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10 de enero de 2008

La ducha

Por: Pedro Mairal
| Foto: Pedro Mairal


1999 — Desde la cama la oigo que abre la ducha. Primero ese tamborileo parejo del agua que sale por los agujeritos y cae en hilos uniformes sobre el piso hueco de la bañadera. Como un redoblante. Después se le agrega el ruido de la cañería del agua que cae por el desagüe, un sonido más profundo, tubular, cavernoso. Después se empieza a hacer charquito en la bañadera y el agua golpea el agua, un sonido más de lluvia fuerte, de chubasco, menos parejo que antes, menos industrial; un sonido que ya no se parece a los agujeritos de la flor de la ducha. Ahora los ruidos se vuelven ruidos de un ser vivo que obstruye el agua, salpica, se baña, ruido de que sin duda hay alguien ahí, bajo el chorro, y el agua cae en riachos, goterones a destiempo, cae de golpe mucha agua contra el agua quizá de una mano que hizo piletita un instante y la soltó toda de golpe. Y ahora el ruido se silencia como si hubiese cerrado la canilla pero es, en realidad, que puso toda la cabeza bajo el chorro y la mata de pelo amortiguó el sonido. Después vuelve la lluvia que suena pareja durante un momento quizá porque ella está quieta lavándose a un costado la cabeza, hasta que suenan unos chorros de mechones empapados y es varias veces y más pesado todavía, "plash, plash", como si el agua azotara contra el piso, agua jabonosa, pesada, con champú, cayendo en el clímax del baño matutino; la aceleración de los borbotones y las salpicadas, el momento de mayor actividad y empape entre los codazos del enjuague, hasta que de pronto se calla todo. Un silencio. Unos hilos últimos en la cañería. Silencio. Casi misterio. Y ella sale desnuda con un turbante de toalla.

2007 - Quise abrir la puerta pero habías cerrado con traba. Toqué. Se oía el agua cayendo de la canilla más baja.

—¿Qué pasa? —dijiste.

—Quiero lavarme los dientes.

—Me estoy depilando —gritaste, pero saliste con dificultad, quejándote, y me abriste.

Me lavé los dientes. Estabas de espalda, sentada al borde de la bañadera con espuma de afeitar en las piernas. Me acerqué por detrás. Pensé que quizá era la última vez que te veía haciendo algo así y que nunca te había mirado bien cómo lo hacías. Por sobre tu hombro miré cómo te pasabas la afeitadora por el borde superior del pubis, por las ingles.

—¿Qué hacés?

—Te miro.

—¿Te podés ir?

Me quedé callado. Después dije:

—En una semana me voy y no te jodo más.

No querías hablar de eso. Te afeitaste en silencio las piernas, las axilas. Me senté sobre la tapa cerrada del inodoro, con los pies en el borde del bidé. Apoyaste primero una pierna contra la pared para afeitarte una pantorrilla, después la otra. Te paraste. Cerraste la cortina y abriste la ducha.

—¿Me pasás el jabón? —dijiste fuerte, por encima del ruido del agua.

Pensé que me invitabas y me desvestí. Me metí en la ducha y me acerqué. Te enjaboné la espalda, el culo. Dijiste mi nombre.

—¿Qué pasa? —dije.

—Nada. Quiero un poco de espacio.

Sabía que no te referías solo a la ducha, pero igual insistí:

—¿Qué te parece si…?

—No —dijiste.

—¿Por qué no?

—Porque quiero ser mía de mí.

Me llevó mucho tiempo entender bien esa frase. Pero en ese momento no supe qué decir. Me diste el jabón y te apartaste del chorro de la ducha para darme paso, sin mirarme; cambiamos de lugar en el espacio estrecho de la bañadera, agarrándonos apenas de la cintura para no resbalarnos, un medio giro, como un paso de tango involuntario, de despedida, de no verte nunca más. Y saliste de la ducha y te secaste con la gran toalla celeste, y en efecto esa fue la última vez que te vi desnuda.