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13 de mayo de 2010

Testimonios

Contra el fútbol, de todo corazón

El poeta Eduardo Escobar no disimula ni un poco su odio por el deporte más popular del mundo. El peor de sus martirios.

Por: Eduardo Escobar
| Foto: Eduardo Escobar

A veces creo que el odio por el fútbol me viene de mi precoz incapacidad para ese juego bárbaro, comparado con el ajedrez, por ejemplo, o con el póquer o el billar, que en cierto modo se le parece. Recuerdo que en la adolescencia peliaguda, cuando se picaban los partidos en la esquina del barrio donde crecí siempre quedaba sobrando. Escobar para ustedes, decían unos. Y los otros protestaban con vehemencia ante el regalo: ¿Y por qué para nosotros? Nadie me quería de coequipero. Y era comprensible ahora que lo pienso: fui el rey de los autogoles. Mis patadas de mula, porque fuerza no me faltó en las pantorrillas, acabaron siempre con la pelota donde menos hubiera debido ponerla: en mi propia portería. Era lo que hoy se llamaría un mago del fuego amigo. Andrés Escobar, el desgraciado futbolista antioqueño asesinado en Medellín por un energúmeno, no hizo más que prolongar una facultad del apellido que yo puse a prueba antes de él, aunque con menos funestos resultados para mi fortuna y la de los míos.

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Pero hay otras cosas que me indisponen con el fútbol de acuerdo con mi personalidad retraída, dada a la seriedad, la soledad y el silencio. No comprendo el gusto que muchos extraen del apelotonamiento, integrándose en esa cosa sudorosa que llaman la masa, que todos tememos y halagamos y para la cual los sabios expertos en cebos rosas inventaron las ilusiones de la democracia. Ese apretujamiento de culos y de sobacos y de patas de los estadios es para mí la viva, vociferante, copia del infierno: esos tufos de carne masiva que patalea, y come y bebe, el mal aliento de la turba ahíta de emociones y fritos que se desgañita, tiene para mí algo de las turbulencias de la muerte. Además, pienso que uno tiene que ser muy sabio o muy bruto para perder el control por un gol, por una zancadilla, por una patada de más aunque sea genial, en el multitudinario zafarrancho de patadas y zancadillas que es la historia humana.

Puede ser que no sea más que una prueba de mi capacidad para la envidia, que en el fondo sea un resentimiento, una manera de defenderme de mi ineptitud bien probada para el fútbol, que refuerza la ineptitud para otro montón de cosas prácticas, y que por los misterios de la racionalización de los complejos experimente esta repugnancia visceral por el fútbol, pero esto creo en últimas de todo corazón: que no pueden ser ejemplares de una civilización decente, ni verbigracias del progreso de la conciencia humana, las fanaticadas que recorren las ciudades modernas quemando autos, apedreando vidrieras, arrancando semáforos y repartiendo puñaladas porque un equipo de fútbol perdió. O ganó. Ambas cosas son un buen pretexto para ejercer los oscuros instintos de ese organismo supernumerario que llamamos la plebe, que no se define solamente (como se sabe y no se sabe) por el saldo en el banco o por la marca de la ropa del zombi de marras, sino como una condición espiritual, o mejor dicho, como un modo de comportarse, porque el espíritu como el ser es una entelequia desprestigiada hace tiempos. Lo sé, desde que le oí decir a Rimbaud hace años: patronos y obreros, todos, plebe inmunda.

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Pero la peor consecuencia del fútbol, esa mala costumbre del tumulto posmoderno, no es la degradación del individuo, que debería ser sinónimo de lucidez, en la ceguera de la turba, en la torpeza de las muchedumbres, en la estampida de la manada, turba. O sí. Esa es la peor de las cosas que tiene el fútbol en mi casi solitaria opinión. La despersonalización. La alienación radical. El extrañamiento de sí mismo en pro de los colores de la bandera de un equipo. Y qué es un equipo en últimas. Nada sagrado. Un colegio de secretarias y tesoreros, dirigidos por un playboy de mala clase en los países ricos, o por un ejecutivo de mediapetaca a veces con vinculaciones mafiosas, en los pobres. Y un tropel de muchachos más o menos multimillonarios que se compran y venden como si fueran vacas.

A mí la peor soledad se me da de cuatro en cuatro años en el Mundial de fútbol. Entonces la vida tiene para mí el sabor terrible de un domingo muy largo y muy vacío. Todos mis amigos me abandonan para embelesarse en la sudorosa batahola, para sumirse en la contemplación de la montonera de muchachos uniformados que corren detrás de una porción de viento contenido en una circunferencia reglamentaria por el placer aparente de humillar a un portero. En los mundiales la despersonalización llega a su clímax. Entonces todo el mundo, los mendigos sacoleros de las grandes aldeas latinoamericanas y los monjes del desapego de las alturas del Tíbet y el presidente de Francia y el colegio de cardenales, hacen entrega de sus responsabilidades ciudadanas, humanas, y civiles, y se olvidan de todo, mientras la casa se nos cae en pedazos. Y el grito de gooool estremece los cimientos de los edificios hasta el lúgubre Saturno. Y nadie te pregunta como antes, cómo estás, sino cómo van, como si no existieras.

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Lao-Tse pensaba que los hombres mueren porque aman la vida con demasiada intensidad. O eso dijo. El patriarca del taoísmo era benévolo. Yo siento más brutalmente, más cruelmente, que lo que los hombres aman con tanta intensidad no es la vida, sino la no vida, la fuga de la vida, el exilio del ser, el desafuero. Porque no soportan demasiada realidad, según dijo el poeta anglocatólico, y se niegan a reconocer su podrida situación siempre inope, siempre en penuria, según el filósofo alemán.


El fútbol pertenece a la categoría de las drogas de evasión, como las religiones burocráticas, el opio y la cocaína. Y cuenta (como las religiones burocráticas, el opio, la cocaína) y la pornografía y la guerra, entre las más poderosas multinacionales en la crónica de la criminalidad moderna. Aunque parezca exagerado, así parece: ni más ni menos.

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