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12 de diciembre de 2007

De los villancicos

Por: Emilio Sanmiguel
| Foto: Emilio Sanmiguel


Los villancicos son canciones, y para escribir villancicos se necesita inspiración. Hoy en día son tonadillas, porque en tiempos de Isabel la Católica eran profanos y hasta picantes. No es sino ver una letra de un antiguo tema navideño: Teresica, hermana, si tú bien lo quisieras con ti yo dormiría… ¡Qué villancicos los de antes!

Me entero que quienes los escriben se llaman villanciqueros. La tienen difícil los pobres, porque escribir letra y música es más arduo de lo que uno imagina: si la letra funciona, la música no; si la música marcha, la letra queda coja, o peor, no hay letra.

Toca encomendarse a los santos. Para eso está Santa Cecilia, nombrada patrona de la música porque el día de su boda con el romano Valerio, mientras sonaba la rumba, se fue a un rincón a cantar plegarias y, unas horas más tarde, convenció a su esposo para que le respetara la virginidad. No sé ustedes, pero con esos antecedentes no me confiaría en esa señora ni para un villancico ni para nada.

Así, pues, mejor que fiarse de los santos es fiarse de las musas, que forman parte de la comitiva de Apolo, el dios de la música. Su oficio es cantar y son unas profesionales del oficio: según Píndaro, poeta griego del siglo V a.C., ellas solitas hacen la música y letra de sus cantos y cada una tiene su especialidad.

Para un villancico hay que pedirles ayuda a dos musas: Clío, musa de la historia, porque el nacimiento del género ocurrió hace más de 2.000 años. Y Euterpe, pues se necesita lirismo. Eso sí, jamás hay que recurrir a Polimnia, encargada de los himnos. ¿O no recuerdan cómo le quedó el Himno Nacional?

Si Calíope, la "épica", mete la cucharada, el villancico se va al diablo y le pasa lo de El tamborilero que parece escrito por un militar retirado: Los pastorcillos quieren ver a su rey / le traen regalos en su humilde zurrón / Ropopompom, ropopompom, ropopompón. Mientras se canta el ropopompóm retruena un tambor de banda de guerra. Uno no sabe si en su creación intervino la santa o la musa. Vaya uno a saber. En la santa, repito, no me confiaría. En cuanto a las musas, tampoco, pues como se les va el tiempo inspirando lo que se escribe de enero a noviembre, diciembre las agarra cansadas.

Será por eso que chambonean tanto y son tan cursis.

Antón turuliruliru, Antón turulirurá no es una letra, es un trabalenguas. Y de su musiquita, ni hablemos. Hay otro muy exitoso para las novenas, "lo cantan por igual chicos y grandes", según dice una antología de villancicos, es decir, un villanciquero. Dice así: Zagalillos del valle venid, pastorcitos del monte llegad. ¡Por los clavos de Cristo, eso es una adivinaza con música!, vayan al diccionario de doña María Moliner y verán que zagalillo no existe.

Otro más, prueba reina de la pereza de las musas: Nana, nanita nana, nanita nana, nanita ea (se canta así: eeeeeeea). Es un verdadero somnífero, porque en el siguiente verso aclara: Mi Jesús tiene sueño, ¡Bendito sea!... Un valium navideño, podría decirse.

Por supuesto, reconozco que las señoras musas se manejaron bien con Franz Gruber cuando le soplaron el sencillo Noche de paz, noche de amor, que, ese sí, tiene una música absolutamente celestial.

A las musas a veces se les va la mano y evidencian su mala leche decembrina. ¿O dudan ustedes de la inspiración que baña uno de los villancicos que más debemos padecer en las novenas? Esta letra es prueba fehaciente de una vena poética tan variada e interesante, que no resisto la tentación de transcribir completa su inmortal primera estrofa:

Tutaina tuturumá

Tutaina tuturumaina

Tutaina tuturumá turumá,

Tutaina tuturumaina

¡Amen!