Home

/

Historias

/

Artículo

14 de junio de 2005

La angustia de perder el gusto

Por: Fernando Pinzón

Un accidente de tránsito entre la vía Cartagena y Barranquilla me "voló" la tapa de los sesos. Estuve en coma dos días, al tercero desperté y el médico que me atendía me pidió que me sentara. Al hacerlo un chorrito empezó a salir por mi nariz. Se me estaba saliendo el líquido encefalorraquídeo. Corría el peligro de que mi cerebro empezara a ensancharse. Total, la situación se controló después de muchas intervenciones y una punción cervical (me clavaron una aguja, sin anestesia, donde termina la columna). Duré tres meses en cama con tramal, en otras palabras, morfina. Cuando pude regresar a mi casa en Bogotá, luego de varias cirugías plásticas, empecé a ir a los controles neurológicos. En el primero supe que tenía una secuela del accidente. En medio de mi convalecencia no me di cuenta de que había perdido el olfato y, con él, el sentido del gusto (asociados, según me explicó el médico con un ejemplo de la infancia: ¿se acuerda cuando le daban un jarabe que no le gustaba? Apuesto a que su mamá le decía tápese la nariz para tomárselo y al hacerlo, el mal sabor se iba). Con tantos medicamentos y mi debilidad creí que era normal que no me supiera a nada la comida. Lo cierto es que sufrí un daño cerebral que me privó para siempre de oler y degustar.
Al principio no me pareció tan grave, pero con el paso de los días, y aún hoy, un año y tres meses después del accidente, es realmente angustiante no poder diferenciar entre el sabor de una carne jugosa y el de un pollo a la brasa, entre una bola de helado y una albóndiga. Todos los líquidos me saben a agua -dejé de tomar, ¿qué sentido tenía resultar borracho si no podía sentir el sabor de la cerveza o el anís del aguardiente?-. No sé si mi comida está salada o no (es vital para mí, mi madre tiene hipertensión, mis tías murieron hipertensas y es una enfermedad hereditaria). Por eso, me da pánico comer solo, además, porque ya me he intoxicado dos veces: nunca sé si mi comida está dañada. Ahora como cosas que no me gustaban. Por ejemplo voy con mis hijos y ellos piden pizza hawaiana; antes la detestaba, ahora me la como. Qué más da. Con mi esposa también he tenido roces, me pregunta qué quiero comer y yo le contesto: "Cualquier cosa, me da lo mismo". Se irrita, pero es verdad, para mí todo es igual, un hígado a un pedazo de salmón. Además, ahora como más rápido, no mastico bien y eso me ha generado problemas gástricos. Sentarse a la mesa es una frase más que otra cosa.
Durante un tiempo también mi deseo sexual bajó, pero eso tiene que ver con el olfato. No poder sentir el olor de mi mujer hizo que no me dieran ganas de tener relaciones. El olor es fundamental en esa situación. Otra de mis angustias al estar solo -antes me gustaba, hoy no puedo por físico miedo- es, por ejemplo, no sentir un escape de gas o de monóxido de carbono. Otras cosas, quizás menos graves, pero que marcan la vida de cualquiera, son no saber si tengo mal aliento, si se me olvidó echarme loción, si huelo mal después de un día agitado o si estoy en un ascensor y alguien se tira un pedo -que los demás, al no verme reaccionar- piensen que fui yo. Y si se trata de ponerse melancólicos, puedo decir que ya no recuerdo a qué huele el pasto recién cortado ni la tierra mojada. Que jamás entenderé la expresión ¡qué rico!, cuando en la casa de mi mamá alguien se toma una cucharada de ajiaco, o ¡qué delicia!, cuando empieza a oler a sal a medida que uno se acerca al mar.
Finalmente, mi lesión me ha alejado un poco de los demás. Como no tomo, no me invitan a reuniones o si hay una comida especial muy anunciada no me dan ganas de ir. sería lo mismo que comer arroz, papa y carne. De pronto, lo único bueno de todo esto es que a lo mejor soy un jefe más amable: no hago mala cara si alguno de mis subalternos llega con tufo.