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15 de junio de 2004

El placer de no tener niños cerca

Nada como un domingo sin berridos y sin tener que exaltar las ridiculeces de los programas infantiles, como les ocurre a tantos padres, abuelos y tíos.

Por: Fernando Toledo

Nada como un domingo sin berridos y sin tener que exaltar las ridiculeces de los programas infantiles, como les ocurre a tantos padres, abuelos y tíos. ¡Pobres! La placidez de vivir sin niños, esos personajes parecidos a los ninjas que le hacen la vida imposible a Bruce Lee, no hay con qué pagarla. Herodes, con todo y la mala prensa, no estaba errado: los rorros son fisgones, son húmedos, preguntan y emiten, con una potencia digna de las hienas, asonancias con más decibeles de los que soportan los oídos. Aquellos que huimos de los críos somos más felices.
No se trata de una exageración. ¿Nunca ha sentido una picazón que lo corroe cuando está en sitios públicos de los llamados con perversidad 'familiares'? Detrás de la rasquiña hay siempre un par de ojos vidriosos, clavados con ahínco de inquisidor en su organismo. La molestia es tal que, si quiere conservar la sindéresis, ha de ir al analista para convencerse, con la consiguiente sangría económica, de que usted no es un monstruo. Eso, siempre y cuando el escarabajo kafquiano no se le acerque. De ser así lo emponzoñarán efluvios viscosos cuya naturaleza paralizaría de horror a los investigadores de C.S.I. Mocos en cantidades fabriles, excreciones, helado de vainilla, Coca-Cola y otras sustancias le echarán a perder la camisa Versace que tanto le costó, el traje con el que iba a descrestar, y, lo que es peor, la salud mental. Si la agresión finalizara con la mojadura, santo y bueno; pero el drama apenas comienza: una vez ensopado, el gnomo indagará sobre toda suerte de majaderías. Usted se preguntará si no se trata de un informante disfrazado de enano. Ha entrado en un laberinto sin salida: si contesta, caerá en las garras del ave de rapiña; si no lo hace, la aparición emitirá un chillido que traspasará sus tímpanos, y los lesionará de manera irreversible, y que hará retumbar su cerebro como si fuera la gran campana de Kiev. Si se topa con un aquelarre de párvulos los riesgos se multiplican. Huya de jardines infantiles, de parques de diversión, de ciertos horarios de autoservicio, de centros comerciales y de otras atmósferas donde se concentran las macabras catervas. ¿Cómo explicar aberraciones como la de los carros imperceptibles de supermercado, empujados por sátrapas de un metro de estatura, que se enredan con el consiguiente riesgo de una fractura de fémur?, o ¿qué sentido tiene la proliferación de desaciertos como Disneylandia, Mundo Aventura o el Salitre Mágico? Quizás cobrarían lógica si estuvieran permitidos solo para mayores.
Me es imposible entender a los pederastas. No por razones morales, sino por la dificultad de admitir la existencia de individuos sin instinto de conservación. Una tía abuela, personaje equilibrado si los hubo, a pesar de ser rezandera, mujer de rosario y de misa diaria, decía con toda la razón: "Odio al Niño Dios por ser niño". Por supuesto no tuvo descendencia y detestaba a los sobrinos.