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19 de junio de 2007

La colombiana mas gorda

Luz Nancy tiene cuarenta y ocho años de edad, mide 1,60 de estatura, pesa 230 kilos, es separada, tiene tres hijos, es fanática de las telenovelas, y tiene una sábana como única muda diaria.

Por: Julio Paredes
| Foto: Julio Paredes


1. De ida

Luz Nancy Sierra vive en la localidad de San Cristóbal, al sur oriente, por las lomas más allá de Monserrate y Guadalupe, un sector de barrios por donde nunca he transitado; un ángulo desde donde nunca he visto la perspectiva de Bogotá. Antes de verme con ella, busco el giro ‘periodístico‘ que me ayude a descifrar los misterios de una vida inmóvil, con un cuerpo que, literalmente, no cabría en casi ninguno de los espacios que los demás consideramos ‘normales‘ y corrientes: salas de cine, buses, aviones, sanitarios, camas de hospital… La imagen corporal que tengo no es más que un volumen borroso, pues imagino que la presencia es lo que vale, aunque pensar más allá de 200 kilos no es una labor fácil. Recuerdo algunos de los detalles que la propia Luz Nancy revelaba en un texto: cuarenta y ocho años de edad, 1,60 de estatura, 230 kilos, separada, tres hijos, fanática de las telenovelas, con una sábana como única muda diaria. Repaso algunos datos más o menos científicos sobre la obesidad: crecimiento anormal de la grasa corporal que ocasiona un aumento de la energía absorbida con respecto a la gastada. Suena como un enunciado de física. En otro, y desde una perspectiva genética, la obesidad es una mutación: la ausencia del gen ob, que regula el metabolismo y produce la proteína encargada de anunciarle al cerebro que ya "estamos llenos". Hay otras variables no biológicas: depresión, ansiedad, hábitos de comida, sedentarismo. ¿Cuál sería el caso de Luz Nancy?

La casa se encuentra a mitad de una subida. Pienso, como lo hice durante parte de la noche, que vengo a visitar no solo a una persona que supera tres veces mi peso sino que además padece una combinación de males crónicos y crecientes, probablemente mortales.

2. Entrevista en la casa

Nos recibe uno de los hijos y cuando me encuentro con ella, sentada en su cama, en un cuarto de más o menos dos por dos metros, sin luz ni ventilación natural, no puedo evitar la odiosa idea de que en una época no demasiado remota formaría tal vez parte de los llamados freak shows, espectáculos donde la gente pagaría por ver su cuerpo. Sé, por lo que ha escrito, que ella tiene la misma conciencia. En la calle, las poquísimas veces que sale, la gente la mira como si su gordura fuera un virus contagioso. Quisiera decirle que vengo por un interés distinto, pero ninguna de las frases que trazo mentalmente suena sincera o creíble. Lleva un chal con el que se cubre los brazos y parte de un abdomen que, a primera vista, no habría manera de medir. Respira con dificultad, ayudada por una bala de oxígeno que se ha convertido en su principal apéndice y al que permanece conectada las 24 horas. De pronto un perro gris, una especie de french puddle trasquilado, salta a la cama y revolotea nervioso. Se llama Dany, dice Luz Nancy, y es la compañía viva con la que juega y pasa la mayor parte de su tiempo frente al televisor, amarrada a unas telenovelas donde encuentra, como en Destilando amor, un espejo fiel de la realidad.

Me sorprende la voz. Tiene un tono suave, con giros como la voz de cualquier mujer simpática y educada. No parece pertenecer a las formas ni al tinte de la cara, con ese tubo que le atraviesa las mejillas y una papada por la que asoman algunos vellos, consecuencia obvia de un desorden hormonal. Entonces, de inmediato, tengo la sensación (que me acompañará a lo largo de todo el día) de que, en efecto, esa presencia física no tiene nada que ver con ella; como no tiene nada que ver con un par de fotos suyas en blanco y negro que muestran a una niña y a una adolescente lindas. Su hijo comentará más adelante que para su mamá ese cuerpo es ‘una prisión‘. Luz Nancy encerrada en una mole.

No parece nerviosa ni intimidada, aunque de vez en cuando el flash de la cámara la encandelilla y parece causarle dolor. Obviamente, la conversación gira alrededor de una única pregunta: ¿qué sucedió para que llegara a pesar 230 kilos? En los antecedentes, Nancy cuenta con humor que de niña era delgadita, tan delgadita que su mamá tenía que ponerle tres pares de medias veladas, los días de gala, para que las piernas se le vieran con algo de carne. Termina el bachillerato y se casa a los veinte años. Había hecho dietas, pues desde joven la aterraba verse gorda, pero después del tercer hijo ya va por los 120 kilos. Entra entonces una llamada y mientras Nancy conversa, echo una mirada al cuarto. El televisor ha estado todo el tiempo encendido y las paredes están cubiertas de imágenes y cosas. Hay un altar (Nancy ha dicho que está agarrada a la mano de Dios y la Virgen del Carmen) y una serie de ángeles dorados; un sillón tapado con una sábana donde Nancy se sienta a veces en la noche cuando no puede dormir y un armario donde supongo no habrá nada de ropa. Su hijo Iván escucha atento fuera del cuarto, como si vigilara la clase de preguntas que hago.

Cuando retomamos la entrevista, Nancy explica que el suceso que disparó su obesidad fue la muerte de los papás, hace siete años, en el lapso de unos meses. Quiso morirse con ellos, confiesa y hace una pausa. Además, su marido, al mismo tiempo, la dejaba por otra mujer. Desde ese momento, no quiso ver a nadie, dejó de moverse y empezó a ingerir varios litros de líquido al día. Entregada, como dice, al ‘placer de la gula‘. De ahí en adelante no ha parado de ganar peso y volumen. Paradójicamente, y a pesar de tener siempre la sensación de hambre, cuando describe sus hábitos de comida diarios estos no coinciden con los de una persona glotona; suenan más bien frugales. La nutricionista le aconseja no comer harinas, aunque unos días atrás, el 21 de mayo, le llevaron un delicioso ponqué para celebrarle el cumpleaños. Eso sí, asegura varias veces con placer, su comida preferida son los fríjoles con arroz. Para finalizar esta primera parte, antes de salir a la cita donde el médico, Nancy afirma sin dudarlo que las dos cosas que más echa de menos son bailar y salir a la calle.

Por eso, está encantada de que la acompañemos a la cita médica, su única salida al mes. La dejo en el cuarto, mientras esperamos otro taxi. Se arregla el pelo y se inyecta la dosis de insulina de la mañana. Entro a un patio interior cubierto; en una esquina está el baño. El único mueble distinto es la silla de madera donde se sienta Nancy para bañarse. Hablo con Iván y me vuelve a contar la historia de la tutela interpuesta para el by-pass gástrico. Llevan un año sin poder hacer nada: el abogado no aparece, han escrito cartas a los médicos y, a pesar de todas las evidencias médicas, nadie cree que se trata de un caso grave de salud. El tiempo pasa, dice Iván, y esta intervención es la única salida real para Nancy. Y no se trata de una simple cuestión estética, de reality show, sucedáneo actual de los freak shows. Si no fuera por una de las catorce drogas que debe tomar al día, su mamá viviría al borde de una depresión total. Su cuerpo no es solo una carga para ella, comenta, es una carga para todos.

Cuando la veo de pie las proporciones se trastocan completamente. Un pantalón de sudadera le cubre parte del estómago. Por el extraordinario peso y su estatura, el abdomen le baja de tal forma que parece cubrirle las piernas. Para caminar, se sostiene en un bastón y en el brazo de su hijo, quien lleva además el oxígeno. Resulta evidente la molestia que le significa dar cualquier paso. Se queja mientras avanza. Todos miramos con silencioso asombro la lenta y difícil secuencia que sigue para poder subirse al taxi. Sorpresivamente, ha escogido el más pequeño de los dos. Tenemos que cruzar la ciudad hacia el norte y empezamos a buscar la Circunvalar por entre lomas llenas de caballos de zorras y niños. Voy en el segundo taxi, detrás de los otros. Alcanzo a ver a Nancy recostada, la cabeza echada hacia atrás. Su hijo le sopla aire con una hoja o un cartón. De vez en cuando salta un destello del flash de la cámara.

3. Donde el médico

El médico que la atiende no ha llegado. Nancy suda y respira con mayor dificultad desde que se bajó del taxi y a los pocos minutos de estar en la sala de espera empieza a sentir dolor por la posición en la silla. Dice que solo descansa cuando está acostada. Calculo que en su abdomen debe haber un peso mínimo de 150 kilos. Igual, se alegra cuando decidimos invitarla a almorzar a un restaurante de comida marina. Su hijo también sonríe. Después de casi media hora, pasamos al consultorio. El médico, el doctor Yupanqui, se sorprende un poco al vernos. En realidad, las visitas de Nancy aquí se limitan a recibir las órdenes de las drogas y el oxígeno y no pasan de un chequeo rápido, de dos o tres minutos. Cuando entiende la explicación, el médico dice de inmediato que el de Nancy es uno de los casos más severos. Agrega, mientras escribe las órdenes para el seguro, que el índice de masa corporal en Nancy está por 78 cuando lo normal sería de 25; ya ni siquiera la puede pesar en la pesa electrónica, afirma como asombrado. Enumera entonces la lista de males que la acompañan: obesidad grave supermórbida e irreversible, con doble abdomen, diabetes, hipertensión, síndrome de apnea obstructiva, gastritis, hipotiroidismo, hipertrofia en el corazón, sin contar los males sociales. Estragos que afligen a los obesos, pero, aclara, Nancy está en menos del 4% de los obesos del país, es decir, es probablemente la mujer más pesada de Colombia.

4. Almuerzo y despedida

Nancy había escuchado seria y en silencio al médico, limpiándose el sudor en la frente y el cuello. El panorama no es alentador y la única solución es el by-pass. Ninguna otra cosa le salvaría la vida, así la operación conlleve altos riesgos. Las horas que lleva sentada y las subidas, bajadas, vueltas en el taxi la tienen exhausta. Sin embargo, la alegra haber podido dejar, por fin, una carta dirigida al Comité Médico Científico que es la otra instancia, distinta a la tutela, que puede autorizar la operación. Además, y a pesar de las admoniciones médicas de no ingerir alimentos hipercalóricos ni en abundancia, el rostro se le alegra cuando nos preparamos para salir a almorzar. No solo tiene hambre sino muchas ganas de tomarse un tinto. Por otro lado, hoy es un día especial.

Y eso es lo que dice cuando nos sentamos a la mesa: nunca antes ha estado en un restaurante así, nadie la ha atendido de esa manera. Saborea con gusto el café negro que le sirven y, aunque se sorprende con su hijo por los precios, los tres nos decidimos por un arroz a la marinera. Evidentemente, Nancy disfruta la comida pero, contrario a los previsibles lugares comunes y todas las sospechas, come sin afanes, casi con delicadeza, sin ninguna urgencia, controlando el aire. Tal vez porque está contenta, nadie a nuestro alrededor la observa. Es otra persona más que almuerza con gusto y sin vergüenza. Aún así, no puede evitar mirar con apetito el carrito de los postres. Ordena uno que nunca ha probado: leche asada. Un último café para acompañar la nueva delicia.

Sin embargo, hay que pedir la cuenta rápido. Son casi las cuatro de la tarde y Nancy no puede soportar más tiempo sentada, necesita acostarse y pronto. Se pone de pie y su hijo la ayuda a sostenerse. Ahora los gestos son de dolor, punzadas que solo ella conoce. Nos despedimos cuando ya está en el taxi. Le sostengo la mano caliente y gruesa y la aliento para que no deje de llamar al doctor, ahora que él ya tiene la carta. Prometo que nos volveremos a ver.