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30 de julio de 2019

Crónica

La noche en que me persiguió una monja loca

El periodista y escritor peruano nos contó lo que tuvo que hacer para escaparse de una monja salida de sus cabales que lo abordó en un concierto de Ricardo Arjona.

Por: Revista SoHo

No soy hombre de asistir a conciertos. Prefiero, si acaso, comprar el disco. Los conciertos son caros, exigen un esfuerzo físico considerable (subir y bajar escaleras, saludar a la gente, someter mis posaderas al rigor de una silla plegable) y suelen dejarme aturdido y triste al encontrarme hacinado en medio de un amasijo de gente escandalosamente feliz (más feliz de lo que yo nunca he estado ni estaré) y que sabe todas las canciones de memoria y las canta más ruidosamente que el propio cantante (canciones que, por supuesto, yo conozco a duras penas y cuyas letras ignoro a plenitud: nunca he podido aprenderme una canción entera, ni siquiera el himno de mi país).

A pesar de todo ello, allí estaba sentado en la fila 7, asiento 14, del American Airlines Arena de Miami, esperando a que comenzara el concierto de Ricardo Arjona, quien había tenido la generosidad de visitarme en mi programa de televisión (sorprendiéndome con su inteligencia y sentido del humor, diciendo que mi bisexualidad se debe a que soy “un glotón” y a que “cualquier colectivo me lleva a mi casa”) y de invitarme luego a su concierto.

No estaba en mis planes ir a un concierto de Ricardo (ni de nadie) en este último tiempo antes de morir en una clínica suiza bebiendo veneno dulce a diez mil euros el vaso, pero, contra todo pronóstico, me dije que debía hacerlo por razones de cortesía (Ricardo había sido muy amable al venir al programa), por razones de avaricia pura (la entrada me salía gratis) y, principalmente, por razones de investigación sociológica: todas las mujeres que en mi vida han sido, absolutamente todas (tampoco es que sean tantas, pero son más de las que habitan en mí), me habían confesado, en algún momento de la intimidad amorosa o del intercambio de fluidos y secreciones, que nunca podrían amarme a mí como amaban a Ricardo Arjona. Esto era entonces algo que me intrigaba desde hacía ya más de dos décadas: que cualquier mujer que aceptaba o se resignaba a ir a la cama conmigo terminaba diciéndome que el sueño de su vida era conocer a Arjona y hacer el amor con él. Hubo incluso una joven que, en plena escaramuza genital, me dijo (cómo se han desinhibido las chicas de ahora) que estaba pensando en Arjona y no en mí y por eso cerraba los ojos.

Lo que no calculé, por tonto y atropellado, fue que llegar al concierto a las siete y media de la noche sería un error, pues Ricardo salió a cantar a las nueve, y durante esa hora y media de espera algunas mujeres que me reconocieron vinieron a tomarse fotos conmigo y a decirme que me encontraban agradable, gracioso, vagamente atractivo, modosito y papichulo, de modo que sobarse conmigo les parecía una manera divertida y estimulante de perder el tiempo a la espera de que saliera Ricardo. Me sentí humillado, ultrajado. Sentí que estaba calentándole el público a Ricardo. Sentí que estaba hirviéndole el agua para que él se tomara el té. Sentí que yo era solo un bocadito o canapé para esas mujeres voraces que habían acudido aquella noche a devorarse el plato de fondo, al legendario cantante, seductor y domador de fieras, Ricardo Arjona.

Un tanto abrumado por las fricciones, los halagos, los pellizcos y el roce de mejillas con tantas mujeres ardientes, procuré espantarlas echando mano a mi conocido repertorio de pirotecnia verbal (soy impotente, soy más gay que Liberace, tengo cáncer terminal y moriré a fin de mes, ya me han dado la extremaunción, mi pene es tan diminuto que no alcanza las dimensiones de un frijol, un garbanzo o una habichuela), pero la bulla era tal que mis coartadas no conseguían disuadir el furor uterino de las fanáticas de Arjona, quienes se sacaban una foto conmigo como quien se come un pan duro antes de engullirse el lomo fino. Diré algo de lo que me enorgullezco: no rechacé un solo pedido de foto y a todas les dije que estaban lindas, regias, guapísimas, y sonreí siempre con la mansedumbre de un bobo asustado.

Cuando Ricardo salió al escenario y comenzó a desplegar sus dotes de hechicero y sumió en un estado de hipnosis profunda a la multitud variopinta, pensé que me encontraba a salvo del acoso de sus admiradoras y que podría disfrutar tranquilamente de sus canciones, especialmente las de su último disco, Quinto piso, que había escuchado antes de entrevistarlo.

Fue entonces cuando apareció la monja loca.

No estaba en mis planes hallarme en el concierto de Ricardo aquella noche, pero, sobre todo, no estaba en mis planes advertir aterrado que una monja loca vendría caminando hacia mí con una determinación suicida, con la mirada trastornada, en una suerte de vuelo kamikaze, poseída por una fe inquebrantable, dispuesta a cumplir una misión redentora, purificadora, no exenta de sangre derramada.

Podría alegarse que “una monja loca” es una tautología. En principio, suscribo esa idea o calumnia: toda monja, por definición, ha de estar más o menos loca; dicho de otro modo: una mujer razonable no podría ser una monja. Pero escribo con énfasis el adjetivo “loca” porque esta monja no era una monja ordinaria, cualquiera: era joven, guapa, estaba enteramente vestida de monja (o de novicia), con un hábito color café o caramelo, y estaba en Miami, en el concierto de Ricardo Arjona. Todo ello me dejó, a la vez, perplejo, estupefacto y devorado por el miedo de quien ve acercarse la muerte en la forma improbable de una monja de cejas pobladas y mirada flamígera.

Un número de preguntas quemantes se agolparon en mi mente: ¿por qué una mujer joven y atractiva se torturaba siendo monja? ¿Qué hacía una monja vestida como tal en un concierto de Ricardo Arjona? ¿Sería realmente una monja o un travesti o drag queen? ¿Cómo era posible que todavía existiera una monja en Miami, donde la canícula abrasadora se encargaba de extinguirlas a todas sin piedad, del mismo modo que no podrían sobrevivir pingüinos en Miami?

Resignado a que al parecer estaba escrito en mi destino morir acuchillado por una monja loca en un concierto de Arjona, esperé gallardamente esa cita con la muerte. Sentí, como dicen que sintió Borges en una casa alquilada en Ginebra, en junio de 1986: ha llegado la muerte, está aquí, y es fría, helada.

La monja atropelló sus pasos, clavó su mirada ardiente sobre mí, me sujetó de los brazos, me miró como si fuera a hipnotizarme o a exorcizarme o a vampirizarme, me miró con una gravedad de monja que le ha perdido el miedo a todo lo humano, y me dijo:

—Te amo, Jaime Baylys. Antes te odiaba, pero ahora te amo.

Dos cosas llamaron poderosamente mi atención: el aliento de la monja delataba que se había empujado recientemente comida enchilada o encebollada, y sobre sus labios voluptuosos se asomaba un vello incipiente más recio y viril que el mío.

La monja no me dio oportunidad de decir palabra y prosiguió gritándome al oído, sin dejar de sujetarme los brazos:

—Antes te odiaba, Jaime Baylys. Pero una noche, en el convento, vi una fila de hormiguitas caminando ordenadamente y de repente noté que una hormiguita se salió de la fila y se fue a caminar por su cuenta, se perdió solita, alejándose del resto de las hormiguitas, y en ese momento comprendí que esa hormiguita perdida eras tú, Jaime Baylys.

Por puro instinto de supervivencia, atiné a comentar:

—Sí, sí, esa hormiguita era yo.

—Eras tú, Baylys, eras tú —siguió la monja—. La hormiguita perdida eras tú. Y mi misión es llevarte de regreso a tu familia de hormigas.

La monja loca parecía embriagada de un amor tóxico y muy segura de que nada le impediría cumplir su misión.

—Gracias, muchas gracias —le dije.

Ella me tomó de la mano, me miró como si hubiese hallado al gran amor de su vida y me cantó al oído lo que en ese momento estaba cantando Ricardo en el escenario: “¿Qué estás haciendo tú, qué estoy haciendo yo, subastando en el mercado besos tan improvisados con despecho al portador?”.

Luego me dijo, sus manos sudorosas enlazadas con las mías, su bigote incipiente en entredicho con sus ojos almendrados:

—Eres mi hormiguita, Jaime Baylys. Te amo.

Me pareció evidente que si me negaba a ser su hormiguita, la monja me mataría. Por eso me uní al coro de Ricardo y canté: “¿Qué estás haciendo tú, qué estoy haciendo yo, malgastando en cualquier cama lo que se nos dé la gana para vengarnos de los dos?”.

En un momento de distracción, cuando la monja sacó una cámara digital y se puso de espaldas a Ricardo y empezó a dispararse fotos en las que ella salía sonriendo con Arjona al fondo, salí corriendo como un demente, sorteando a los guardias de seguridad, corriendo como un atleta olímpico, sintiendo el aliento acezante de la monja loca que venía agitándose detrás de mí, gritando:

—¡Hormiguita, hormiguita, no te me escapes!

Corrí y corrí a toda prisa, trepé como cien escaleras a una velocidad de la que me creía incapaz (pero mi vida estaba en juego y no podía dejarme alcanzar) y en algún momento salí del coliseo, bajé como un lunático las escaleras, esquivé a un mendigo, subí a mi auto y salí disparado. A lo lejos, jadeando en la playa de estacionamiento, la monja me hacía unos gestos ampulosos y enfáticos, unos gestos que podían ser los de una bendición o una condena a muerte o los de un insulto cantinero.

A salvo de la monja loca, pensé: está claro que si Dios existe, tiene que ser un comediante.

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