda organizar la final.

Se hace con las manos y se gana con los pies

En los años setenta y ochenta, el negocio de los trofeos y las medallas tuvo su apogeo en Italia y después, como siempre, aparecieron los jodidos chinos. Bertoni llegó a tener en esas décadas hasta 200 empleados. Si la fábrica sigue hoy en pie es por la decisión que en su momento tomó el padre de Valentina de no competir con los chinos y apostar por lo excelso y exclusivo. El tiempo le ha dado la razón: Bertoni tiene ahora una veintena de empleados, pero realiza los trofeos más importantes del deporte, no solo del fútbol. También el Collar Olímpico, la más grande distinción deportiva del mundo, que se otorgó a Juan Pablo II, fue creado en sus instalaciones. 

Cada trofeo de Bertoni es realizado a mano. Guiado por Valentina, pude ver en acción a los artesanos; entre ellos, se imponía la presencia de Guerrino Giorgi, quien tiene casi 80 años y de cuyas manos surge año tras año “la Orejona”. Moldear el metal e ir encontrando la forma y los detalles de un trofeo requiere horas y horas de minuciosa elaboración, al menos tres meses en el caso de “la Orejona”.

Las manos de estos profesionales se mueven en su pequeño espacio de trabajo con la misma habilidad que se mueven Messi o Iniesta en el enorme rectángulo del Camp Nou. Son manos anónimas las que crean toda esa iconografía que ellos aspiran a ganar con sus famosos pies, esa iconografía que encierra, más allá de los millones que ganan, la razón de su oficio. A fin de cuentas, el tiempo para un jugador de fútbol es efímero y así mismo el entusiasmo de las gradas; el único instante inmortal es aquel en que se alza el trofeo y se sienten sus destellos fulgurantes antes de volver al reino de la oscuridad. Para el artesano no hay un antes o un después, Guerrino afirma que él encuentra su alegría en el trabajo mismo, su lucha no es por las mieles del triunfo sino por derrotar el error.

El futbolista aspira a la gloria y el artesano, a la perfección. El trofeo une dos mundos equidistantes: une la fama y el anonimato, la humildad y la arrogancia, el silencio y el ruido. El trofeo es el modo en que el hombre acepta que no le basta con realizar hazañas y tampoco con el relato de estas, que por extraordinarias que sean sus batallas y el registro escrito o visual de las mismas, solo tendrán sentido al sintetizarlas y convertirlas en un símbolo. Un símbolo determinado en el que el héroe y sus seguidores, y también sus enemigos, puedan reconocerse.

Espíritu deportivo

El mundo del fútbol está lleno de eslóganes y lugares comunes. Los políticos hace ya siglos que descubrieron el modo en que un deporte de masas puede influenciar a la gente; también la máquina del consumo indiscriminado sabe cómo usarlo. Es común que se diga que el deporte une a los pueblos, que el fútbol no es una guerra sino el modo en que las tribus se convocan y expresan sus emociones, que la violencia es un hecho aislado y el deporte no tiene la culpa.

Lo curioso es que el fútbol reproduce el circo romano al revés: en vez de que los ricos contemplen en las tribunas cómo los infelices son devorados por los leones, lo que se ve en los estadios actuales son 22 esclavos forrados en oro disputándose un balón frente a miles de infelices que se desgañitan y se devoran como leones en las gradas. Sin embargo, hay algo puro en toda esa miseria, algo triste y profundamente humano. Los infelices que gritan en las gradas saben que la mayoría de esos esclavos de lujos vienen de las entrañas de la pobreza, y por eso se sienten identificados. Los jugadores de fútbol son la imagen viva de los sueños de cualquier pobre hijueputa: fama, dinero y una top model que sacudir y llevar a las fiestas. 

Quienes juegan una final de Liga de Campeones ya no padecen angustias económicas, a ese nivel lo que importa es el trofeo que un artesano brilla en un hangar de Paderno Dugnano. No importa todo lo abyecto que rodee el evento, en el campo se desarrolla una batalla sin cuartel por algo que en el fondo no tiene valor alguno: el trofeo está hecho de latón y bañado en plata, pero su simbología viene de la noche de los tiempos y su poder de seducción es más fuerte que la voluptuosa silueta de una preciosa rubia. El trofeo es la catarsis para esos esclavos de lujo y, a fin de cuentas, su liberación.

Fútbol y guerra

En su origen griego, la palabra trofeo se refiere al “lugar donde el rival fue destruido o escapó aterrorizado”; ya en su acepción latina se habla de un “monumento elevado con los despojos del enemigo donde este fue derrotado”. En la antigüedad existía la costumbre de que cuando se enfrentaban dos guerreros, quien sobrevivía despojaba al otro de su armadura y la colgaba en un árbol como símbolo de victoria. También en la mitología griega hay menciones a trofeos relacionados con Heracles, pero si consultamos la historia, los primeros trofeos de los que se tiene noticia se remontan al año 520 antes de Cristo; eran restos de espolones en forma de jabalí que los eginetas arrancaban de los navíos de guerra enemigos para dedicarlos a sus dioses. En el Imperio romano, la obsesión por los trofeos para celebrar victorias se multiplica. 

Desde monumentos fálicos hasta monedas con el rostro de un soberano, los trofeos se convierten en un elemento del poder y de los favores de este a un determinado servidor. Aunque la práctica deportiva fue parte esencial de las antiguas culturas y los más hábiles recibían algún tipo de compensación, los trofeos deportivos son de épocas más recientes. El primero es la Copa América de veleros que en 1851 ganó el New York Yacht Club. En el fútbol, los expertos sostienen que la Copa Murature es el trofeo más antiguo. Fue realizada en 1916 por la joyería Escasany de Buenos Aires. El año siguiente, el torneo fue rebautizado Copa América.

La relación mitológica e histórica entre guerra y deporte no es solo cuestión de trofeos. Los deportistas son vistos por sus fanáticos como paladines que defienden su sentido de orgullo, de patria e identidad. El fanático celebra la victoria de su equipo como suya y sufre la derrota como una debacle personal. No importa que la Juventus

y el Real Madrid sean dos equipos europeos y que sus camisetas estén llenas de marcas de las multinacionales que representan; para millones de colombianos esa final era un asunto personal, una parte de ellos estaba con la Juventus y otra parte animaba al Real Madrid, pero insisto en que lo más importante era que un colombiano alzara esa copa. Y me alegra no haberlos decepcionado.

Efraim Medina ReyesReal MadridChampions Fútbol

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