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13 de septiembre de 2001

El discreto encanto de las feas

Después de ocho años de no escribir para ningún medio impreso en colombia, el libretista de televisión más exitoso de latinoamérica lo hace en exclusiva para SoHo.

Por: FERNANDO GAITÁN

Al parecer me convirtieron en un experto en feas. Y, bueno, no puedo ser malagradecido con un tema que me ha dado tanto. Simplemente me parece paradójico escribir sobre ellas precisamente en esta revista donde hay que mirar las fotos de sus mujeres con el cardiólogo al lado. Es como llevar una fea a una fiesta de reinas.

Y es que en realidad el género masculino elude el tema de las mujeres feas. Es algo que corresponde a la naturaleza del hombre. Desde pequeños nos imponen unas responsabilidades que cargamos de por vida. “Cuando seas grande tendrás que ser un gran profesional, y responderás por tu esposa y tus hijos”, le dicen a uno los tíos y los padres y las primas y los vecinos. Desde entonces uno lleva una mujer en la cabeza y, si bien es una imagen fantasmal, lo que uno sí tiene claro es que se trata de una mujer bella. Ningún hombre sueña con enamorarse y, menos, con casarse con una fea. Ninguno lo tiene como propósito, como sí lo tiene el afán y el empeño titánico de lograrlo con una bella.

Eso tiene que ser parte del éxito de un hombre. Porque un hombre exitoso enamorado de una fea, pone en tela de juicio su éxito. Y en esto son implacables tanto los hombres como, especialmente, las mujeres. Son las más crueles. “¿Cómo hizo esa tipa para atrapar a semejante galán?, ¿qué le hizo?, ¿el tipo ya habrá consultado con su bruja de cabecera?”. Los hombres son menos implacables. Hay cierto grado de solidaridad. Ninguno está exento de terminar en brazos de una fea. Pero, igual, el éxito queda en duda. ¿Para qué triunfar profesionalmente, para qué ser atractivo si uno va a terminar sus días al lado de una fea?, se preguntarán descorazonados.

Por el contrario, el hombre que exhibe una mujer bella (porque algunos las exhiben) es como si exhibieran el éxito. Y esto hay que admitirlo. En esta sociedad, para los hombres es tan importante exhibir un buen carro como exhibir a una bella mujer.

Es más. Hay momentos en que las conversaciones entre hombres sobre mujeres bellas adquieren la misma intensidad que cuando discuten sobre carros. Se analiza pieza por pieza, se discute acaloradamente sobre cuál es mejor, se fantasea, se sueña con tenerlo o con tenerla.

Ahora, también hay que admitir que el tipo que sale con una mujer bella y, sobre todo, muy llamativa, de inmediato se pone en la hoguera de los comentarios de parte de sus congéneres. “¡Qué mujersota!”, y acto seguido, al ver a su compañero: “¿Y quién es el imbécil (por no usar palabras procaces) que está con ella?”. Jamás los hombres admiramos al sujeto, nos parece que sea quien sea es un aparecido con suerte, que no se la merece.

¿Seducción fatal?
Los hombres indiscutiblemente nos enamoramos por los ojos. Las mujeres nos entran directo por la retina y creemos que nos llegan al corazón en cosa de segundos. Cuando uno ve las fotos, o mejor, cuando conoce personalmente, por ejemplo, a uno de esos pecados terrenales que aparecen en esta revista, cualquier hombre puede aventurarse a decir a los pocos segundos: “Me enamoré, me caso”. Las mujeres bellas tienen ganada la batalla de la seducción, prácticamente no tienen que esforzarse por cautivar a su compañero de turno, más bien le dejan a él el trabajo de bajarle el cielo para seducirlas.

En el caso contrario, ningún hombre cuando ve a una fea se queda mirándola perplejo, ni alucinado, y menos va a gritar: “esa es la mujer de mi vida, la madre de mis hijos, me caso”. No conozco al primero. En realidad a las mujeres feas les aguarda un panorama intrincado en el terreno de la seducción. Y cuando lo logran, dicen, son las mejores. Un amigo me decía que le encantaban las feas y que se había convertido en todo un experto en ellas, porque son agradecidas. Las feas lo hacen con arrojo, no se guardan nada, saben que se pueden estar jugando su última
carta, así que se juegan todos sus restos.

Es una crueldad. Cuando un hombre juega a la seducción con una fea por lo general lo hace como un pasatiempo. Y mientras ella seguramente aguarda que los resultados de su faena amorosa se traduzcan en una relación estable —o, cuando menos, en la llamada de cortesía del día siguiente—, el hombre continuará en la eterna búsqueda para encontrar en un rostro hermoso el fantasma de la mujer que le exigieron desde la infancia. Siempre se cree que en esa mujer bella están las claves de la felicidad. Es como una forma de asemejar belleza con felicidad. La búsqueda puede ser eterna, tal vez la muerte lo sorprenda antes de encontrarla. “Los hombres persiguen a las mujeres porque tienen miedo de morirse”, decía Olivia Dukakis en una película.

Ciclón sexual
“Mientras aparece la mujer ideal uno se casa con otra”, dicen por ahí. Y creo que aquí radica la trampa del amor. Cuando menos este principio me sirvió como eje argumental de Yo soy Betty, la fea, la historia de un hombre que, como todos, busca la felicidad en las mujeres bellas. Y en esa búsqueda infinita, se encuentra con una mujer que, está seguro, no es la mujer de su vida, empezando por el simple e inexorable hecho de que es fea. Y vive con ella, como muchos, con mujeres que no son las soñadas, un periodo que considera transitorio mientras aparece la mujer ideal.

En medio del juego, se va enredando, poco a poco, en las telarañas de la sensualidad de aquella mujer que ama en la oscuridad. No se encuentra con el ciclón sexual del que habla mi amigo, sino que más bien se sumerge en un cuerpo que lo anhela, en medio de una dulzura maravillosa. Con ella navega en un mar oscuro e incierto, experimentando sensaciones desconocidas, que con el alba no son otra cosa que las claves de su propia sexualidad. Tarda mucho en reconocer que está atrapado en la naturaleza asimétrica de aquella mujer, en su selva de sentimientos y en la geografía de su cuerpo en la que se extravía cada vez que la posee.

Cuando acepta que no es la mujer que le inculcaron, ni con la que soñó, pero que es la mujer de la que no quiere separarse ni un solo instante, entonces desiste de buscar a la mujer bella que se comprometió a encontrar, termina su ansiedad, encuentra la paz. Tal vez, descubre, entonces, que el fantasma de aquella mujer que lleva desde niño está allí, durmiendo a su lado, bajo una piel que no fue la prometida, pero que es la que anhela.