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14 de noviembre de 2007

El último día de un billete

Por: Jorge Franco
| Foto: Jorge Franco


La cara de Jorge Eliécer Gaitán está llena de arrugas. Muchas más de las que alcanzó a tener a sus 50 años, cuando fue asesinado en Bogotá. Un enorme surco le cruza la frente por encima de las cejas y como también le cortaron la cara, una cinta trata de cerrar la herida de arriba abajo. Tiene la piel curtida por la mugre y por el manoseo repetido infinidad de veces. En ilimitadas ocasiones le han atravesado la cara con la uña de un pulgar y en otras tantas han tratado de encender un fósforo rastrillándolo sobre su humanidad. Son pruebas caseras para verificar su autenticidad, nacidas de la desconfianza congénita que padecemos cada uno de los colombianos, que nos lleva a mirar cada billete a contraluz para cerciorarnos de que no nos están tumbando. Así sea un billete de baja denominación, de ínfimos mil pesos, los mil pesitos con los que debe cargar la estampa magullada de Jorge Eliécer Gaitán. Lleva menos de un año circulando por las calles y el Caudillo ya luce tan apaleado y moribundo como en aquel histórico 9 de abril.

Es cierto que todo comenzó como un homenaje a su carrera, a su figura, a lo que representó para el país su vida y su primera muerte. Primera, porque desde que decidieron hacerle el homenaje en los billetes de mil pesos, Jorge Eliécer Gaitán muere a diario mil y mil veces más. Aquel billetico nuevo que salió a la calle, como recién bañado, comenzó a pasar de mano en mano, de bolsillo a bolsillo, de cartera a billetera. Pagó taxis, buses, compró dulces y chicles, estuvo en algún escote, recibió el calor y el sudor de muchas tetas, acompañó billetes de más alcurnia, compartió un bolsillo con los de veinte mil, cincuenta mil, se revolcó entre monedas, pasó por el delantal de un carnicero, por el del tendero, en algún momento quedó en el calzón de una puta, en la mano apretada de un policía que recibió un pequeño soborno, fue recibido con desprecio por un rico, fue limosna, completó el pago de alguna deuda, fue el mayor logro para un desplazado en un semáforo, habrá viajado del interior a la costa y allí el clima habrá contribuido a su envejecimiento, habrá pagado objetos caros o minucias, habrá sido plata de borracho o habrá caído, en plena misa, en la cesta de un monaguillo para resolver las necesidades inciertas de algún cura. El caso es que el billete y su caudillo nunca bajaron el brazo para dejar de representar el valor con el que fueron creados. Por casi un año, a veces más, a veces menos, cumplió con su función económica, ajeno a la función moral que le dio quien lo tuvo, de paso, en sus manos. Y ahora, como a todo lo que es sobre la tierra, le ha llegado el turno de morir.

Rasgado, contusionado, manchado, sucio, maloliente, remendado con cinta pegante comenzará su camino hacia una muerte digna. Y también, como casi todo lo que es sobre esta tierra, regresará a donde vino. En su caso, volverá al Banco de la República, donde meses atrás fue creado. Después de una vida intensa, más movida que la de cualquier otro billete de más alta denominación, el deteriorado billete de mil pesos va encontrando el camino que lo llevará a su final. Y ha sido, precisamente, la intensidad de su vida la que lo ha llevado a vivir menos que un billete de veinte mil o uno de cincuenta mil. Pero le queda a su favor, con toda seguridad, la de haber conocido más gente, más manos, más bolsillos y carteras que cualquier otro de los billetes mayores. Con ese consuelo de experiencia vital podrá morir tranquilamente nuestro billetico de mil pesos.

Su primera estación, luego de andar por ahí afuera cumpliendo con el deber o de juerga, será el puesto de un cajero en un banco comercial. Y será la compasión del cajero la que lo apartará de la otra plata que ha sido consignada, y lo pondrá junto a otros billetes como él, que han sido sentenciados a no regresar a la calle que los demolió. El cajero sospecha cómo fueron esos últimos días de trajín y desprecio. Más de una mano lo habrá rechazado, lo habrán mirado con asco, lo habrán comparado con un trapo sucio y más de uno lo habrá devuelto, exigiendo, hágame el favor y me cambia ese billete por uno mejor. La ironía de la dictadura de la belleza en un país de feos. Tal vez las mismas manos del cajero también prefieran la tersura de la plata joven y por esa misma razón lo aceptarán para enviarlo cuanto antes a su proceso de renovación. Al final de la jornada, entonces, el billete descansa en un fajo envejecido y aislado esperando a que las manos del cajero cuenten cuánto suman él y sus compañeros de este viaje final. Los suman porque viejos y todo, todavía valen por lo que son. Algo así como los pobres a la hora de votar.

En cualquier momento llegarán a recogerlos. No tendrán que esperar mucho a que lleguen por ellos varios hombres armados, de una de las compañías que transportan valores, para que los saquen del banco más protegidos que una estrella de cine, en medio de un ritual silencioso donde las únicas bocas abiertas, pero calladas, son las de las escopetas que los protegen hasta un vehículo de altísima seguridad. Ese trayecto, en el vehículo blindado, será su último honor, el último homenaje al valor que están próximos a perder. Con las mismas altas medidas de seguridad llega el billetico al búnker de la compañía transportadora de valores. Llega muy envuelto en bolsas especiales, marcadas, remarcadas, reselladas, enumeradas, codificadas para evitar cualquier complicación. El carro con las bolsas entra al garaje en medio de un despliegue de seguridad tipo presidencial. Hay más cámaras que hombres, más ojos vigilantes que el ojo de Dios. Tras un corto desfile, la callada escolta deposita las bolsas en una cabina. Es posible que en ese punto, quienes transportaron las bolsas ya puedan respirar, sin embargo, todo ocurre en una rutina que haría creer a cualquiera que en lugar de plata cargan sal.

El Caudillo ha hecho su ingreso a su penúltima morada. Todavía en la bolsa es un billete más aunque su suerte está cantada. Sube en ascensor al piso donde volverá a ser apartado, contado, observado, filmado desde el momento en que sale de la bolsa y entra a una de las cabinas donde una de las mujeres que cuentan, separan, fajan, empacan, despachan, lo detecta, lo vuelve a detectar, lo aparta como si pudiera contagiar a los demás billetes y lo junta con otros tan agonizantes como él. Todo ocurre a gran velocidad. Por cada cabina y por las manos de cada mujer pasa una cantidad de dinero que ninguna mente ingenua puede calcular. Sin embargo, todo ocurre en una rutina que haría creer a cualquiera que en lugar de plata cuentan páginas de un boletín oficial.

Ya no en fajos sino en pacas, el billetico vuelve a bajar en el ascensor. En su próximo viaje va a ser consignado, con otro dinero, por la empresa transportadora de valores en el Banco de la República, en este caso, en una cuenta del banco comercial. Solo que ahora, los condenados viajan en la misma paca, unidos por su mugre y su hedor. La rutina de salida se parece mucho a la de llegada. Los custodios tendrán que contener de nuevo su respiración. Aunque tienen el tiempo contado, los billeticos todavía valen. Si algo pasara en este último viaje, y por alguna acción de locos, Dios no lo quiera, el billetico volviera por la fuerza a la calle, todavía se podría comprar algo con él. Pero ¿qué, ¿qué, ¿qué? Pues cualquier cosa que valga mil pesos o sumarse a novecientos noventa y nueve mil para ajustar un millón.

Sin embargo, casi siempre, el viaje es lento pero seguro. El vehículo antitodo entra al garaje del Banco de la República, cargado de plata ajena y allí lo espera otro ejercicio de repetición diaria. Plata que llega, plata que entra, plata que pesa, bolsas y tulas que se apilan una encima de la otra, otra vez numeradas, selladas, agrupadas en torres, guardando calladas lo que contienen. El Banco de la República recibe billetes jóvenes y viejos, sin discriminación, y sus instalaciones ofrecen altísima tecnología, en espacios limpios y amplios. Allí entra, entonces, en una banda transportadora, nuestro billetico de mil y es recibido por un sofisticadísimo robot alemán. El robot avanza por los pasillos, dobla esquinas, para, sigue, se mueve como Pedro por su casa. Actúa con tanta propiedad que cualquiera creería que en verdad lo hace por cuenta propia. Con determinación programada levanta las pacas con los billetes, tanto los moribundos como los sanos, y se va con ellas para depositarlas en una inmensa bóveda. Tal vez la bóveda más grande que uno pueda conocer en Colombia.

Más adelante, en otro momento, este robot, u otro de los que se desplazan por ahí con tanta autoridad, regresa a la bóveda y en sus brazos carga de nuevo la paca sentenciada hasta un salón donde todos los billetes serán desenvueltos y puestos en grandes bandejas blancas. Cuando se abren las pacas con los billetes de mil, un olor a muerto invade el salón. Pero tal vez a algunos de ellos les quede todavía una oportunidad. El robot carga las bandejas hasta la que puede ser su última sala. Desde ese momento todo dependerá de una máquina que puede separar y contar hasta treinta billetes por segundo. Y es ella quien decide cuáles billetes volverán a la calle y cuáles tomarán el camino irreversible de las cuchillas. A estas alturas nuestro billetico, con su caudillo encintado, ha salido de las bandejas y lo han puesto en fila para entrar a la máquina que dispone igual que un dios. Lo que sigue, no durará más de dos segundos. Nuestro billete está desahuciado, la máquina lo ha detectado y en menos de lo que siquiera dura un parpadeo, ya se lo han tragado las cuchillas de alta velocidad. No hemos visto su final porque lo han triturado con discreción.

Los escombros del billete se van a sumar a una tonelada más de restos que diariamente son pulverizados y van a parar, en una primera estación como basura, en otra máquina que los revuelve ya convertidos en ripio, todos juntos sin importar el valor. Allí, agitados y mezclados sus colores y texturas, parecen más confeti que sobras de billetes. Una máquina compactadora forma luego enormes gusanos coloridos y los arroja lentamente a bolsas de basura que una vez llenas van a parar a un contenedor. A ese contenedor llegan, en ripio y solo en Bogotá, unos once mil millones de pesos diarios. Sumado a lo que otros contenedores recogen en sucursales del Banco de la República de todo el país, se estaría hablando de una destrucción diaria, y nacional, de veinticinco mil millones de pesos. Cifras que son más fáciles de escribir con letras que con números. Y números que según estos datos pueden confundir, porque cualquiera que vea las bolsas de basura, llenas hasta el borde con ripio de plata, podría pensar que es plata que se bota, cuando lo cierto es que de otra máquina están naciendo, en ese instante, otros billetes que reemplazarán a estos que, a palazos, van llenando poco a poco el contenedor. Otro billete de mil pesos, con un caudillo renovado, enaltecido y desafiante con su brazo en alto, saldrá pronto a la calle a reemplazar al que irá a parar, por los siglos de los siglos, al basurero Doña Juana. Un nuevo billete nacerá para mantener un equilibrio que no se puede perder. Saldrá a cumplir con su misión y en algunos meses regresará manoseado y maltratado a cerrar un ciclo que solo durará hasta cuando mil pesos no sean nada en nuestra economía, hasta cuando no sirvan para comprar nada y ofendan hasta a un mendigo. Entonces, los billetes de mil pesos dejarán de circular y cuando llegue ese momento también habrá que pensar en cómo salvar del olvido a Jorge Eliécer Gaitán o a cualquier otro triste héroe nacional.