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10 de septiembre de 2007

Crónica

Hombre por un día

Con escasamente un metro y medio de altura y cuarenta kilos, la escritora Pilar Quintana se convirtió en un hombre para internarse en los mundos prohibidos para las mujeres, y sintió pena por el sexo fuerte.

Por: Pilar Quintana
Me hice lustrar los zapatos mientras leía la revista SoHo, y les miré el culo a las viejas. | Foto: Pilar Quintana

Entré al baño, me quité la ropa frente al espejo. Debajo del top todavía quedaban las dos vendas que me habían estado aplastando el pecho. Despegué el velcro, empecé a desenrollarlas. Por fin, mis tetas quedaron al descubierto, me las miré con alivio.

Nunca he tenido la disciplina de lavarme la cara después de la rumba; esta vez sí lo hice. Eran las 2:30 de la mañana y estaba exhausta. Pero aún no me sentía cómoda del todo y tuve que depilarme las cejas, bañarme, peinarme de la manera más femenina que pude y hasta ensayar gestos de coquetería barata como si en vez de acostarme a dormir fuera a salir con un tipo.

Así terminó el día en que me hice pasar por hombre. Fue como si quisiera eliminar hasta los últimos rastros de mi pretendida masculinidad, fue como si necesitara afirmar que yo era mujer.

Había pensado que ser hombre sería una experiencia divertida y lúdica, un equivalente a disfrazarse en Halloween. Por supuesto tuvo mucho de eso: me salí por un rato de mí misma y fui otra persona; pude descuidar mis modales y sentarme con las piernas abiertas, caminar desgarbada y sacar barriga; visité sitios a los que ninguna mujer tiene acceso.

Pero también fue una experiencia dura. Padecí las cosas que les duelen a ellos y bordeé sus territorios oscuros. Unas veces me sentí conmovida, otras, triste y agredida. Y al final, la sensación que prevaleció fue de contento con la naturaleza por haberme tocado en suerte el par de cromosomas X que decidieron mi sexo.

Era el último plan de la noche y el más ambicioso: levantarme una vieja. Había un grupo de salsa en vivo, la pista de baile quedaba en el centro. El sitio era pequeño, la clientela escasa, mis opciones pocas.

Había dos bohemias de camisas hindúes sueltas y accesorios artesanales indígenas. Eran guapachosas y liberadas. No se quedaban esperando a que los tipos las sacaran a bailar, eran ellas las que tomaban la iniciativa. A mí ni me miraron. Había una cantante que descansaba entre tandas. Era negra y voluptuosa y era la más solicitada. A esa la deseché yo, no podía aspirar a tanto. Había unas que estaban emparejadas y otras que tampoco contaban porque eran amigas de la gente que andaba conmigo y conocían la farsa. Y claro, había una gordita fea (pero queridísima) que se veía muerta de ganas de que la invitaran.

Nos sentamos en la mesa de las conocidas. La que me tocó al lado me saludó por obligación y acto seguido me dio la espalda. Así me advertía que yo no le interesaba en lo más mínimo. Aunque sabía que en realidad no era hombre, no se arriesgaba a ser simpática conmigo y que de pronto me entusiasmara.

Entonces supe que mis aspiraciones debían sufrir un recorte drástico: lo máximo que me quedaba esperar, si acaso, era que alguna vieja aceptara bailar conmigo… Aunque fuera la gordita fea.

Me metí un aguardiente, había que darse valor. Acercarse a una desconocida no es fácil, el miedo al rechazo amedrenta. Para ser hombre hay que tener cojones y los míos eran no solo improvisados, sino insuficientes: un rollito de medias de bebé que había comprado por la tarde para que abultara en el sitio indicado. Me metí otro aguardiente.

Al otro lado de la pista se instalaron tres candidatas nuevas. Eran cuarentonas y no eran feas, pero eso no fue lo que hizo que me decidiera por ellas. La gordita había tenido tiempo de analizarme, en cambio las cuarentonas estaban recién llegadas y el factor sorpresa era una ventaja.

Elegí a la que no podía verme y le llegué así, marrulleramente y por la espalda. Se la toqué y ella se volvió. Apenas si se detuvo un segundo en mi cara, y con eso ya le bastó para voltearme la de ella. Ni siquiera me dio tiempo de decirle nada y yo, no sabiendo cómo manejar el desplante, patético y desesperado, me dirigí a su amiga y le pregunté que si ella sí bailaba.

—Más tarde, más tarde —mintió con la conmiseración que se emplea con los anormales y los deformes.

Volví a mi mesa. La mujer que me había tocado al lado se había ido, en su lugar estaba Santiago. Habíamos estado juntos casi todo el día, había sido lo más cercano al amigo del personaje masculino que yo representaba.

—Eso es lo que nos pasa a los hombres —me dijo.

Las cuarentonas se habían puesto a bailar en la pista, prefirieron hacerlo sin pareja que hacerlo conmigo. Ya sé que lo hicieron porque querían bailar, soy mujer, ya sé que su intención no era ser crueles. Pero, desde el punto de vista de un hombre, eso fue lo que me pareció.

—Y uno no entiende —continuó Santiago— y uno se pregunta "¿qué tengo de malo?", "¿será que huelo feo?".

Yo sí entendía. Yo había hecho eso mismo a muchísimos hombres. Es más, si a mí me hubiera sacado a bailar un tipo como yo, le habría dicho que no.

Mido 1,53 m y peso 40 kilos. No es fácil encontrar ropa que me quede buena, ni siquiera entre las tallas petite. Mis facciones son finas, mis cejas unos hilitos, mis muñecas estrechísimas. Todo en mí es diminuto hasta para una mujer; antes de verme transformada me había preguntado qué tipo de hombre sería.

Cuando vi el vestido que iba a ponerme, supe que aquello de "hombre" estaba muy lejos de mis posibilidades. Parecía para el protagonista de una primera comunión, si acaso yo llegaría a hombrecito.

Me lo puse después de fajarme las tetas y afeitarme la cara (lo hice de verdad: espero que no me empiece a salir un bigote espeso y pronto se verá que no lo digo solo por vanidad). El cuello de la camisa y la corbata apretaban, pero no los encontré tan incómodos como había esperado. Ni entonces ni después de varias horas de uso. Señores: siéntanse afortunados, el brasier es peor.

Luego empezó la transformación de la cara. Para definir más las facciones me oscurecieron las ojeras y los pómulos. Me corté un poco el pelo y optamos por dejarlo suelto, así se escondía la línea suave de mi quijada. Por último, me pusieron el bigote.

El pegante olía a orines de gato y los pelos, que eran naturales, picaban. El bigote me picó desde que me lo puse, me picó todo el día, me picó tanto, que en ningún momento perdí conciencia de que lo tenía. Estorbaba en mis comidas y se metía en las bebidas. Se untaba, se manchaba, se mojaba; quedaba oliendo a lo que había comido y había que pasarle la lengua para retirarle los restos que recogía y chuparlo para absorber el exceso de jugos que acumulaba y, como nada bastaba para dejarlo presentable, había que dedicarle una labor metódica y escrupulosa de aseo con la servilleta.

No sé si todo eso se debiera a que era falso, pero si así es como se comportan los bigotes verdaderos, no comprendo por qué existen hombres que se lo dejan. Señoras: siéntanse afortunadas, el bigote es peor.

Mi bigote era ancho y tupido. Era una escoba ordenadísima que me cubría por completo el labio superior. Era un bigote de ganadero, de hombre rudo, de mero macho. Era el único rasgo verdaderamente varonil que mi fisonomía de muchachito enclenque y afeminado ostentaba.

Cuando alcé los ojos y me vi por primera vez con bigote, vi a mi papá. Fue una ilusión pasajera e intimidante que volvería a asaltarme a lo largo del día cada vez que me encontraba por sorpresa en algún reflejo.

Tras un examen más minucioso decidí que yo pertenecía a una categoría de hombre, rara, sí, pero que se daba en este mundo tan ancho. Santiago, no sé si por darme aplomo, estuvo de acuerdo. Cuando le agregamos gafas a mi atuendo pudimos definirla: Profesor lituano-argentino experto en ufología.

El modo de caminar ya no representaba retos para mí. Lo tenía dominado. Me había costado trabajo, al principio me movía con la gracia de un Terminator, uno cree que el asunto radica en parecer brusco y rígido. Fue un tip de mi esposo el que me dio la clave.

—Camina como si tuvieras un par de pelotas entre las piernas.

Me bastó con imaginar el bulto para saber que tenía que separarlas un poco. Así avanzaba ahora. Estaba en la calle, rodeada de gente que no sabía que yo era mujer. Iba a probar mi hombría.

Me hice lustrar los zapatos mientras leía la revista SoHo, les miré el culo a las viejas y fui aún más lejos: me atreví a lanzarles coquetos z z zzes. Además de raro, el ufólogo era ordinario y verde. Me pareció buena señal que todas me ignoraran o me quitaran la mirada rápidamente, eso es justo lo que yo hago cuando me lanzan coquetos z z zzes. Las tenía convencidas.

Hace quince años no lo veía y ahora venía de frente. Habíamos sido amiguísimos y me hubiera encantado saludarlo. Pero no en la pinta en la que andaba. Estoy segura de que no alcanzó a detallarme, me volví a tiempo y le di la espalda, ensanchada por el blazer y las hombreras. No me había alejado dos pasos con mi caminado experto de macho cuando oí el grito emocionado de mi amigo: "¡Piliiiiiiiiiiiiiiiiiiii!"

Bueno, quizá no las hubiera dejado tan convencidas.

Cuando a uno le dicen que un sitio es prohibido para mujeres, uno se figura cosas. No sé, ambientes sórdidos, elementos provocativos en las paredes. O por lo menos, espera descubrir a los hombres comportándose en formas nunca antes vistas.

El bar del segundo piso me decepcionó. La decoración era sobria, el salón pequeño y acogedor; los cuadros, unas caricaturas inofensivas. Era un lugar normal en el que había señores normales que comían almuerzos normales con modales normales. La mayor extravagancia era la cabeza disecada de un alce, un trofeo de cacería.

Pero era solo para caballeros y yo estaba dentro.

Si me dejaron entrar al salón exclusivo para señores de uno de los clubes más prestigiosos y tradicionales de Bogotá no fue porque de alguna retorcida manera mi apariencia hubiera logrado engañarlos. Santiago vio que en la orden, junto a los nombres de los platos y jugos, el mesero había anotado la palabra "bigote". Yo era mi bigote, me tenían fichada.

Sin embargo no iban a preguntarnos si el señor era en realidad una dama. Eso hubiera sido una indelicadeza, una grosería, una falta de respeto imperdonable y el personal del club está demasiado bien entrenado. Qué tal que les hubiera presentado una prueba irrefutable, qué tal que yo fuera un caso desesperado de deficiencia hormonal. Si me dejaron entrar al bar del segundo piso fue por escrúpulo.

Los niños se espantaban cuando me veían, los transeúntes me esquivaban, los dependientes de los almacenes me huían. Nadie me sostenía la mirada. Ni siquiera cuando me recortaron el bigote y mi look se hizo más informal, ni siquiera de noche cuando la penumbra matiza todas las cosas. En un billar, un tipo malencarado y agresivo me siguió hasta el baño e intentó encerrarse conmigo.

—Orinemos juntos —ordenó.

Yo abrí la puerta y me escapé como pude. Cuando salió me buscó para decirme: "La pillé". No lo hizo con picardía, lo hizo con ira. Hasta Santiago me trataba de manera distinta: a ellos les hablaba de usted, a mí de tú.

Yo era un freak. Una criatura grotesca que intimidaba indistintamente a hombres y mujeres, grandes y chicos. El tipo de individuo que deambula solitario por las fiestas y los lugares nocturnos y hace que uno le diga a la amiga: "Marica, escondámonos que ahí viene otra vez el enanito raro ese". Sin embargo, ella me miraba como si fuera un plato exquisito y se estuviera muriendo de ganas por devorarme.

Salió con un diminuto vestido de marinera fogosa. Se lo fue quitando lentamente, al ritmo de la música. Se acercaba como si fuera a tocarme, cuando ya iba a hacerlo retrocedía. Me incitaba a que la tocara, cuando ya iba hacerlo me lo impedía. Me ofreció su ropa íntima, me mostró más allá de lo permitido, me puso las nalgas prácticamente encima. Era insinuante y provocadora. Era ardiente. Era hermosa. Se llamaba Yensi. O eso dijo. Tenía un morado en la pierna porque se había golpeado con un mueble. O eso dijo. Y su comedia no consiguió engañarme ni por un segundo. No me hizo desearla ni me hizo sentir deseado. Me hizo sentir humillado: había tenido que pagar para conseguirla.

Salí del striptease con un sentimiento parecido al que deja el sexo sin amor. Triste y vacía, como en la canción de Héctor Lavoe. Se me acercó un indigente. Me miró directo a los ojos. Ninguna otra persona, aparte de mis conocidos, lo había hecho en todo el día. Me estrechó la mano.

—Usted es mujer —dijo.

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