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10 de diciembre de 2003

El nombre del enemigo

Por: Efraim Medina

1. Habían pasado tres meses y catorce días desde que las vieron por última vez. Los testigos habían dicho que tres sujetos fuertemente armados habían obligado a su esposa y a su pequeña hija a entrar a un automóvil rojo y que la niña había perdido uno de los zapatos. Ese zapato ahora colgaba en su cuello mientras recorría, igual que cada tarde desde el secuestro, las zonas aledañas al Parque El Virrey. Los detectives de la policía le habían repetido hasta el cansancio que los secuestradores no iban a ser tan estúpidos de ocultarse justo en el mismo sector donde habían tomado a sus víctimas y él estaba de acuerdo, pero no podía hacer otra cosa que girar y girar entre aquellos edificios. Cada vez que paraba a tomar aire era un infierno, sentía que si se quedaba inmóvil cinco minutos iba a morir de angustia. En las madrugadas entraba a su casa como un fantasma y se quedaba dormido en cualquier rincón. Su sueño era breve y agitado; apenas abría los ojos iba de un lado a otro de la sala esperando una llamada que avivara o destruyera para siempre la ilusión de encontrarlas. En el interior de la casa, el polvo y los insectos habían ensanchado sus dominios. Había botellas vacías y restos de comida sobre los muebles. Las ventanas llevaban demasiado tiempo sin abrirse y el olor a humedad lo invadía todo. Al principio, los parientes y amigos cercanos habían tratado de darle apoyo, pero con el correr de los días, sus visitas se hicieron más espaciadas, hasta desaparecer. La sensación de soledad se hizo casi insoportable e incluso llamó a varios de ellos para insultarlos. Se sentía traicionado, pero luego tuvo que entender que cada quien tenía sus propios líos y que ese era el límite de cualquier amistad o afecto. Mientras iba y venía por la casa, los recuerdos y un sentimiento de culpabilidad lo acosaban. Observó el cristal de las ventanas oscurecido por el polvo y el lugar de la sala donde debería estar el árbol. En ocho días sería Nochebuena y su hija cumpliría cuatro años. Fue a la cocina por un trapo y empezó a limpiar las ventanas, luego trajo una caja del garaje y la vació sobre la mesa del comedor. Los adornos y la estructura del árbol saltaron en todas las direcciones. Lentamente armó la estructura, la llevó a la sala y luego empezó a poner los adornos. Rabiosas lágrimas le quemaban el rostro recordando que hacía un año se había negado a ayudar a la niña a decorar aquel árbol por irse a un motel con una tipa de la empresa. De su mujer también se había distanciado por la supuesta aparición de numerosas citas y reuniones de trabajo. El marido de su amante era el jefe de seguridad de la empresa. En la cama del motel solían reírse de sus parejas, les parecía gracioso que les tuvieran tanta confianza o que un jefe de seguridad se descuidara tanto. Pero ahora, en lugar de risa, una cosa dura y afilada destruía su garganta. En los últimos días comer era una tortura y por su aspecto parecía como si una enfermedad lo estuviera devorando poco a poco. No le pedía mucho a la vida, sólo verlas una vez más para decirles cuánto las amaba y le dolía haberles fallado. Con la amante había terminado una semana después del secuestro.


2. Los árboles del parque estaban repletos de frutos luminosos, los niños corrían de un lado a otro y los padres vigilaban de cerca. Algunas personas lo saludaban de haberlo visto vagar por meses en el vecindario. Si veía alguna cara nueva le mostraba las fotografías en busca de alguna pista, pero la respuesta seguía siendo negativa. Era 23 de diciembre y las caras se veían radiantes. Siguiendo su rutina, recorrió una y otra vez aquellas calles tratando de calmar la ansiedad, pero el ambiente navideño lo hacía sentir peor. Las horas se escurrieron lentamente y el parque se fue quedando solo. Él siguió girando por aquel laberinto, seguido a veces por algún perro callejero. Le costaba entender que no mandaran alguna señal, se suponía que ellos debían exigirle dinero para entregarlas. ¿Qué otra razón podían tener? Él no tenía enemigos ni estaba metido en negocios raros, era sólo el gerente de una empresa dedicada a la fabricación de estufas integrales. Quizá se habían confundido de objetivo y ahora no sabían cómo ordenar las cosas. Un chico se acercó a venderle cigarrillos, compró dos paquetes. Enseguida se arrepintió y se quedó con uno, no podía gastar dinero porque en cualquier momento podían llamarlo. Había renunciado al trabajo porque no podía concentrarse en nada diferente a pensar en ellas. El dinero de la liquidación y lo que tenía ahorrado en el banco lo había reunido y metido en un caja de cartón a la espera de que aquellas personas le exigieran pagar el rescate. Supuso que ellos sabrían bien qué cantidad pedirle. Estaba dispuesto a hipotecar la casa, vender el auto o robar, si era necesario. En una banca se sentó a recobrar el aliento, a su lado había un anciano muy elegante que lo observó con indiferencia.
-¿Qué horas es?
-Hace un año que no lo sé- dijo el anciano.
-Igual no importa- dijo él.
-A usted debería importarle.
-¿Por qué?
-Parece que espera a alguien.
-¿Cómo lo sabe?
-Todos los desesperados esperan algo o a alguien.
-¿Y usted no?
-¿Parezco un desesperado?
Observó en detalle aquel rostro cruzado por innumerables líneas, los ojos eran claros y vacíos como los de un pescado. El cabello cenizo le caía sobre la frente.
-Sí, lo parece.
Se levantó para seguir girando. El anciano lo detuvo por el brazo.
-Necesito sus cigarrillos- dijo.
-Puedo darle uno.
-Todos-dijo el anciano-. Los necesito todos.
-Pero es mi único paquete.
-Entonces, lárguese.
Echó a andar y luego de unos pasos se detuvo. Sacó el paquete, regresó a la banca y se lo entregó al anciano.
-¿Nos vemos mañana?
-Sí, pero en Finlandia-dijo el anciano-. Tiene que sacarlo de ahí.
-¿Sacar a quién?
-A nadie-dijo el anciano-. Ahora lárguese.
Siguió su rutina y en la madrugada volvió a la casa. Las luces en la ventana titilaban y el árbol le daba un aire triste a la sala. Se tumbó en el sofá y se quedó dormido pensando si aquel anciano habría querido decirle algo más o si tendría algo que ver con el secuestro.


3. Al día siguiente llegó al parque con la idea de encontrar al anciano. El hecho de que supiera algo lo obsesionaba y hasta pensó en llamar a la Policía, pero recordó que en casi cuatro meses ellos no habían podido descubrir nada y lo único que le preguntaban era si tenía algún enemigo. Seguro le preguntaban lo mismo a todas las personas que tenían a alguien amado en aquellas interminables listas de desaparecidos. Imaginó a su pequeña hija y a su esposa encerradas en algún lugar estrecho y oscuro. En voz baja trató de cantarle a la niña una canción inventada por él para su cumpleaños, pero el dolor en su garganta se hizo insoportable. Recorrió una y otra vez el parque y las calles cercanas regresando cada cierto tiempo a la banca donde había visto al anciano, se maldijo por no haber hablado más con él. ¿Y si tenía algo que ver en el asunto? Sus palabras habían sido ambiguas, como si tratara de hacerle saber algo. Cerca de la medianoche vio que alguien ocupaba aquella banca y corrió creyendo que se trataba del anciano, pero era uno de los celadores del parque. El celador lo miró compasivo.
-¿Tiene un cigarrillo?
-Hoy no -dijo.
Conocía a cada celador del parque. Este era de un pueblito boyacense, tenía cerca de sesenta años y era viudo. Su único hijo había seguido la carrera militar y había muerto en combates con la guerrilla. No tenía familia y por eso sus compañeros le daban algo de dinero extra para que en fechas especiales como aquella les hiciera el turno.
-¿Ha sabido algo?
-Nada. Ayer estuve hablando con un anciano y me pareció que sabía algo.
-¿Qué le dijo?
-Bueno, me pidió los cigarrillos y luego dijo algunas cosas que no entendí bien. Pensé que vendría hoy. ¿No ha visto a algún anciano?
-No.
-Le gusta fumar, me pidió todo el paquete.
-¿Cómo era?
-Pequeño y flaco, el cabello blanco y desordenado. Su voz era muy aguda para alguien tan viejo.
-Así era don Luis Fuentes -dijo el celador-. Y no paraba de fumar.
-¿Quién es don Luis?
-Era el dueño de la tienda Finlandia, quedaba donde ahora está esa farmacia.
Había señalado con el dedo hacia el extremo sur del parque.
-¿La farmacia Fuentes? He estado allí, pero nunca he visto al anciano.
-Él murió el año pasado -dijo el celador-. Lo mataron... La farmacia es de su hijo.
-¿Quién lo mató?
-Nunca se supo, él no tenía enemigos.
-¿Cómo dijo que se llamaba la tienda?
-Finlandia. ¿Por qué?
De repente sintió que todo giraba a su alrededor. Sin detenerse a pensar corrió hacia la farmacia. El zapato de su hija se le cayó en la carrera. El celador, que lo seguía de cerca, recogió el zapato para entregárselo, pero él no se detuvo. Cuando estaba a unos doscientos metros de la farmacia tropezó con un hombre alto y robusto que corría en dirección contraria. Ambos rodaron por el piso. El celador observó la escena: el hombre alto y robusto, que tenía la cara cubierta con un pasamontañas, chocó en su caída contra un poste del alumbrado y se quedó inmóvil. Él se levantó como pudo y siguió corriendo hacia la farmacia. Cuando alcanzó la puerta golpeó y gritó con todas sus fuerzas:
-¡Salgan de allí, por favor!
Las luces se encendieron y un hombre joven en pijama se asomó en la ventana del segundo piso, a su lado había una mujer y dos niños. El hombre abrió la ventana.
-¿Qué le pasa? -preguntó extrañado.
-Hay una bomba -dijo él-. Salgan rápido.
En pocos minutos el hombre y la mujer salieron cada uno con un niño en brazos. Él corrió hacia el parque y ellos lo siguieron, entonces se escuchó la explosión y todos rodaron por el piso. Él fue el primero en levantarse. Parte del edificio estaba destruido, el aviso de la farmacia había volado. La sirena de una patrulla se escuchó a lo lejos.
-¿Y Lucas? -preguntó uno de los niños.
-¿Quién es Lucas? -preguntó él.
-Es nuestro perro -dijo el hombre joven-.
Voy por él.
-No, espere. Quédese con su familia. Yo busco a Lucas.
Entró por el boquete dejado por la explosión y llamó a Lucas.
-¿Papá?
Su corazón latió tan deprisa que apenas podía respirar.
-¿Nena?
-¡Papá, estamos aquí!
Corrió entre los escombros orientado por la voz. Al fondo, la pared de la farmacia que comunicaba con el edificio vecino se había venido abajo. Atravesó por el hueco y entró a lo que parecía ser un baño. Allí estaban su hija atada en el piso y su mujer atada y amordazada a su lado. En el otro lado había un sujeto que había quedado atrapado bajo un montón de escombros. Desató a su hija, que se abrazó llorando a él. Quitó la mordaza a su mujer y la abrazó. La niña quedó en medio de los dos, sus lágrimas se confundieron. En ese instante entraron varios policías apuntando sus armas hacia ellos. Afuera un perro ladraba. El sujeto bajo los escombros se movió y pidió ayuda.
-¿Saben quién es ese? -preguntó uno de lo
policías.
-Sí -dijo él-.Es el jefe de seguridad de mi
empresa.

Érase una vez el amor pero tuve
que matarlo

Efraim Medina Reyes
Editorial Planeta
"Me gustaba una chica y a ella sí le gustaba leer. A mí no, yo escuchaba música. Para conquistarla saqué unos libros de poesía de la biblioteca y modifiqué algunos poemas para regalárselos. Terminé saliendo con ella y leyendo por primera vez" y, poco después, escribiendo cosas como C‘era una volta l‘amore ma ho dovuto amasarlo, (así suena en italiano la primera novela de Medina, de la que la editorial Feltrinelli ya ha vendido 40.000 ejemplares) y Técnicas de masturbación entre Batman y Robin, publicada por Editorial Planeta en nuestro país y hace dos meses por Editorial Destino en España. Su próximo hit saldrá bajo este título: La sexualidad de la pantera rosa.

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