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16 de enero de 2013

Historia de un semáforo cualquiera. Luis Rojas: el vendedor ambulante.

Vendedores callejeros a la antigua, atletas de semáforo, como Luis Rojas Pinzón, parecen en vías de extinción por lo que se puede encontrar en los alrededores de la calle 92 con carrera 11.

Por: Iván Bernal Marín - Fotografía: Jorge Oviedo

El rojo del semáforo y el freno de los carros son su señal de partida. Trota, extiende una caja, enciende un cigarro para alguien. Vadea la corriente de llantas, saca un periódico, una menta, una iglesia de cerámica, y corre. No toma, aunque sus gafas recuerden minibotellas de aguardiente y se tambalee como borracho en su contrarreloj cotidiana… debe ser por la parálisis de la pierna y el brazo derechos, o por el peso de la bandeja de madera que le pende del cuello. Solo una vez corrió sin ella: en la Media Maratón de Bogotá de 2010, y recibió una medalla. Ahora trota y trota detrás de monedas que le sirven mucho más. Hasta que el amarillo despierta el rugir de los motores y el verde lo obliga a buscar la orilla de cemento. Un chorro de humo lo baña mientras cuenta los pesos que se acaba de hacer, sus nuevas medallas. Los pulmones buscan aire. Aprieta los dientes y abre toda la boca, como en una sonrisa.
Vendedores callejeros a la antigua, atletas de semáforo, como Luis Rojas Pinzón, parecen en vías de extinción por lo que se puede encontrar en los alrededores de la calle 92 con carrera 11. Tras una breve caminata, cualquiera comprueba que el reino del rebusque hoy es dominado por razas evolucionadas: acróbatas, puestos estacionarios, surfistas de busetas, músicos, artesanos.
Él es un sobreviviente de otras épocas, que espera que el semáforo de la calle 94 con carrera 15 vuelva a darle la señal roja todos los días, desde las 7:00 a.m. hasta las 4:00 p.m. Y vende diarios impresos y cigarrillos, como si internet y la discriminación preventiva no estuvieran dejando en el pasado ambos productos. Reflejo de un aspecto de su personalidad: su añoranza de tiempos que supuestamente fueron mejores.
En su metro y medio de estatura están vertidos algunos de los principales rasgos de la realidad que le tocó. Es un legítimo habitante del tercer país más desigual —y supuestamente también el más feliz— del mundo. La respuesta es Colombia. Marcado desde su nacimiento por la pobreza y los errores médicos, condenado a padecerlos hasta la vejez, rematado por una violencia que creía ajena, aferrado al único trabajo que aprendió, con fe, aunque cada vez venda menos. Y, a pesar de todo, con un optimismo que franquea los límites entre lo descabellado y lo esperanzador.
“No necesito eso, yo ya soy famoso”, responde, por ejemplo, cuando se le pide permiso para tomarle fotos. “A mí todo el mundo me conoce”, termina la frase abriendo los dedos de una mano torcida, irguiéndose hacia atrás, solemne ante la obviedad. La pose se esfuma, los ojos se empequeñecen tras los lentes y la pianola de dientes se revela amarilla y puntiaguda, en una carcajada de hiena.
Costras de mugre cubren sus arrugas. Tiene la piel tostada. Viste cuatro chaquetas, además de chaleco. Es necesario detenerse un momento para notarlo en sus carreras entre camionetas y buses, frente a las vitrinas del banco Helm y la cooperativa Coomeva. Ha pasado los últimos 50 de sus 64 años revoloteando en esa esquina, fundiéndose con el ruido y el trajín bogotano hasta hacerse imperceptible para el transeúnte afanado. Solo cuando el paisaje se queda quieto, en las noches, el vacío que deja su ausencia hace preguntarse qué, o quién, suele llenar ese pedazo de la ciudad.
Son las 9:00 a.m. de un jueves. El tráfico fluye y un joven de corbata anaranjada aborda a Luis y le pide que le venda un minuto de celular. Él lo dirige hasta su acompañante, su esposa hasta hace cuatro meses, la rubia de ojos verdes Olga Edith León. Está sentada al lado de un poste de luz, en una silla Rímax igual a ellos: con manchas negras en cada centímetro. “Ya esto se puso malo. Antes tenía tres celulares, ahora toca uno solo”, dice la santandereana, mientras pasa el teléfono. Su relación con Luis tiene los mismos años que su hijo, Richard Montoya. El apellido es lo único que el padre biológico le dio al bebé. Tras el embarazo, Olga dejó su trabajo como auxiliar en una clínica odontológica, y el vigilante del lugar le comentó que tenía un hermano que vendía periódicos y cuidaba carros. Hace 22 años, cuando el niño nació, ella empezó a venir a diario a la esquina con Luis, y él comenzó a convertirse en un papá para Richard.
Olga viste un saco de una lana tan gris como el piso, unas botas de cuero con tacones y una gorra roja con una bandera de cuadros. En su espalda está colgado el muestrario de periódicos de Luis, con titulares de esa realidad que lo gestó: “Con una granada sacó a inquilinos de su vivienda”, “Calabazas repletas de marihuana”. A sus pies tiende una alfombra de plástico, llena de figuras coleccionables que ofrecen los periódicos como salvavidas de unas ventas que se hunden. Hoy exhibe carritos rojos, réplicas de monoplazas de Fórmula 1.
Las señales de deportes y velocidad no son coincidencia. El tema es una constante en la vida de Luis desde antes de que ganara la medalla por su quinto puesto en la Media Maratón, categoría veteranos. La muestra orgulloso, como si se tratara de su propio récord mundial. El tesoro cuelga de un reloj de pared en la sala de su casa. Es fácil imaginarlo viéndola cada día antes de salir, casi rezándole, inspirándose. Quizá le hace presentir una verdad de la que no es consciente: la desgracia lo persigue, pero él corre más rápido.
Fue el primero de los diez hijos de Luis Fernando Pinzón Zamora, un futbolista que enfermó y dejó de correr tras un balón para correr detrás de carros vendiendo diarios. Luis nació un 2 de noviembre en un municipio de Cundinamarca llamado Agua de Dios. El parto estuvo empapado de complicaciones para su madre. Ella solo tenía 15 años y él venía de medio lado. Tuvieron que sacarlo al mundo con unas tenazas médicas llamadas fórceps. Aunque el municipio es conocido como “el pueblo de la lepra”, no fue esa enfermedad la que le causó cicatrices y daños irreparables, sino los maltratos del nacimiento.
Un cáncer acabó prematuramente con la carrera de su papá, de quien dice fue defensa de Santa Fe durante tres años. Luis se hizo vendedor ambulante a los 14, cuando empezó a acompañarlo a él, su padre, a las calles aledañas a los negocios que montaron excompañeros del fútbol, como Hernando ‘el Mono’ Tovar. Hasta que tuvo que asumir de lleno el negocio y el cuidado de sus hermanos. Papá y mamá murieron por cáncer de pulmón, sí, causado por cigarrillos como los que vende hoy. Ese producto que lo dejó sin padres a los 32 años es el más rentable entre los que ofrece. “Es que fumaban puro Pielroja, yo no vendo eso”, dice, y pasa los dedos negros por las cajetillas que cuelgan de su cintura, como excusándolas.
El tren de las memorias de Luis sale a toda marcha, con vagones de recuerdos que se suceden uno tras otro: Millonarios sale campeón, se suma a una barra del equipo azul, viaja por carretera con otros hinchas. Sobrevive a un accidente automovilístico. Conoce el Metropolitano de Barranquilla, su estadio favorito, y los parques de Bucaramanga, su ciudad favorita. A los 42, sus hermanos le presentan a Olga, la vida parece buena. Una madrugada matan al dueño de la casa que está frente a su esquina, en la 94, y los hijos venden el terreno. Ahorcan a un celador en el cuarto piso de un edificio aledaño, atracan con un revólver a otro vendedor ambulante. Atropellan a uno más, “pero por borracho”. Las cosas parecen pasarles a otros, hasta que un día, en 1993, sale volando.
Cuando abrió los ojos tenía todo el cuerpo vendado. Estuvo ocho meses hospitalizado. Le tuvieron que insertar platino en los brazos. Quedaron destrozados cuando lo golpeó la onda expansiva de los 300 kilos de dinamita del carro bomba que explotó en el Centro 93, a una cuadra de su semáforo. Todavía le agradece a Olga haberlo cuidado. Y todavía odia el frío que siente por cuenta de la placa que está en su cuerpo desde entonces. Por eso se reviste con chaquetas viejas, así haya sol. El metal en los huesos le resulta una tortura, lejos de los efectos impresionantes que tiene para personajes como Wolverine en el terreno de lo fantástico. Cada noche y cada mañana, Luis siente que se congela de dolor desde adentro, desde los brazos. Sobre todo cuando debe madrugar: siempre.
Vive en el barrio Castilla, entre matorrales de monte, contenedores y camiones abandonados, torres de ladrillos y cables colgantes. Olga compró en 2002 un lote que estaba embargado. Hace poco terminó de pagar los diez millones que le costó. Lo único que revela la dirección (carrera 80 con calle 10) es que hay una ciudad entera entre su esquina y su cama.
Un muro de diarios viejos separa la sala del comedor. Hay manchones de cemento aquí y allá, los tacos de energía eléctrica están destapados y un afiche de un barco industrial adorna una pared. Tiene apenas seis baldosas de ancho, pero ya han pegado los primeros ladrillos del cuarto piso. Hasta allá llevan los periódicos a Luis. Debe cargarlos en un maletín y salir a buscar TransMilenio cuando el reloj marca tortolito común con gorrión cantor; porque la hora la dan dibujos de aves con sus nombres, en vez de números, y tortolito con gorrión significa que son las 5:00 a.m. En lugar de péndulo, se balancea la medalla.
Era natural que la ganara con el ritmo que fue obligado a seguir desde adolescente. A las 7:00 a.m. debe estar en sus marcas. Trota cientos de kilómetros a la semana en un mismo tramo de la carrera 15, entre los carros de los consumidores de cigarrillos, dulces y noticias que van rumbo a sus oficinas. “No fumo, no tomo, nada de vicio. Por eso tengo mis medallas colgaditas”, no se sabe si se refiere a la que está en el reloj o a la palangana llena de productos que lleva colgada al cuello.
Luis está seguro de que la venta ambulante es todavía un buen negocio. “Sí da, siempre que sea juicioso. Si se va a jartar, a jugar billar, no”. Hasta hace unos años vendía 100 periódicos al día, ahora es afortunado si alcanza los 25. Solo lo logra “cuando hay buenas noticias”. ¿Y qué es lo bueno? Lo que vende. Pero su franqueza para responder lo haría parecer un sádico, puesto que incluye en esa categoría de buenas noticias la muerte de Colmenares, el suicidio de Lina Marulanda o el paro universitario. “¡A las ocho ya había vendido todo!”. A cada impreso solo le saca 200 pesos. Una cajetilla de 20 cigarros, en cambio, la consigue en 2500 y se la pueden comprar a 6000 pesos. Vende unas seis diarias. A la semana se gasta un par de paquetes de 12 cajetillas. Cada martes se los lleva hasta el semáforo un tipo motorizado, el mismo que hace décadas necesitaba venderlos, y al pasar por el lugar encontró en Luis a un distribuidor. Si le va bien, se llevará alrededor de 35.000 pesos al atardecer. Por la zona no se consiguen almuerzos a menos de 10.000 pesos. Pero Luis tiene resuelto el tema: una cocinera de un centro médico cercano le lleva un plato de comida si él le cambia billetes grandes por dinero sencillo; entonces, ella le pasa 250.000 pesos que él se encarga de canjear por monedas con sus “amigos” buseteros, y de paso come. Aunque a veces, como hoy, no le traen nada. Y se devuelve a casa con un hambre que supera el cansancio.
Debe acercarse los billetes y monedas hasta la nariz para distinguirlas, pues está en una carrera por quedarse ciego: ha perdido el 75 % de la visión. Debe operarse, lo sabe, pero ahora “con todas las EPS emproblemadas por corrupción, no me arreglan nada. Estoy peleando por eso, pero a ellos no les importa. Todos los días salen pacientes muertos en salas de espera… ¿entonces?”.
Se aleja de esa triste realidad en un chasquido. Se refugia en su convicción de que es “el rey del periódico”. Quita los carteles viejos de los postes, explica direcciones, no deja que ningún otro vendedor se instale allí. A lo largo de una jornada, pasan a saludarlo decenas de recepcionistas, vigilantes, mensajeros, choferes, meseros. Aunque no pueda estrecharles la mano, por sus tendones dañados, y solo los reconozca cuando hablan. A esto se refiere con ser famoso. En sus 50 años en la zona se convirtió en un punto de encuentro para muchos.
Desamarra sus cosas del poste, barre los alrededores, carga el maletín y empieza a alejarse. Tropieza cada 2 metros, incapaz de prever cada andén o desnivel a su paso. Se inclina hacia adelante y hacia atrás con brusquedad, y su mano convulsiona al aire, en lo que parece la danza de un borracho. Pero no cae, se estabiliza y sigue recto como si nada hubiera pasado. Aprendió a equilibrarse así, bailando la tragedia que le tocó. Donde otros veían una señal de “pare”, tuvo que descifrar un “salga adelante”. Hay luz roja otra vez, pero ya el medallista del semáforo trotó. Ahora cruza la calle caminando. Son más de las 4:00 p.m. y la única meta que importa es un colchón.