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12 de septiembre de 2005

Cien horas en un circo

Alberto Salcedo pinta con su pluma impecable el circo invisible que en las funciones no vemos. no el de los payasos y las luces, sino el de los obreros, los extras, el sudor y los amoríos. Crónica tras bambalinas de un mundo de gitanos.

Por: Alberto Salcedo Ramos

Parada en la esquina, frente al terreno en el que su marido continúa trazando el círculo de cal donde será levantada la carpa, Berlys de Ávila parece recién rescatada de un naufragio. Está en medio de cinco maletas viejas, dos de las cuales tienen los cierres destrozados y lucen a punto de reventarse por el exceso de carga. Lleva, además, dos bolsas negras llenas de ropa y una grabadora enorme cubierta de polvo.
Apenas han llegado cuatro de los catorce camiones que transportan la carga. Pese a que son las cinco de la tarde, el sol resplandece en el horizonte. José Pichilingüe, capataz de cuadrilla, grita por el megáfono que los interesados en conseguir trabajo solo tienen que acercarse a la Villa Olímpica de Pereira, para colaborar en el montaje del Circo Chino de Pekín.
Santiago González y Carlos Mármol han descargado el tráiler que trajo las torres centrales, y ahora están rodeados de cables, trozos de madera, estacas de acero y bultos de lona. Mientras ordenan el material en el piso adoquinado, van cantando la balada Pareces una nena, de Leo Dan.
Un par de metros más allá nos tropezamos a Aarón Villavicencio, el administrador del circo. Es el único que a esta hora se encuentra sentado. Una colaboradora le cuenta que ya tiene tres cotizaciones para los treinta y cinco pollos diarios que se comen los siete tigres. Otra le informa que todavía quedan cinco costales de heno para los caballos percherones. Él las escucha sin dejar de masticar la punta del pitillo con el que hace un momento se bebió un refresco de panela. Cuando las mujeres se marchan, llama a uno de los obreros sudorosos para preguntarle si ya sabe dónde se surtirán de agua durante los días que permanecerán en Pereira.
William Cano, el jefe de personal, sigue acurrucado en el suelo con su cinta métrica. Marcos Ruiz, del grupo de escenografía, se une al coro que entona la canción de Leo Dan.
-Oh, oh, nena, la ra la la.
Diez minutos después de que José Pichilingüe lanzara su pregón, hay por lo menos veinte aspirantes alineados en un costado de la Villa Olímpica. Se conocen como "extras" en el mundo del circo. Pichilingüe va anotando sus nombres en un papel doblado. A cada uno le informa que el día de trabajo vale quince mil pesos y comprende ocho horas. Si comienzan en este momento -les advierte, mientras mira el reloj- deberán terminar a la una de la madrugada.
-¿De acuerdo?
-De acuerdo.
Uno de ellos cuenta que fue equilibrista en Cali y otro dice que ganó tres concursos de chiste en el colegio. El de la gorra azul se arremanga la camisa. El de la cicatriz en la cara se frota las manos. Todos se ponen después a descargar el tráiler que acaba de llegar, el cual contiene los aparejos de los artistas chinos. En el suelo se va formando entonces un arrume de zapatillas de princesa, vestidos de colores, tiras de seda, tazones de plata, monocicletas de diferentes tamaños y aros olímpicos.
Berlys de Ávila sigue con su equipaje a la deriva. Ella es una de las dieciocho esposas de obreros del circo que viajan en caravana a los sitios donde hay función. En casi todas partes las confunden con las familias desplazadas por la violencia. Los peatones caminan más rápido cuando pasan a su lado. Los taxistas las ignoran en las esquinas. Y el presupuesto solo les alcanza para pagar habitaciones de cinco mil pesos diarios. Sin embargo, muy pocos de esos albergues están dispuestos a recibirlas, por miedo a que se larguen sin pagar. Andan por la vida con su propia carpa y la plantan lejos del fulgor de las pistas, adonde no llega ni el más remoto eco de los aplausos.

 

Milton Cruz soñaba con aprender fotografía en México. Andrew Coner Alister andaba sin oficio en la Guyana Inglesa. Esteban Lasarte quería ser veterinario en Argentina. Carlos Martínez buscaba empleo en un asilo de ancianos en Venezuela. Ismael Sanmartín -el marido de Berlys de Ávila- trataba de vincularse a un equipo de fútbol en Colombia. Todos ellos, más unos ochenta compañeros procedentes de diferentes lugares, se pegaron como lingotes a la procesión magnética del circo, en el momento en que la vieron pasar por sus países. Empezaron como "extras", anotando sus nombres en un trozo de papel. Lo que al principio fue tan solo un trabajo, después se convirtió en una razón de ser. Por eso ya no se amañan ni en la ciudad grande ni en el pueblo pequeño, sino en la casa que cargan a cuestas como el caracol. Cuando el circo está desarmado -como hoy- ellos ya lo tienen completo en la cabeza. Saben dónde estará colgado el trapecio y dónde quedará el camerino de los acróbatas. Anticipan la luz de los bombillos que aún están apagados. Adivinan, a través del aro tirado en el piso, los saltos que el tigre todavía no ha dado. Vislumbran la gradería concluida, con su plataforma elevada y sus sillas plásticas empotradas. Intuyen el kiosco de los refrescos y el carro de los perros calientes. A golpes de memoria, sin un solo diseño, transforman lo que al llegar era un lote baldío, en un refugio seguro. Al final del montaje, cuando cada elemento se encuentra en su sitio, a salvo del sol y de la lluvia, uno entiende por qué la carpa es el único cielo que les pertenece y la pista, su única patria.
Ahora son las once de la noche. Los tráileres de cuarenta y cinco toneladas cubrieron la ruta Bogotá-Pereira en doce horas. Los de diez, en ocho. Al completarse la tropa, la faena es más intensa. Luis Hernández va enterrando las estacas con un martillo de compresión. Ferney Bernal trastea en el hombro un mazo de varillas delgadas. José Pichilingüe desenrolla un carrete de alambre dulce. Marlon Jaramillo pregunta dónde quedará la dulcería. Y Santiago González y Carlos Mármol vuelven a entonar la balada de Leo Dan.
-La tarde nos espera, la tarde nos espera.
-Oh, oh, nena, la ra la la.
William Cano se arrellana en la silla que Aarón Villavicencio, el administrador, dejó vacía antes de irse a dormir en su hotel. César Cabeza, el encargado del sonido, y María Barrios, la asistente de servicios generales, traen sendos bancos y se sientan al lado de Cano. Los tres están despiertos desde las cuatro de la madrugada, ya que les correspondieron los primeros camiones de la caravana. Permanecen un rato en silencio, fatigados, antes de animarse a hablar.
Confiesan entonces que muchos de ellos se arrimaron al circo porque tenían la ilusión de ser artistas. Querían caminar sobre la cuerda floja o doblarse dentro de un arca como muñecos de goma. Pero no tuvieron ni la habilidad ni los arrestos suficientes. Así que están aquí, cumpliendo como sonámbulos la rutina que el público nunca ve, mientras las estrellas del espectáculo duermen a pierna suelta. Lo de hoy, sin embargo, es preferible a lo de antes. Cada día ganan entre veinte mil y treinta mil pesos, y además conocen diferentes países. Si fueran vigilantes o jardineros, no encontrarían gracioso hablar de su oficio en presencia de las mujeres.
Las mujeres, por cierto, son el principal soporte de esta aventura. Si faltaran ellas, ¿quién diablos se dejaría arrastrar por la corriente? ¿A quién le darían ganas de consumir su vida en cuartuchos de paso? Por eso, los dueños del circo se alegran cada vez que brota un nuevo romance bajo la carpa. Saben que así su empresa es más próspera, más sólidos los cimientos aunque no se echen raíces en ningún puerto. El amorío más reciente es justamente el de César Cabeza con María Barrios. Él llegó hace catorce años y ella, hace tres meses. Salieron a bailar cuatro días después de haberse conocido. Y ahí mismo él la dejó pasmada con lo que le dijo:
-Mamita, ¿por qué no dormimos juntos?
Nada del otro mundo, pensó ella: la típica glotonería precoz de los hombres. Pero le gustó que el tipo tuviera temple, que expresara su propuesta a secas, sin disfrazarla con lisonjas falsas, sin prometer lo que nadie le había pedido. Desde esa noche no han dejado de dormir juntos. Hoy lo harán en una pieza del barrio Matecaña. Y dentro de veinte días en cualquier habitación que consigan en Armenia, próximo destino del circo.

***
A las diez de la mañana, Liang Xun se cepilla los dientes. We Jeng toma café negro. Xiao Ye escribe una carta en su computadora portátil. Y Wang Yang desayuna hojuelas de avena. Ellos cuatro, más diez compañeros que apenas se están levantando, son los artistas del Circo Chino de Pekín, que se encuentra de gira por Colombia gracias a la empresa mexicana de los hermanos Fuentes Gasca.
A diferencia de los obreros del montaje, ellos no tienen que trasnocharse clavando puntillas y arrequintando lonas. No sufren embotellados en una romería de camiones lentos, porque viajan en avión. Duermen hasta la hora que les da la gana. Reciben entre cuatrocientos y seiscientos dólares libres cada mes. Y jamás se enmugran las uñas de barro ni llegan a una ciudad desconocida sin saber dónde van a alojarse.
Sin embargo, también ellos llevan la procesión por dentro, extraviados en una cultura que no les pertenece, señalados en las calles como si fueran seres de otra galaxia. Extrañan el licor de sorgo que prepara el padre, o los tallarines dominicales de la hermana mayor, o la piel airosa de la novia que dejaron en Beijing. Aislados por su propio alfabeto, dependen de una traductora para comunicarse en este nuevo universo ancho y ajeno. A veces no saben qué hacer con el tiempo que les sobra en los hoteles. Ni con las preguntas calcadas que los periodistas les vamos repitiendo en uno y otro lugar:
-¿No le da miedo mecerse en las alturas agarrado de una simple bufanda de seda?
-¿Qué tal que se caiga de allá arriba?
-¿Alguna vez ha tenido un accidente?
Wang Yang, que ya terminó de desayunar, dice entonces que esas preguntas se deben a que, en el fondo, el público siempre espera que el trapecista se desnuque. Casi nadie, agrega él, advierte dentro de sí ese sentimiento. Pero existe. Queremos que al domador se lo coma el tigre, porque nos ofende su audacia. De modo que si en el circo no hubiera más que números de riesgo, terminaríamos envenenados por nuestra propia bilis. Esa es la razón por la cual se necesitan los payasos, así sus chistes sean malos. Después de aflojar los músculos engarrotados, después de recuperar el aliento, podemos perdonar al acróbata temerario. Y aplaudirlo con todo el corazón.
Xiao Wu, la chica de los malabares con los pies, es a sus diecisiete años la menor del grupo. El mayor es Lao Zhan, uno de los gimnastas de la pértiga imperial, quien tiene veintiséis. Ellos no se consideran desdichados por el oficio que ejercen, aunque admiten cansarse a ratos de su éxodo permanente. Ho Quing, la traductora, aclara que para estos muchachos ha sido muy difícil acostumbrarse al concepto de carpa itinerante que se maneja en Occidente. En su tierra -explica- la acrobacia no es una curiosidad de feria practicada por trotamundos, sino una tradición sagrada de más de cinco mil años. Se cultiva en teatros cerrados, como una ceremonia de purificación del cuerpo. Acá, en cambio, lo que justifica al circo es precisamente su carácter volátil. Si se quedara fijo en el mismo punto, el público lincharía a los payasos, no respetaría a los leones.
Trabajar en esas condiciones -insiste Ho Quing, mientras tiende su cama- es un sacrificio tremendo. El mundo se trastoca, el rostro de los amigos se borra y la voz de la familia es apenas una gota esporádica a través del teléfono. Hace poco, ella soñó con un gato enredado entre unos cables de alta tensión, y al despertar presintió que su padre se encontraba enfermo, allá en su natal Shangai. Lo llamó en seguida, sobresaltada. Y el viejo le contestó que estaba bien de salud, pero triste.

***

Tres días después, el circo está concluido. Esteban Lasarte les da zanahoria a los mandriles. Marisel Gutiérrez, su esposa, atiende al proveedor de los pollos. César Cabeza prueba la potencia de los bafles. Y José Pichilingüe llena de agua el último de los cinco tanques de dos mil litros que carga la tropa.
Uno de los habitantes que se han acercado para tomarles fotos a los tigres quiere saber cuánto valdrán las boletas.
-La más cara, cuarenta y cinco mil, y la más barata, diez mil -le responde Luis Alberto Bustos, el encargado de la publicidad.
Después, dirigiéndose a otro de los curiosos, Bustos dice que el circo tiene capacidad para dos mil quinientas personas.
-Vamos a realizar una función diaria de lunes a viernes, y tres funciones los sábados y domingos.
Todavía quedan muchos trabajadores con las camisas empapadas, como Santiago González y Carlos Mármol, que siguen juntos pero ya no cantan la balada de Leo Dan. Unos metros más allá, María Barrios lloriquea mientras conversa por el teléfono celular con los dos hijos que dejó en Valledupar. Por la noche, cuando se abra el telón, nadie se enterará de esta escena melancólica. Lo que importa, al fin y al cabo, es el circo, no las lágrimas y sudores que cuesta.

Alberto Salcedo Ramoszona crónicaCrónicas SoHoHistoria