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12 de junio de 2008

Exterminio

Exterminio

Por: Ricardo Silva Romero www.ricardosilvaromero.com

¿Soy yo o ese señor de verdad usó la palabra "exterminio"? ¿Todavía estaba dormido (eran las 7:37 a.m. del lunes) o en realidad leí en el periódico que un ministro viejo amenazaba con exterminar a unas personas? ¿Es mi cansancio de estos días o a la gente le pareció que sentenciar a muerte a aquellos criminales no tenía nada de extraordinario? Porque si es así, si hemos llegado ya a la escena en la que alguien puede decir "exterminar" en voz alta sin causar escalofríos, es hora de que tomemos entre todos algunas decisiones. Podemos esperar. Podemos pedirle a Dios que nos salve del dolor que tantos hombres han tenido que soportar en tiempos de guerra. Podemos ver pasar la marcha fúnebre por la calle de enfrente. Seguir día por día, anclados en esa rutina que nada tiene de malo, hasta que golpeen a nuestra puerta. O también podemos estremecernos. Ya. Ahora mismo. Y resolver que solo nos queda comenzar la historia otra vez. Desde el "no matar". Desde el principio.

Esta mañana en alguna nota de prensa (eran las 5:47 a.m. del miércoles) podía leerse la frase "efectivos del cuerpo de bomberos trabajaron para exterminar un enjambre de abejas en horas de la noche". Lo cito porque nos recuerda que "exterminar" es acabar del todo con una cosa: desterrar, devastar, desolar algo semejante a un bicho. Lo cito porque, como una persona no es ni un bicho ni una cosa, convertirse en un exterminador de seres humanos es bordear los terrenos de la psicopatía: alcanzar la gloria enfermiza de ver a los demás como una multitud de insectos, de cifras, de abstracciones. El gran interrogante es, pues, si ese ministro cansado sabe de qué está hablando, si de verdad quiere hacerles a esos criminales confusos (en parte víctimas, en parte victimarios) lo que les hicieron los nazis a los judíos en aquellos campos en Polonia. La respuesta es "tal vez sí". Tal vez lo sabe. Y qué mal que alguien pueda llegar a creer que lo que ha dicho ese irresponsable tiene algún sentido.

Porque, como dice William Munny en esa película perturbadora que es Imperdonables, "es una cosa horrenda quitarle la vida a un hombre: es quitarle todo lo que tiene y todo lo que alguna vez tendrá".

Sé que la ley imperante seguirá siendo la ley de la selva. El capitalismo sobrevivirá a todas las eras, pues es una manera civilizada de aceptar que hacemos parte de la cadena alimenticia: que como dice la valiente anciana de La noche del cazador, una de las películas más estremecedoras de la historia del cine, "este es un mundo duro para los seres pequeños". A la gente le seguirán gustando los espectáculos sangrientos, seguirá gritando "mátelo, mátelo, mate a ese hijueputa", si los gobiernos siguen plagándonos de "cuidado", "no pase", "gire con precaución a la derecha" para mantenerse en el poder como se mantiene un vigilante en un callejón sin salida. La población atemorizada pedirá cabezas ensartadas en astas de hierro si los poderosos siguen alimentando, a fuerza de perseguirlos, a fuerza de exterminarlos, a esos hombres que viven de ponernos a todos en peligro.

Yo, sin embargo, me rehúso a hacer parte del desastre. El escalofriante libro de Germán Castro sobre el holocausto en el Palacio de Justicia me ha probado hace unos días (lo terminé a una hora miedosa del jueves: las 3:13 a.m.) que la escuela de caballería que veo desde mi ventana es un camposanto sangriento en el que aún se sienten los gritos de decenas de torturados. Y tengo más claro que nunca que odio la violencia.

Me niego a creer que el acto de arrancarle a alguien la piel tiene alguna justificación aparte de "es que el hombre es un monstruo". Tomo la decisión de plantarme acá, al mediodía de este viernes, en un lugar en el que nadie tiene derecho a quitarle la vida a nadie. Repito que sé que las salas de las casas serán testigos hasta el último día de frases como "eso es: que bombardeen a esas ratas". Repito que sé que irán y vendrán los tiempos en los que las sociedades no tiemblen ante la palabra "exterminio". Sé que estos son los días de señalar a aquel que no aplaude lo mismo. Y que los parásitos del poder jugarán pronto a hacer sus listas negras. Cumplo con advertir, eso sí, que no me parece inteligente celebrar una aniquilación. Porque el exterminador tarde o temprano desconfía de todos los demás. Y aquel oportunista que en un principio lo animaba a su labor, que como es una persona también puede volverse una cosa, se le convertirá en un estorbo más en su camino.