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1 de diciembre de 2010

Zona crónica

Infiltrado en una maratón de conquista

El periodista Carlos Vallejo se metió en un speed dating, esa serie de encuentros donde varios hombres y mujeres se permiten pocos minutos para conocerse. ¿Es posible encontrar aquí el amor de la vida?  

Por: Carlos Vallejo

Mi último desastre amoroso no terminó con la gota que rebosó la copa, sino con algo más contundente: “La gota que rompió la represa”. Como si buscara salidas fáciles, voy a un speed dating, una actividad para encontrar a mi media naranja entre un grupo de desconocidas, una práctica gringa que aparece en varias comedias románticas de Hollywood y que está entrando en Colombia.

Todo empieza visitando www.speeddatingincolombia.com. Una de las opciones del menú está resaltada: Event – Sign-Up (inscribirse al evento). Allí anuncian las próximas actividades con fechas y lugares: Single Women & Men (hombres y mujeres solteros) y Speed Networking (redes rápidas de negocios). Gran segmento para negocios: solteros y desempleados. Mejor dicho, la página de los fracasados. Registro mis datos personales, pago 40.000 pesos con tarjeta de crédito a través de PayPal y me convierto en uno de 10 hombres o más que se encontrarán con 10 mujeres o más en un bar. Me darán un trago y pasaré por las mesas de cada una para hablarles siete minutos y, según la página, “crear química”. Una reacción rápida. Dejaré una planilla con mis evaluaciones y, si me eligió alguna, me avisarán al día siguiente.
 Lo más seguro es que no le guste a ninguna. Primero, no soy extranjero, lo que creo que buscan. Segundo, uno de los supuestos objetivos es practicar inglés, pero el mío es apenas un poco más fluido que el de Yeris Paola ‘félicing de estar in cartagenin hilton’ Sepúlveda. Y tercero, buscarán un prototipo de profesional exitoso, con carro y bien vestido. Pero yo todavía me visto como adolescente y ando en bicicleta. Así comienza esta tragedia romántica. 
En Hitch, una película con Will Smith, hay un speed dating. Smith dice que aceptó el papel porque en la primera línea del guión su personaje decía: “No hay ninguna mujer que se despierte sin ganas de ser enamorada”. El bodrio me da esperanzas: en la escena de marras una mujer grita que lleva un año sin follar, lo que confirma mi idea de que para hacer esto hay que estar desesperado. Estar urgido por echarse un polvo. No ser muy hábil para las relaciones. 
El bar se llama Pa’ LoBonito. Todo ocurrirá en un salón con 20 mesas, cada una con dos sillas enfrentadas y manteles blancos, junto a una tarima en la que podría estar Mauricio y Palo de Agua. Me siento a una mesa, porque se supone que la función empieza a las 6:00 p.m. y yo llegué temprano. Tres cervezas después no ha pasado nada. Solo llegan hombres y mujeres que forman pequeños y risueños grupos en una zona de luz tenue entre la barra y el salón. Es evidente que muchos se conocen y que yo, sentado solo, podría convertirme en el raro del speed dating. Eso sí que sería raro, entonces voy allá y veo entre los grupos a un encorbatado solitario y nervioso y a un par de amigas hablando con picardía en la barra. 
Vuelvo a la mesa y llega el anfitrión, un rubio igual a Doogie Houser, el médico adolescente. Me explica que debo firmar un documento en el que lo más importante es que no se responsabilizan de lo que ocurra: si mi media naranja es una asesina serial no será culpa de estos cupidos. Me pasa un lapicero marcado con Speed dating en Colombia y un estuche de cuero con el formato para calificar a mis parejas: 1) I’m in love, 2) Interesting, 3) Maybe y 4) Not a chance. Toma un sticker, anota el número 4 y me lo pega en la camisa. Así define mi destino: soy el número 4, el tipo “not a chance”. 
El speed dating se lo inventó el rabino Yaacov Devo a finales de los noventa en Los Ángeles para propiciar encuentros en su comunidad. Miles de empresas lo expandieron en el mundo, y quien quiere hacerlo en Colombia es un georgiano que enseña inglés en el país hace siete años. Es negro, como Will Smith, y tiene nombre de gringo de película de Dago García o telenovela de Fernando Gaitán: Jason Wilson. Resulta que sus alumnos le hablaban sobre cómo hacer contactos y él, que había participado en estos eventos en Estados Unidos y conoce unos 50 casos de parejas exitosas, pensó que sería un gran negocio. Debe serlo: en Pa’ LoBonito hay 16 hombres y 16 mujeres, cada uno pagó 40.000 y el bar no cuesta porque la idea es que los clientes sigan allí consumiendo. Si pretende hacer dos eventos a la semana –y luego también en Cali, Medellín y Barranquilla–, hagan cuentas.
Wilson invirtió un millón de pesos en los lapiceros, los estuches y el sitio web. Bromea con que es una buena forma de conseguir pareja porque “hay muchas mujeres solas” y piensa que “en un bar es difícil conversar por la música y no puedes conocer a 20 personas en dos horas”. Me parece ñoño, pero un amigo cree que, al menos, es más barato que gastarse en una noche mínimo 100.000 pesos, sin garantía de levantar, en un bar. Pero lo barato sale barato: aunque pensaba seleccionarlas a todas en mi planilla para aumentar mis posibilidades de coincidencia, estas oficinistas de extroversión impostada, que esperan una emocionante aventura, solo logran aburrirme.  
Cuando llegó Wilson la música cambió del funk del bar a un jazz de soft porn con saxofones melosos. Su esposa, una colombiana que cuenta que lo conoció rumbeando y que hace cuatro meses dieron a luz a Jason Wilson Jr., me explica que está comprobado científicamente que esa música crea un ambiente romántico. Entonces Doogie Houser anuncia el inicio, con el sensual fondo musical y cada participante con su copa de vino.  
La idea es mentir para que cada encuentro sea diferente. Eso me dicen los de SoHo TV para que la nota televisiva sea más divertida que una con alguien que les hable a todas de sí mismo.  
Las instrucciones de Doogie son claras: nos sentaremos en una mesa y, para conservar el orden, nos moveremos a la derecha siempre que suene la campana. Pero cuando empieza, un fulano ebrio y estancado en los noventa, con corte hongo y camisa de rayas verticales y coloridas, se sienta donde le place y lo desordena todo. El resultado es que tengo que ir a donde caiga: una mujer que mueve ansiosa su lapicero y mira a todos lados porque nadie se sienta con ella. Nació en Arizona, es algo gorda y está aquí porque es “una buena oportunidad para hacer amigos”. Cuando dice que trabaja en la embajada gringa la señora Wilson hace sonar un pequeño gong. Eso indica que falta un minuto, pero antes de que me entere suena de nuevo. 
Me siento ante una flaca con rizos a lo Andrés Cepeda. Le digo que me gusta mucho y que quería tenerla al frente desde que la vi. Muere de risa y dice que es venezolana y profesora de redacción en una fundación universitaria. Le digo que voy a ignorar el gong y no voy a irme, que voy a calificarla con el número 1.  La siguiente rechazó una invitación a la Semana de la Moda de Bogotá por venir. “Yo también —le digo—. Igual nos habríamos conocido”, se entusiasma. Pero no, claro que no, y me voy al baño. Llego tarde a la siguiente cita, y empiezo con “qué pena, siempre llego tarde”. Pero no entiende: es una rubia enorme llamada Pía. Pía, impía, ¿de dónde es tu nombre? Dice que de Suesca, por decir Suecia, o de Dinamarca. Le hablo de un director de cine danés, Lars Von Trier, pero no tiene idea. Está aquí enseñando inglés y alemán y le va mal con el español. Le propongo que nos relacionemos y que ella practique español conmigo y yo inglés con ella. Me dice que no, que no vino para eso. “¿Entonces a qué viniste?”. “A hacer algo diferente”. “¿Diferente a qué?”. “No sé, algo diferente”. Termina el turno y le pregunto a Wilson si me pueden dar otro vino, pero no: “Solo se puede una cortesía”.  
Lucía es mi siguiente cita rápida. Es de Nueva York y también trabaja en la embajada. ¿Sacarán de acá información para dar o negar los visados, pregunta mi paranoia. Pero debo seguir adelante, y lo hago con el tema de la moda: le digo que soy productor y estoy aquí porque en mi medio es muy difícil que crean que no soy gay y no puedo encontrar el amor. Me dice que no hay problema, que puedo ser gay si quiero, y yo golpeo la mesa diciendo que soy un macho. “Está bien”, dice. Le digo que quiero encontrar el amor, y más un amor como ella, que me lleve a Nueva York. Para su tranquilidad, suena el gong. 
¿Quién soy para mentirle a una gente que viene a esto porque es su única forma de conseguir novio o amigos? Pero pienso que hay que ser muy ingenuo para venir sin tener claro que pueden mentirte. Y que la mayoría debe estar mintiendo. Al menos, eso parece. En las otras mesas todos tienen su mejor ropa, su mejor sonrisa y, seguramente, su mejor discurso ensayado ante un espejo. Sostienen la copa con supuesta elegancia, miran interesados, sonríen y asienten. Todos son la mejor persona que pueden impostar. 
Danitza. Me gusta su nombre porque es el de una tía, le digo. “¿Ella sabe que es yugoeslavo?”. No tengo idea, no la veo hace mucho, pero me parece una señal, ¿mi nombre te dice algo? No, claro que no, en qué pensaba: Carlos nunca dice nada. También trabaja en la embajada.  
La mujer de gabán blanco, según su sticker, se llama Klaudia. Le digo “cómo estás” y se carcajea: lleva cuatro conversaciones en inglés que la tienen agotada. “Soy tu salvación”, le digo, y vuelve a reír. Suena el gong y le digo que no quisiera irme. Se despide bromeando: “Nice to meet you”.  
Doogie anuncia un descanso. Voy a la barra por otra cerveza y de allá viene, hacia el baño, el ebrio noventero. Me hace la V de la victoria con la mano y me dice “vamos, duro, duro”. Supongo que se burla de mí.  
Salgo a la calle. Una mujer gorda, a la que el sticker que lleva en el pecho delata como participante del evento, sale del bar. Se despide de mí con un gesto tímido y cruza la calle despavorida. Quiero abordarla pero no me da chance: llorando mientras habla por celular, toma el primer taxi que se atraviesa. No le habrá ido bien. No se habrán sentado con ella. Esta vez tampoco encontró el amor.
Suena la campana y vuelvo, cansado de hablar de nada con estas desconocidas. Y después de hacerlo con la mayoría es claro que no están desesperadas, y que ni siquiera quieren ligar: simplemente no tienen nada que hacer. Quieren vivir nuevas experiencias y creen que esto es lo más extremo. Es increíble que paguen por esto. Dos LSD pueden costar los mismos 40.000 pesos. Y tampoco van a ligar durante el viaje. 
A Gloria le pregunto si ha tenido experiencias traumáticas y dice que sí. Digo que tuve una en la que volaron objetos por toda mi habitación, ella que sufrió con hombres manipuladores. Susana trabaja en recursos humanos y me dice que es virgen en este tipo de eventos, mientras para varios con quienes ha hablado es su segunda o tercera ocasión. Yo aprovecho su virginidad para decirle que también soy virgen y preguntarle “¿entonces qué hacemos?”. Ana vino con unos deportistas extremos regados por todas las mesas. Pregunta qué hago y digo la verdad: escribo para revistas. “¿Otro?”, pregunta y dice que ya han pasado dos periodistas por su mesa. Paloma es una californiana hija de mexicanos. Pregunta qué hago en los tiempos libres y digo que a veces me gusta leer. Para corcharme, pregunta quién es mi autor favorito. Digo, por decir cualquier cosa, que Saramago. Anota el nombre detrás de su planilla. Esa recomendación es lo mejor que hice en toda la noche. También trabaja en la embajada: es claro que se trata de un pésimo lugar para hacer amigos. 
Suena la campana y no quiero más: a la siguiente le digo que, después de hablar con 14 mujeres en menos de dos horas, estoy aburrido. Le digo que soy periodista y me dice “claro, y vas a escribir algo sobre esto”. Evito la pregunta, vuelvo al interesante tema de mi aburrimiento. “Me gusta tu sinceridad”, dice y agrega que entiende, que de hecho quiere irse ya a comer y dormir, y pregunta: “¿Uno podrá pararse de aquí e irse?”. Hago un último esfuerzo: “Pues vayámonos ya”. Dice que la idea es salir después con un par de amigas que están acá, y que vaya con ellas. Pero no me interesa estar con alguien que haya venido a esto, ni mucho menos con sus sensuales amigas. 
Suena el gong y Doogie anuncia el final. Lo celebro con un trago y me recuesto en una pared. Todos, felices, dejan sus planillas. Qué interesante experiencia, qué extremo, qué locura. Un gringo parecido al John Honey de Dejémonos de vainas se lo toma en serio: las mira a todas y apunta juiciosamente a sus prospectos de Pecas. Todos van saliendo, uno a uno. Espero que las mujeres a las que creo haberles gustado se acerquen o me saluden, pero todas me ignoran.  
Al día siguiente me llama Wilson. No tuve coincidencias, pero puedo ir de nuevo sin pagar: tal vez me pase como a un par que se fueron en ceros en el primer evento y tuvieron suerte en el segundo. Pienso hacerlo, esta vez en serio. Pero no, esto solo puede ser una tragedia romántica. Aunque no tanto para mí. La imagen de esta tragedia es la de una gordita, con el nombre pegado en el pecho, que sale despavorida del bar, llorando porque nadie se sentó a su lado.

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