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16 de enero de 2013

Crónicas

Historia de un semáforo cualquiera. Don Luis: el vendedor de flores

Si el territorio que comprende la esquina suroriental de la calle 92 con carrera 11, el separador de inmensos urapanes y pinos y la esquina norte de la misma dirección fuera suyo, hace mucho que don Luis habría hecho una reforma agraria...

Por: Juan David Correa - Fotografía: Jorge Oviedo

Si don Luis fuera rey, seguro que hace mucho tiempo su régimen sería la democracia. No habría en su reino un autócrata seguro de tener la razón, y convencido de que sus lares son propiedad privada. Si el territorio que comprende la esquina suroriental de la calle 92 con carrera 11, el separador de inmensos urapanes y pinos y la esquina norte de la misma dirección fuera suyo, hace mucho que don Luis habría hecho una reforma agraria y, como hoy, cada uno de los seis hombres que se reparten el lugar sería dueño de su pedazo de calle. Porque don Luis Eduardo Hernández fue el primero en llegar. Y por derecho, habría podido reclamarle a Carlos, el hombre al que una volqueta le aplastó medio cráneo; o a Vallejo, el canoso barbado que, según don Luis, perdió a su familia en un accidente y se dedicó a caminar esa esquina alzando la mano derecha para pedir algo de ayuda; o al hombre que exhibe desde sánduches hasta empanadas, con generosas cocas llenas de ají; o al muchacho que vende tinto al lado de Auros Copias desde las seis de la mañana; o a los desplazados con familias que descansan a la sombra de los árboles, a cualquiera de ellos habría podido decirles, como ocurre con muchas calles en Bogotá, que se fueran, que no estaban autorizados para vender nada en esa esquina. Pero don Luis la tiene clara: “Mientras no vendan leña ni flores ni El Tiempo ni cuajada, pueden estar ahí”.
Don Luis sería un rey bueno porque es un hombre bueno. Porque conoce como nadie esa esquina —que no era esquina— desde hace 44 años, cuando llegó por primera vez a vender leña y ese pedazo de ciudad era un incipiente barrio, planeado desde 1954 por la firma Ospinas, sobre los viejos terrenos de la hacienda El Chicó, que pertenecía a varias familias como los Escallón, los Saiz, los Valenzuela y los París, y al propio Pepe Sierra, quien la compró a finales del siglo XIX. En ese entonces se levantaban casas que lamentablemente han desaparecido, cuyos diseños eran verdaderas muestras de cierta modernidad perdida: aún quedan algunos vestigios, pero enterrados bajo edificios que cobran uno de los metros cuadrados más caros de América Latina. Cuando pienso en 1968, el año en que don Luis llegó por primera vez, miro a mi alrededor y comprendo que, como Harvey Keitel en Smoke, aquella película de Wayne Wang con guion de Paul Auster, ha mirado y palpado el cambio de una sola esquina durante toda su vida.
De barriga generosa, pelo entrecano, dientes con remates de platino, un bigotillo gris y una sonrisa constante, Luis Eduardo Hernández nació en el municipio de La Calera, en 1934. La ciudad, me dice, quedaba lejos, y desde allá se veían “poquitas luces”. Hizo hasta cuarto de primaria, “pero mi papá me dejó trabajar desde niño”, me dice. Peló papa, aprendió del campo, y cuando tuvo la edad suficiente, comenzó a bajar a Bogotá por caminos de mulas que todavía existen. “Bajaba leña y vendía por aquí”. El Chicó era entonces uno de los barrios más al norte de Bogotá, y dada su cercanía a las montañas, aún hoy, en los atardeceres y noches baja un viento helado de los cerros nororientales, lo cual hacía y hace que su mercado esté cautivo, a pesar de la antipática aparición de las chimeneas de gas a control remoto.

***

Subo por la calle 92 a las 5:30 a.m.. El cielo apenas es un anuncio de un azul añil que se cernirá sobre la ciudad, pasadas las seis. A esa hora, Bogotá es vacía, plácida, los árboles del separador se mecen inquietos por una brisa apenas fría. Al llegar a la esquina pactada, me siento en un muro, junto a Auros Copias, y le pido un tinto a un muchacho que carga cuatro termos Imusa, en los cuales ofrece perico y tinto. Carga además una desvencijada caja con dulces baratos y cigarrillos Mustang. No es el potentado de la zona. Es más bien el primero en llegar, pues además de un reciclador que ha armado una suerte de instalación posmoderna con una carreta de la que salen cartones y decenas de desechos que él ha ido clasificando desde que llegué, no pasan sino los vigilantes que terminan su turno de noche, y piden un tintico con cigarrillo para comenzar el regreso a casa. De repente, un hombre vestido de saco azul, camisa del mismo color y pantalones cafés rematados en unos mocasines con un raro tejido en el empeine llega, se sienta y habla duro. “Ayer no llegó temprano”, le dice al muchacho, que, entre tímido y lejano, le sirve un tinto en un vaso de plástico negro y le alcanza un pan. El hombre habla como para sí, como sabiendo que sus palabras no tendrán eco. Sé que es don Luis. Pero espero un rato a que sean las seis para que la hora de nuestra cita sea exacta. Quiero oírlo; quiero que no me conozca mientras le doy sorbos a mi café, y él se ríe alto como si estuviera en su casa y no importara que hasta ahora la ciudad se esté despertando en esa zona.
Don Luis, me lo cuenta después del saludo, ha estado levantado desde las 4:00 a.m.: se ha dado un baño, se ha vestido; ha salido hacia la carrera décima una hora después, y tras tomar un bus que viene del 20 de Julio, se ha bajado en la carrera 15 y ahí estamos. Después del tinto, don Luis me pide que lo acompañe a entregar un periódico: es una transacción extraña: de un edificio en la octava, a otro en la novena, sobre la 92 ha llevado un periódico del día. Aunque le pregunto, me elude y me dice que vayamos a organizar el puesto. Como el primer habitante de ese mundo despoblado antes, y ahora desbordado en su urbanización, don Luis saluda a cada vigilante, a cada señor o señora mayor de 60 años, a algunos más jóvenes, y todos le dicen por su nombre, pues es su amigo y lo conocen desde que tienen memoria. Bajamos hasta la carrera 11. Entramos a un edificio abandonado donde le guardan las flores que trae desde Tocancipá, Cajicá, Tabio o Tenjo, pues además de vendedor de leña, don Luis ha sabido diversificar su negocio vendiendo girasoles, pompones, lirios, cartuchos, fresias y gérberas, además de una cincuentena de periódicos del día que “ya no se venden tan bien”. Arrastrando un carro de mercado, volvemos a su esquina. A las 6:30 a.m., don Luis va armando la producción de su esquina. De la alcantarilla extrae los baldes en los que reposarán las flores; de un banco cercano le dan el agua para que no se mueran; y poco a poco, sobre un tablón de madera va organizando la exhibición: en uno de los galones vacíos, puesto al revés, pone el montón de periódico. Después organiza su parasol, acomoda una silla Rímax a su lado, y cuando todo está listo, toma distancia para comprobar cómo ha quedado su trono. Un rato más tarde, caminamos hacia uno de los urapanes, don Luis saca la leña y la dispone sobre el andén norte de la misma esquina, en atados de a ocho o nueve maderos amarrados con una cinta roja.
A don Luis nadie lo roba, por eso camina por el separador, a veces limpia porches de edificios que aún tienen jardín, y si algún cliente frena en su esquina y él no está, alguno de los vendedores del lugar hace la venta. Lo peor de su oficio son los días malos: hay días en que no hace nada, ni un solo peso. Pero otros en los que la suerte le sonríe, pueden ser de 60.000 u 80.000 pesos. Pero don Luis también debe moverse, porque hace diez años padeció una trombosis que le causó afecciones cardiacas. Le da gracias al hospital Simón Bolívar y al Sisbén por existir, pues lo compusieron, como me dice. Hipertenso, con 78 años, lo miro y me parece que es un hombre recio, fuerte. Y entonces le pregunto por el amor: me confía que tiene una novia que tiene dos hijos y vive por su barrio. Con los dos se la lleva bien. Como con los suyos, de los cuales le quedan cinco, pues una de sus hijas murió hace ocho años. Otra, lucha contra el cáncer actualmente. De su exesposa no me dice mucho. Solo insiste en que a veces “las mujeres son las que lo separan a uno”, pero como el caballero que es, cierra la boca en cuanto a los motivos de su separación.
Hoy, don Luis ha vendido tres paquetes de rosas, cada uno de 10.000 pesos. No parece desanimado, aun cuando llegue el fin de mes y la temporada no sea la mejor. Desde las nueve y hasta mediodía ha estado sentado en su trono, mirando mansamente el tráfago de carros que se descuelgan por la calle 92 hacia la carrera 15. A mediodía, don Luis va a almorzar adonde Manuel, uno de los vigilantes de una casa sobre la 11, que antiguamente era una escuela de idiomas. Dice, mirando el edificio, y el contiguo, y las casas del frente donde ahora están Suramericana y Davivienda, que todo eso va a desaparecer muy pronto. Los avisos amarillos de las curadurías urbanas anuncian torres de 11 pisos. Le digo que su andén dejará de ser suyo cuando construyan el edificio. Alza los hombros y me dice que todavía le queda el separador.
Después de comerse un ‘entero’ de almuerzo, una porción de yuca, papa, plátano, arracacha, arroz y pollo, don Luis sale de nuevo hacia el semáforo. Hoy, por el sol relumbrante, la venta no será buena, anuncia. Es que los días de mucho sol o de mucha lluvia nunca son buenos. Sentados en su esquina, don Luis me habla de algo que sé que no podré comprobar, pero de todos modos presto atención. Me dice que él ha vivido casi 15 años en este barrio, en el Chicó original. “Un día —presume— me buscó doña María Eugenia de Rojas, que tenía una mansión al lado del parque El Virrey. Me dijo que se la cuidara el tiempo que fuera necesario, gracias a que conocían a mi papá. Además me aseguraron que podía guardar la leña y lo que quisiera”. Según sus cálculos, fueron diez años, de 1990 a 2000, aunque no puede precisarlo. De repente, se da la vuelta y me dice: “Acá —señala la casa blanca que le sirve de sede a la aseguradora— también cuidé una casa, la de la familia Melo; eso fue como dos años después y duré unos cinco años”.

***

Don Luis me dice que le gusta irse antes de las cinco, porque si no se forma mucho trancón y le toca irse de pie en la buseta. El recorrido hasta su casa, en el barrio San José, en ese momento del día tarda una hora y media. En la mañana, en cambio, me dice, solo 30 minutos. Su casa está en el tercer piso de una edificación modesta, pintada de verde, con puerta metálica que chilla cuando él la abre. Al lado hay una tienda con chucherías, flotadores y una serie de avisos donde se anuncia que se venden DVD de cine y videojuegos, por 1000 pesos. Veo a dos chicas con corte punkie entrar a la tienda. La avenida 27 sur es amplia: al frente hay un conjunto cerrado y decenas de tiendas y comercios: hacia el norte, entre la décima y la Caracas, está Ciudad Jardín, que es, con Santa Isabel, el norte del sur. Don Luis dice que los traquetos, a mediados de los ochenta, fueron los que dañaron esos barrios. Aún hoy pueden verse entre sus casas algunos mármoles en la entrada y columnas dóricas, como el recuerdo de quienes se creyeron emperadores en esta ciudad que tras el sol se ha convertido en un páramo.
“Aquí vivo yo —dice sonriendo—, la cama está destendida, pero como ustedes dijeron que querían hablar de mi vida, yo dejé las cosas como las dejo todos los días”. Don Luis nos ha conducido, antes, por un corredor que remata en unas escaleras que suben, angostas, al segundo piso. En un rellano hay un loro que saluda gorgoriteando. En el segundo piso viven los dueños de la casa: en el tercero, tras un patio lleno de chécheres viejos, donde alcanzo a advertir una mecedora rota con ropa encima y de la que salen los pies de una muñeca. Es un espacio amplio, con una cama doble, cuyo edredón —que él extiende para medio tender la cama— es la imagen repetida de unos pavos reales, en tonos ocres, rojos y verdes. Encima de una cómoda está el televisor: “Veo novelas, ahora estoy viendo una muy buena… con este famoso… ah”. Tras unos minutos de duda dice: “¡Carlos Vives!”. Más allá de la cómoda, un tubo sostiene sus chaquetas y camisas. Además está su mesa de noche, que es una especie de mezcla peligrosa de objetos: unos anteojos a punto de caer en un pocillo sucio y, encima, varias cajas de Nabumex, un inhalador para el asma. También, un retrato de la Virgen del Carmen, la patrona de los viajeros, se sostiene gracias a una cuerda de una solitaria puntilla. Leo parte de la oración. Don Luis tiene hambre y sueño. Le digo que vayamos a comer algo para después dejarlo descansar.
Sale caminando despacio para ir hasta la panadería de don Jesús, a dos cuadras de su casa. Allí lo miran sonriendo los demás clientes, que lo conocen como ‘el vecino’, y le dicen que “se va a volver famoso”. Don Luis posa para las fotos, se come un pan integral con Coca-Cola, sonríe cuando se lo piden, mira para otro lado cuando le dicen, es paciente, no siente pena, desconoce el pudor de la juventud o la arrogancia del poder; sabe que es quien es, y que eso ya nadie se lo va a quitar: es un rey sin corona; pero rey al fin y al cabo. Y entonces pienso en la oración que tiene en su cuarto cuando lo veo desaparecer por la calle oscura: Aquí me tienes, Madre Mía del Carmen, cerca de ti, estoy desfallecido: ¡esta dura jornada del diario vivir! En medio de tantas preocupaciones, tentaciones y abatimientos busco tu refugio. Madre mía, ayúdame a ser bueno. No me dejes solo, llevo tu Santo Escapulario, acuérdate de tus consejos y promesas para que en la vida me protejas, Señora mía, y en la muerte me ayudes y me alcances la dicha inefable de salvarme. Que tu mirada y bendición me defiendan y protejan. Amén.

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