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21 de septiembre de 2012

Testimonios

La pregunta que le hice en el cine

Quedé petrificado en la banca. Un rayo de conmoción me partió en dos. En ese preciso momento me sentí más aturdido que Lucha Villa. No era para menos: el nombre de mi pueblo natal aparecía mencionado en una película. Una confusa mezcla de orgullo y curiosidad me daba vueltas en la cabeza.

Por: Juan gossaín
Fotografía: Archivo Particular

Yo tenía mucho pelo, 14 años, una novia que lloraba todo el día, estaba en tercero de bachillerato y acababa de leer La mala hora.


Por esos días le entró a Víctor Nieto la ventolera de crear el Festival de Cine de Cartagena. Lo malo es que no había un sitio adecuado para presentar las películas. Tuvieron que hacerlo en el Circo Teatro, una vieja plaza de toros que hoy se está cayendo a pedazos, que los sábados por la tarde era un cuadrilátero de boxeo y que de noche se convertía en una acogedora sala de cine. Bueno: “acogedora” es una manera de decirlo.
Allí vi pelear por primera vez a un hombre de cabeza cuadrada y ojos tristes que llegaría a convertirse en campeón mundial: Kid Pambelé. Aquel corralón, conocido también como La Serrezuela, nunca había tenido techo, de modo que en los anocheceres espléndidos del verano, la claridad de la luna no dejaba ver la mitad de la película y muchas veces nos quedamos sin saber quién era el asesino.

Por si algo hiciera falta, cuando empezaban a soplar desde el mar las ventoleras de diciembre, la pantalla de tela blanca se bamboleaba hacia atrás y hacia adelante, como si fuera un náufrago a la deriva, arropándolo a uno. Yo, que era un miope sin anteojos, me sentaba siempre en primera fila. Eso tenía sus ventajas: los senos de Brigitte Bardot me quedaban en la boca. Aunque también es cierto que un domingo John Wayne me disparó a quemarropa. Conservo la cicatriz imaginaria de aquel balazo en lo más profundo del corazón.
Por esos días, los organizadores del festival anunciaron la visita de una delegación mexicana que vendría a presentar Tiempo de morir, la historia de un pobre asesino arrepentido que regresa de la cárcel a su pueblo. Alguien me dijo que la había escrito el mismo señor García Márquez cuya novela acababa de releer por tercera vez. 

Entonces me atreví a cometer una osadía digna de Papillón y los presidiarios de Cayena: me escapé del internado una tarde de febrero para ver la película. Cuando entré al patio cubierto de hierba, le daban inicio a la ceremonia protocolaria. Un sudoroso locutor de corbatín presentaba a cada uno de los visitantes. Las tablas del escenario estaban tan podridas por la inclemencia de la lluvia y el sol que Lucha Villa, la legendaria actriz y cantante mexicana que pesaba media tonelada, desapareció de súbito en el aire limpio de las cinco de la tarde. Se había esfumado entre las ranuras, en medio de un gran estrépito de clavos que rechinaban y una polvareda que se levantó del piso.

Inocentes como éramos en esa época, los espectadores comenzamos a aplaudir con entusiasmo, creyendo que se trataba de un acto de magia para animar al público, pero cuando vimos llegar a los bomberos que venían a sacarla con una grúa comprendimos que había sido un accidente. Las costillas de Lucha le quedaron al aire libre, como el teatro mismo.

En mitad de la película, Marga López, que era la protagonista, conversa con su novio, el presidiario que está de regreso, sentada en una mecedora de tablas.
—Te escribí a la cárcel de San Miguel el Alto —le dice ella—, pero me contestaron que te habían trasladado a la cárcel de San Bernardo del Viento.

Quedé petrificado en la banca. Un rayo de conmoción me partió en dos. En ese preciso momento me sentí más aturdido que Lucha Villa. No era para menos: el nombre de mi pueblo natal aparecía mencionado en una película. Una confusa mezcla de orgullo y curiosidad me daba vueltas en la cabeza. 

A la hora de marcharnos, vi a los delegados mexicanos que estaban empezando a reunirse en la puerta. Revoloteaban como moscas junto a un señor que hablaba en voz baja, con la espalda recostada al muro, la pierna arqueada y el pie apoyado en las piedras, los brazos cruzados en el pecho. Supe que era él, porque así es como conversan los hombres en la plaza de Aracataca. 

Tenía el pelo rizado y revuelto. Una camisa floreada. Un bigote tupido de cantante de guarachas. Me pareció igualito a Daniel Santos. 

—Perdone que lo interrumpa —le dije—, pero soy de San Bernardo del Viento y me gustaría saber por qué menciona usted a mi pueblo en la película.

—Porque es un nombre muy bello —me contestó, al desgaire, y siguió cotorreando con sus compañeros.
Desde aquella tarde pasaron 50 años en que no volví a mencionarle el tema. García Márquez tuvo que tragarse una sopa de anzuelos antes de saborear las mieles de la gloria, trabajó como un galeote, escribió un millón de palabras, concedió un millón de entrevistas, se desveló un millón de noches, recorrió el mundo entero metro a metro, recibió aplausos, se ganó el Premio Nobel, departió con reyes y presidentes.
Por mi parte, estudié contabilidad pero me hice periodista. Me gradué de contador público y terminé de contador de cuentos. Me pusieron anteojos. Se me cayó el pelo. 

Hasta que un día, no hace mucho tiempo, me invitó a almorzar mojarra frita en una esquina de Cartagena, frente al monumento de la India Catalina. Cuando íbamos en lo mejor del banquete, estuve a punto de tragarme una espina y me puse a resoplar como un barco de río. El mesero, un boxeador envejecido, me la sacó de una trompada en la espalda. Repuesto ya del ahogo, gracias a los buenos oficios de una bola de plátano maduro, le dije:

—Siempre he querido saber por qué mencionas a San Bernardo del Viento en el libreto de Tiempo de morir.
Puso el tenedor sobre el plato, con parsimonia, y me quedó mirando con cara de nostalgia.
—¿Vas a seguir jodiendo toda la vida —dijo— con la misma pregunta de la puerta del cine?
Solo entonces vine a descubrir que ese hombre, a quien la primera vez confundí con Daniel Santos, estaba más allá de las nubes de la memoria, más allá de las emboscadas del tiempo y más allá de las trampas que suele tendernos el olvido.

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