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11 de mayo de 2007

Crónica SoHo

II No jurar su santo nombre en vano

En el cementerio central hay unos vivos que se hacen pasar por falsos curas que dan misas a quien los necesite. Segunda entrega de Fernando Quiroz en el cumplimiento de los diez mandamientos.

Por: Fernando Quiroz
María Teresa con su acordeón, muchas veces es la elegida (subcontratada) para entonar algunas canciones. | Foto: Fernando Quiroz


Tal vez ni siquiera se entera de la descarga, que muy pronto se pierde entre los hilos de un saco negro que acusa centenares de posturas. "La meta está en lo eterno, nuestra patria es el cielo, la esperanza nos guía…". La mujer exprime su garganta con notas desafinadas que sin embargo conmueven. Un acordeón tan viejo como ella marca el ritmo de la plegaria. Es una de las seis canciones con acento fúnebre que esta invidente conoce y que repite varias veces al día frente a las tumbas del Cementerio Central de Bogotá, subcontratada casi siempre por alguno de los hombres vestidos con sotana que se ubican a la entrada del camposanto, en una doble fila como haciendo calle de honor a quienes llegan para visitar a sus muertos. O a los muertos ajenos a los que les encomiendan su vida, su corazón o su bolsillo.

Tomada de gancho del supuesto sacerdote de turno, recorre a paso lento los caminos secretos de ese laberinto adornado con lápidas de nombres diversos que se le han vuelto familiares. A todos les entona las mismas canciones, sin importar si fueron presidentes de la República, comerciantes, guerrilleros, prostitutas o niños sorprendidos por la muerte antes de tiempo y convertidos en una especie de ángeles a los que la gente les ruega por una suerte menos adversa. Tampoco le importa el rito: al fin y al cabo escucha las mismas palabras de boca de todos los curas a los que acompaña a celebrar la misa. Son las mismas palabras que ha oído desde niña, pronunciadas con acento místico y extraídas de los misales de la Iglesia Católica. La tiene sin cuidado que ahora algunos de sus compañeros de trabajo se hagan llamar simplemente católicos o católicos apostólicos colombianos, nuevos católicos, católicos antiguos o cualquiera de las variaciones con los que estos hombres han bautizado a sus iglesias sin credo ni templo.

El padre Miguel, a quien ahora acompaña con su voz destemplada y su acordeón viejo, mientras las palomas revolotean sobre su cabeza, es uno de ellos. A su lado, repite versos que hablan de la vida eterna, del manjar celestial y de los sufrimientos de este mundo, frente a la tumba de Leo Kopp, el fundador de la cervecería que dio origen a Bavaria y uno de los difuntos más populares entre los visitantes, que los lunes —día consagrado a las ánimas—pueden pasar fácilmente de los cien mil. Más tarde tal vez acompañe al padre Arsenio o al padre Manuel hasta la tumba en la que alguna vez estuvo María Salomé o hasta la de Carlos Pizarro Leongómez para cantarles por encargo de algún doliente que les ha pagado una misa en acción de gracias.

Miguel, Arsenio, Manuel y otros hombres de sotana y cuello blanco que pueden completar la docena de sábado a lunes se ganan la vida celebrando misas. Pocos se dan cuenta de que sobre la mesa plegable que constituye su pequeño despacho está el nombre de su supuesta Iglesia, alguna rama del catolicismo que ellos mismos abrieron: una religión inventada al amparo de la libertad de cultos que consagra la Constitución de 1991 y que se legaliza con unos cuantos trámites en el Ministerio del Interior.

—¿Usted es católico? —le pregunté una tarde de lunes a uno de los curas de la calle de honor, el más cercano al mausoleo del Ejército Nacional.

—A morir —me juró el hombre.

—Quiero ofrecerle una misa en acción de gracias a don Leo Kopp.

—Tendría que esperarme a que regrese de una misa que tengo contratada ahora mismo. O puede hablar con aquel.

—¿También es católico?

—Acá todos somos católicos.

—Pero me dijeron que hay unos que se hacen llamar de otra manera…

—Eso todo es la misma vaina —declaró, levantó su mesa y sus trastos para celebrar y me dio la espalda.

Finalmente di con Miguel, quizás el más joven del grupo y de quien me dijo María Teresa que tenía la edad de Jesucristo. "¿Católico?", insistí. "Por supuesto", se apresuró a responder mientras alistaba el vino blanco que prometía convertir en la sangre de Cristo, y que llevaba en un frasco de vinagre al que le había hecho un pequeño hueco en la tapa de plástico.

Camino a la tumba de Kopp quise saber sobre su vida y tal vez me excedí en preguntas. A la mitad del recorrido, al lado de un mausoleo de mármol y puertas de hierro que acababan de abrir, se detuvo para hacerme una aclaración en medio de una nube de mosquitos fastidiosos: "Yo soy católico, pero no de los de Roma". Pero Intentó tranquilizarme diciéndome que celebraría el rito tradicional, seguramente para no perder a ese cliente que había aparecido después de varias horas de inactividad.

Acepté sin miramientos, pero continué mi interrogatorio. Y seguimos el camino mientras hablábamos, él del brazo de María Teresa y yo con la mesa plegable en la mano derecha y un cigarrillo en la izquierda.

Me explicó que su Iglesia era casi igual a la católica de Roma, pero que ellos no dependían del Papa. Que no creían en su infalibilidad: una palabra que intentó pronunciar tres veces. Que tampoco creían en eso de la inmaculada concepción. Y que el celibato era opcional. ¿Está casado? "No todavía". ¿Tiene novia? "Ojalá". ¿Quién fundó su Iglesia? "Ahí sí me corchó… creo que fue en Holanda, en Ultrech, en Oltrech… no sé, en un pueblo que termina en ch". Tal vez quiso decir Dordrecht. Tampoco yo lo sé. ¿Cuántos sacerdotes hay en Bogotá? "Me volvió a corchar".

La tumba de Kopp apareció pronto y lo salvó de mis preguntas impertinentes. Solo alcanzó a decirme un par de cosas más: que en su iglesia la misa se dice de espaldas y en latín. Pero cuando le propuse que oficiara en el rito original de su credo me confesó que en realidad es muy poco lo que sabe de latín. Se acomodó la estola, sacó un misal católico "de los de Roma" y me pidió silencio. María Teresa empezó a cantar y a sacarle notas al acordeón, mientras él levantaba los brazos al cielo y rogaba a Dios por los vivos y por los muertos.

El padre Miguel vive de dar clases de religión (la de Roma) en un colegio del sur de Bogotá y de lo poco que recoge en el Cementerio Central, en donde trabaja sábados, domingos y lunes, y oficia cuatro misas en promedio. Cada servicio cuesta entre trece y dieciocho mil pesos, según si es simplemente rezada o acompañada de algún músico, por lo general María Teresa, a quien debe darle su parte. En días de celebración como el de la madre y el de los difuntos se hace su agosto, pero hay otros en los que pasa en blanco, "porque la competencia es muy dura, y algunos que llevan acá mucho más tiempo que yo y ya tienen su clientela".

Tan dura es la pelea por los clientes que llegan a pedir una misa para sus muertos, que las discusiones entre los colegas a veces pasan a mayores. Hace un tiempo, ardido por haber perdido una misa con su vecino de silla, uno de los curas le clavó un cuchillo a otro. Desde entonces le dicen Monseñor Puñalada. Alberto González, administrador del Cementerio Central, cuenta que a veces llegan borrachos, que algunos son sucios al extremo, que en ocasiones encargan a los secretarios de oficiar las misas, que había uno que pasó de bombero a cura autodidacta y que de otros que no volvieron y tenían fama de homosexuales dicen que los asesinaron. "Por sus hechos los conoceréis", remata el administrador y dice que, además de exigir que tengan los papeles en regla, lo único que puede hacer es suspenderlos por unos días cuando arman escándalo.

En el corazón del camposanto se encuentra un templo católico. Es la competencia más fuerte de los curas que se ubican a la entrada y a quienes les tienen prohibido oficiar en la capilla. Acá las misas valen 25 mil pesos e incluyen los servicios de un organista. Sus notas, tan desafinadas como las de María Teresa, se oyen en buena parte del cementerio, debido a que el capellán decidió instalar en las afueras de la iglesia unos altoparlantes que están conectados al micrófono del altar y al del armonio. La libertad de cultos y las tutelas han permitido que no solo los católicos "de Roma" hagan su presencia en el tradicional cementerio en el que reposan los restos de casi todos los ex presidentes de la República, pero no han logrado silenciar los parlantes que, los lunes por ejemplo, llegan a transmitir hasta catorce misas fuera del templo.

Mientras el músico de la capilla acompaña con su teclado las voces de "Santo, santo, santo, santo es el Señor…", María Teresa, de espaldas a la estatua de Leo Kopp y de frente a una docena de personas que seguimos la misa del padre Miguel, sube la voz para competirle y nos tortura con la canción que tenía preparada para el cierre: "Quien cree en ti, Señor, no morirá para siempre…".

A pesar de sus esfuerzos, al final gana en volumen el organista. Los altoparlantes fueron instalados para hacer presencia allí donde la Iglesia Católica (la de Roma) tiene prohibido celebrar misas: en las tumbas. El padre Juan Jáder Ruiz, capellán del cementerio, cuenta que si desobedecen esta norma reciben un llamado de atención del Arzobispo. Y si la falta se repite pueden llegar a ser expulsados.

El padre Ruiz lleva siete años viviendo entre los muertos en el camposanto más popular de Bogotá. Si bien no puede oficiar fuera de la capilla, en ella atiende sin problemas solicitudes que para otros curas serían impensables, como celebrar misas en acción de gracias a comandantes guerrilleros de quienes dicen que hacen milagros o a mujeres que en vida tuvieron una conducta reprochable, pero que al parecer después de muertas no han dejado de hacer el bien. Y lo cuenta convencido de que son milagrosos. Como cuenta que una vez llegó a su despacho un muchacho que quería quejarse porque uno de los curas de la entrada le había prometido enseñarle a oficiar misa por la suma de quinientos mil pesos. "De todo hay en la viña del Señor", dice resignado y se retira para alistarse para la próxima misa. Mientras tanto, Manuel, Arsenio, Miguel y sus colegas de aquellas iglesias que no dependen de Roma están pendientes de un cortejo fúnebre que acaba de entrar. "Si llegaron con mariachis, seguramente también querrán una misita mientras colocan la lápida", dice uno de ellos y se arregla la sotana para lucir más auténtico que los demás y ser el elegido.

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