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24 de junio de 2010

La noche de la mitocondria

Un cuento inédito sobre la aventura más esperada por todo joven: un encuentro con una mujer de 40 años.

Por: Luis Miguel Rivas
Ilustración Jean Paul Zapata | Foto: Luis Miguel Rivas

En toda la noche no se me pasó por la cabeza que existiera un día al otro día. Pero Silvia sí estuvo todo el tiempo pensando en otro tiempo. No en el día siguiente, pero sí en otro tiempo que no era el momento en que estábamos. En otro tiempo que podía ser ese mismo instante, pero en otro lado. Se le sentía, así estuviera bailando como si fuera la dueña del presente.

A ese bar de la carrera séptima ya había ido varias veces. Esa noche quedé de verme allí con Dick Duque, un cineasta que dirigía comerciales de televisión y al que me habían presentado hacía poco. Cuando subí las escaleras y crucé la puerta sentí lo que siempre me producía el lugar: como si hubiera caído hacia arriba, a un mundo inventado, construido sobre los opuestos del que seguía moviéndose allá abajo, detrás del límite que trazaban los porteros en la acera. El sitio estaba repleto. Pasé entre rubias, morenas, rojas y pelinegras que parecían acabadas de hacer. Sorbían líquidos de colores en copas alargadas, y conversaban con tipos de elegancia desmañada que parecían escucharlas con la dentadura. El local era una especie de bodega en forma de ele, con muebles de colores vivos, cuidadosamente destartalados y puestos aquí y allá con premeditada dejadez. Todo parecía parte de un comercial dirigido por Dick Duque, en el que además se percibieran olores delicados y extraños. "El único lugar donde el hacinamiento huele bien" pensé. No era la segunda planta de un edificio sino el segundo piso de la vida.

Caminé rozando la gente que bailaba o conversaba a gritos susurrados. Al fondo, entre la barra y un pequeño patiecito, estaba Dick. En realidad: Federico Duque. Aunque nadie recordaba ese antiguo nombre. Era algo común allí. Yo ya había conocido a George Peláez, Dustin Pérez y Stewart Rodríguez. Dick era bello, prepotente, con arrojo y sin escrúpulos. Todo lo que se necesitaba para ser un triunfador momentáneo en ese instante, en ese ambiente, en esa ciudad, en ese mundo. Estaba acompañado por dos mujeres maduras y hermosas.

Me presentó de modo rimbombante, con esa exageración de méritos que nos hace sentir miserables. No me ofendí porque presentó del mismo modo a la mujer que tenía más cerca. Se llamaba Yvette, diplomática francesa de unos 40 años, alta, delgada, piel rostizada, con una sonrisa fija, perfeccionada por muchos años de oficio y una mirada encendida que no quería separarse de Dick. La otra amiga, un poco menor que Yvette, tenía la piel blanca y suave del que solo ha recibido sol cuando ha querido y un pelo negro y abundante que bajaba enroscándose hasta los hombros. Bailaba como decidida a estar contenta a pesar de lo que fuera, con esa seguridad exagerada de los intranquilos. Me miró desde unos ojos negros, potentes, comprimidos, que entraron en todo mi cuerpo y me hicieron pensar que algo en algún lugar iba a estallar en cualquier momento. Cuando extendió su mano, no sé por qué, se me ocurrió la modestia insidiosa de una frase de tango.

—Mucho gusto, yo soy un pobre esqueleto que a mí mismo me da horror —dije.

—Silvia —contestó sonriendo, o más bien con ganas de poder sonreír.

No hubo más conversación porque la francesa y Dick se concentraron en ellos mismos y Silvia volvió a sus intentos de acceder al trance del baile a como diera lugar. Me puse a mirar a los lados y vi alguna gente que había visto muchas veces en la pantalla del televisor. Salí a fumar algo de yerba y a respirar un poco del mundo de afuera. A la media hora volví a subir las escaleras, crucé en medio del gentío y encontré a Dick y a la francesa enajenados, dentro de una burbuja que flotaba dentro de la burbuja que era el lugar. Silvia bailaba plácida mirando hacia un punto fijo de ninguna parte, en el que no había baile ni placer. Me puse entre sus ojos y el punto fijo. Al verme hizo un gesto de gusto y extendió las manos. Me acerqué y empecé a moverme con esa tosquedad de los tiesos que solo bailan para poder hablar.

Nos movimos mucho tiempo sin decir palabra, al ritmo de la música repetitiva y estridente que iba llenando el cuerpo de una euforia somnolienta. Miré su rostro ido y las gotas de sudor que bajaban por la frente hasta los ojos cerrados. "No está en un viaje, sino en una lucha", pensé. Cuando abría los ojos me miraba desde lejos y se pegaba a mí, como pidiendo que la dejara sola sin irme de su lado. Luego se puso a mirar mi cara sin consideración alguna y concluido el escrutinio se le formó una sonrisa que parecía venirle de cuando era niña. Acercó su boca a mi oreja.

—¿Sabes algo de las células? —me dijo.

—¿Qué? —dije, dejé de moverme y me separé un poco para mirarla bien.

—¿Sabes algo de las células? De lo que estamos hechos —me dijo.

No entendí. "Es parte del guión —pensé—, un diálogo en el comercial de Dick".

—No sé, no me acuerdo —dije mientras trataba de encontrar alguna relación entre la pregunta y la situación en que estábamos, pero no la encontré—. Solo me acuerdo del profesor de biología del colegio La Salle… ¿Por qué?

—No, por nada —contestó y de repente, como si alguien en algún lado hubiera hundido un botón que detonara algo en ella, se quedó mirando el punto fijo en ninguna parte.

Al rato volvió a mi cara, reparó en mis facciones y me dijo con una ternura intempestiva.

—¿Quieres un pase?

—¿Tenés?

Me tomó de la mano y me arrastró entre la manigua humana. En la antesala donde se dividen los baños de hombres y mujeres, frente a los espejos de las paredes, se detuvo, sacó una cajita de metal dorado y una minúscula pala de plata. La pala salió de la cajita portando un morro blanco que se fue primero a una ventana y luego a la otra de su nariz.

—Con esta palita se daba los pases Jimi Hendrix —me dijo extendiéndomela.

Aspiré los dos pases de rigor pensando en la nariz de Jimi Hendrix.

—¿Y cómo llegó a vos? —le dije devolviéndole la pala.

—Conocí a alguien en Nueva York… —me contestó. Y se disponía a contarme la historia cuando alguien volvió a apretar el botón. Se crispó como quien cae en cuenta de lo más terrible—. ¡Me tengo que ir!

Guardó la cajita y me arrastró de nuevo hasta el sitio donde habíamos dejado a Dick y a la francesa. Dijo que quería bailar la última pieza. Cerró los ojos sin soltarme. Al final de la canción me miró:

—Estoy muy bien, estoy muy bien… Solo que tengo algo pendiente.

—¿Muy urgente? —le dije.

—Sí.

—¿Imposible dejarlo para mañana?

—Tiene que ser ahora.

—Son las tres.

—Es para antes de las siete.

Dick y la francesa se acercaron a decirnos que iban a cerrar el lugar y que podríamos seguir en la casa del cineasta. Silvia apretó los labios en un gesto de impotencia infantil que me produjo ganas de abrazarla.

—¡Qué rico!... No puedo… ¡Me tengo que ir! —dijo. Cada frase fue pronunciada por personas distintas: una eufórica, otra deprimida y otra desesperada.

—Vamos un momentito

—dijo Yvette. La tomó del brazo y le habló cerca—, et après tu repars finir tes trucs.

—No, yo me conozco, tú sabes. Se lo prometí, se lo prometí —contestó y volvió a mi lado.

Mientras bajábamos las escaleras miró el reloj varias veces y pareció hacer cuentas dentro de su cabeza. En la calle me habló al oído.

—¿Me podrías acompañar? Hago lo que tengo que hacer y nos volvemos.

Sin preguntarle ni preguntarme qué era lo que tenía que hacer le dije que sí. La francesa y Dick se montaron en el carro del cineasta. Silvia y yo nos dirigimos a una camioneta rimbombante, como uno de esos tenis gringos con cámara de aire que venden en Sanandresito. A través de la ventanilla, le dijimos a Dick que les caeríamos más tarde. Antes de arrancar, Silvia sacó la cajita y nos dimos el último pase que quedaba. Tomamos hacia el norte en el tenis.

—De ida hay que comprar —dijo.

Paramos en un semáforo. Un muchacho se acercó. Silvia lo saludó con dulzura.

—Tres bolsitas, cariño.

—Se acabó de acabar, mi amor —dijo el muchacho.

Su gesto cariñoso se borró de plano.

—¡Entonces qué plaza es esta que a las tres de la mañana no tiene nada! —dijo disgustada.

El muchacho levantó los hombros y Silvia arrancó haciendo chirriar las llantas. Siguió mirando al frente. Después de un rato de silencio volvió a hablar.

—¿Por qué te tratas así?

—¿Qué? —pregunté, acostumbrándome a no entender.

—¿Qué por qué te tratas así?

—Cómo.

—No vuelvas a decir que eres un pobre esqueleto... Eres alto, tienes una mirada linda…

—Era un chiste.

—Pero no te trates así.

—No tiene importancia, era un chiste.

—No, no lo digas ni en chiste —y su rostro se volvió a transformar—. ¡Y esta puta ciudad que parece un pueblito! Debí haber comprado suficiente cocaína.

—¿Cocaína?

—Sí.

—¿Cómo que cocaína? Eso no es cocaína. Eso es perico.

—Eso es cocaína.

Le dije que los colombianos ya no consumíamos cocaína. La cocaína es la que llevan a Estados Unidos, lo de nosotros es perico, que consiste en un poquito de cocaína, mezclada con cal, raspadura de pared, maicena y talco para los pies.

—Tú consumirás perico, yo consumo cocaína.

—Si lo que metés es de lo que acabamos de meter, vos metés perico.

—Es cocaína —dijo enfática—, y si tú consideras que eres un pobre esqueleto que a ti mismo te da horror, no me parece raro que lo que consumas sea perico.

En el siguiente semáforo apareció otro muchacho al que le habló con familiaridad. Le dimos dos billetes. Nos quedamos esperando. Silvia miró el reloj varias veces. Me preocupé pensando que el muchacho no iba a volver. Ella se puso a mirar el punto fijo en ninguna parte. El muchacho regresó y nos dimos un pase. Sentí pasar por mi tabique un hilillo de analgésico envuelto en gruesas capas de escombros.

—Esto es perico —le dije

—Lo será para ti y no hablemos más del asunto.

Aspiró su cocaína y yo aspiré mi perico, sacados de la misma bolsita.

El norte quedaba muy lejos. Finalmente nos detuvimos en la portada de una casa inmensa, tal vez hecha para que cupiera la camioneta. Abrió la puerta con el control remoto y estacionó el gran tenis en un garaje amplio, al lado de otros carros. Nos bajamos con sigilo. Empezó a caminar en puntillas. Habló bajito y me dijo que debíamos hablar bajito. Subimos las escalas tambaleándonos, apoyados en los pasamanos de madera fina. Las paredes habían sido pintadas por un tipo muy entendido que alucinaba con colores. Llegamos a un piso del tamaño de un patio. Al fondo se veían los bombillitos dispersos de la ciudad dormida, a través de un ventanal gigante. Silvia dio un gran respiro de alivio y se dirigió hacia la derecha, hasta una cocina modular de colores fuertes y ángulos distorsionados, que debió ser diseñada por el mismo tipo de las paredes. A la izquierda una puerta dejaba ver las escalas que conducían a los pisos superiores de la casa. El centro del salón lo ocupaba una mesa amplia y bajita, con superficie de vidrio grueso, sobre la que permanecían dispersos y como recién usados, varios libros escolares, lapiceros, lápices de colores, cartulinas y cuadernos, alrededor de un gigantesco mapa hecho con plastilina, en el que resaltaban montañas y otros relieves que no comprendí. Me quedé al lado de la mesa viendo el mapa que no correspondía a ningún país que yo recordara. Silvia trajo dos whiskies, corrió unas cajas de colores y puso los vasos sobre el vidrio. Tomó un cuaderno con la figura de Snoopy, lo abrió y sobre él puso las bolsas del perico. Sacó la cucharita de Jimi Hendrix, se dio un pase y se tomó un trago como quien se toma un remedio. Se quedó mirando el cuaderno y se le congestionó el rostro. Dijo que la esperara y cruzó la puerta que daba a las escalas. Sentí sus pasos sigilosos y luego escuché allá arriba una puerta que se entreabría despacio. El silencio era completo, alcancé a oír su respiración leve que se detuvo un rato y recomenzó con un sollozo apagado. La puerta volvió a cerrarse con delicadeza, casi imperceptiblemente, y los pasos descendieron por las escalas. Cuando volvió al salón tenía los ojos encharcados. Se secó la cara con disimulo, caminó directo hacia la mesa, y se inclinó afanada sobre el mapa de plastilina.

—No me demoro —dijo tomando un libro abierto, en el que había un mapa igual al de la mesa—, acabo de armar esta célula y salimos.

El mapa de plastilina tenía incrustadas varias banderitas hechas con papelillos triangulares y palillos de dientes: "Ribosoma", "vesícula", "mitocondria", "nucléolo", "citoplasma". Dispersas sobre el vidrio reposaban otras banderitas sin marcar. Empezó a escribir sobre ellas con un lápiz violeta y letra de colegial. Luego las clavó sobre los relieves de plastilina, guiada por el dibujo en colores del libro. Tomé una banderita y la miré: "mitocondria". Nos dimos otro pase y nos tomamos un trago.

—Está muy adelantada, no nos vamos a demorar —dijo disculpándose y hablando bajo—. Estuvimos todo el día dedicadas. Ella la debe llevar mañana… ahora. Íbamos a terminarla temprano, pero me llamó Yvette y no me pude negar. Hacía días no salía, he estado muy juiciosa.

—¿Cuál es la mitocondria? —le dije estirando la banderita.

—Esta —señaló una forma extraña hecha con plastilina gris, una pequeña cuna dentro de la cual se retorcía algo como una serpiente o un intestino. Luego dijo con autoridad y sin mirar el libro—: las mitocondrias son la respiración de la célula, producen la energía, cuando la célula se autodestruye empieza por ellas.

Noté que no había mirado el libro para decir eso. La miré con admiración.

—Sabés mucho —le dije mientras clavaba la banderita.

—Te dije que estuve todo el día haciendo la tarea con Ella. Interrumpí cuando me llamó Yvette. Se quedó triste y prometí que no volvería a quedarle mal.

Nos dimos otro pase. Sirvió un whisky y nos aplicamos, con la concentración absoluta que solo pueden tener un científico y una madre, a colocar las banderitas del aparato de Golgi, las vesículas, el núcleo y la membrana celular. Terminamos cuando empezó a clarear. Contemplamos un rato la maqueta llena de banderines sobre cimas y llanuras y sonreímos como dos generales que analizan por última vez el mapa del territorio enemigo.

—Listo —dijo—, vamos.

Acabamos lo que quedaba en la bolsita y limpiamos el cuaderno de Snoopy con una servilleta. Antes de guardar el cuaderno en una maleta rosada con forma de carita sonriente, arrancó una hoja. Con el lápiz violeta escribió algo y puso la hoja sobre la célula. Tomó su chaqueta y empezó a caminar. Miré hacia la maqueta y alcancé a ver la nota:

"Mi amor, mami te dejó la célula lista. Cuando papá te recoja cuéntale cómo hicimos las tareas. Pórtate bien y sé obediente con Rosmira. TE AMA: TU MAMI".

Bajamos las escaleras como bailarines descoordinados y nos montamos en la camioneta. Al momento de cerrar la puerta del garaje, el control remoto no funcionó. Dio un golpe sobre la cabrilla, se bajó caminando con una mezcla de rabia y sigilo que me pareció cómica y cerró la puerta manualmente. Se produjo un ruido fuerte. Volvió corriendo, se montó a la camioneta y arrancamos como perseguidos.

Por la ventanilla pasaban hombres saludables que madrugaban a trotar y gente recién bañada que esperaba el bus para el trabajo. El cielo tenía ese color azulito que regaña a los amanecidos. Un carro con la música a todo volumen se detuvo a nuestro lado en un semáforo. El conductor estaba despelucado, tenía el cuello de la camisa descompuesto y los ojos rojos del que ha llorado o metido o vivido o todo junto y demasiado en una sola noche. El rostro de los que empiezan a naufragar en el marasmo del día siguiente y salen a buscar la tabla que los salve de otro maldito amanecer.

Dick no contestaba en su apartamento. Insistimos hasta que el portero se despertó y salió asustado. Le pedimos que lo llamara. Accedió a regañadientes, pero nadie respondió. Volvimos a insistir hasta que el portero se enojó y decidimos irnos.

—¿A dónde vamos? —me dijo como buscando la tabla con la mirada.

Vi nuestras caras en el espejo retrovisor. No estábamos dentro de la camioneta, ni en esa calle de Bogotá, ni en ese momento. Flotábamos en un punto fijo de ninguna parte. Y en cualquier lugar estaríamos en ese punto.

—Estoy cansado —dije.

Me miró sorprendida. Esperé otro arrebato de furia, pero se quedó en silencio. Un cansancio como de muchos años le cayó de sopetón. Le di un beso en la mejilla. Me abrazó muy fuerte y mucho y acarició mi pelo. Bajé de la camioneta y caminé por las calles amanecidas de Chapinero. Luego sentí el chirrido de unas llantas y el rugido de la camioneta que pasó a mi lado. Una mano desgonzada se movió diciendo adiós. No supe a dónde fue. Ni cómo había llegado a sus manos la cucharita de Jimi Hendrix.