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18 de diciembre de 2001

LA VUELTA A LA MANZANA

El editor deportivo del diario El Tiempo corrió para SoHo la maratón más importante del mundo: la de Nueva York. Relato, paso a paso, de los 42 kilómetros de la competencia que tuvo que padecer.

Por: Mauricio Bayona

Bstaba con asomarse por la ventana del hotel Middle Town, ubicado en la 49 con Lexington, para darse cuenta de que el clima de Nueva York de ese 4 de noviembre era un aliado incondicional. Todos, el día anterior, pronosticaban frío y lluvia para la maratón. Todos se equivocaron.
El cielo de Nueva York era de un azul intenso, más de lo que se esperaba para las seis de la mañana de ese domingo ya entrado en un otoño que se desvanecía y daba paso al invierno. Sin duda, era un buen comienzo para tomar un ligero desayuno —más lleno de proteínas y carbohidratos que de sabor— antes de tomar el bus que nos llevaría a los 33 mil atletas de Manhattan al puente Verrazano, donde se iniciaría la carrera a las 10:50 de la mañana.
Pero si el clima era dulce, la brisa leve y, en fin, todo suponía ser un feliz comienzo de los 42 kilómetros, el sueño y la pereza pudieron más. En otras palabras, no estuve listo para cumplir la cita del bus y, simplemente, lo perdí. Fue un grave error. En realidad, fatal, más cuando en tiempos de guerra en Estados Unidos los horarios, las órdenes y las restricciones eran un asunto serio.
Con el bus lejos, la única salida para llegar al puente Verrazano era tomar un taxi. Fue el segundo error del día. Por un lado, porque costaba 100 dólares. Por otro, porque la vuelta fue totalmente inútil. Al llegar a una de las puntas del puente, la Army, la Fuerza Aérea, todo el poder bélico y hostil de Estados Unidos, estaba con la orden de no dejar pasar a nadie. No había excepciones.
Un agente, tosco, me dijo a gritos que no podría cruzar el puente y que era mejor que pensara en no correr la maratón. Pedí clemencia. Pero él, o era sordo o cumplía al pie de la letra las órdenes de sus superiores. Pese a la rabia de ese instante, creo que era lo segundo.
Eran las nueve de la mañana y todo estaba perdido. Me encontraba en Nueva York, cierto, pero sin poder correr una carrera en la que había estado pensando con insistencia todo el año. Además, el taxista que me había llevado al puente Verrazano, como suele ser, era árabe, lo cual tenía menos presentación ante una rígida y paranoica ley estadounidense.
Pero el árabe resultó ser un ángel. Al menos no se venció tan fácil, mientras que yo ya había decidido echarme a la pena. En el camino que me traía de vuelta a Manhattan, a mi hotel exactamente, al árabe se le ocurrió llevarme a tomar un barco que me llevaría a la isla Staten donde comenzaba la maratón.
Mi primera reacción fue el tercer error del día. Le dije que no, que ni siquiera hiciéramos el intento. Pero tuve suerte, ya que el árabe no entendió mi inglés o, simplemente, no le dio la gana llevarme al hotel.

En sus marcas…
A las 9:20 de la mañana estábamos en el puerto. Y, ante todo pronóstico, vi algunos hombres y mujeres con el número oficial de la carrera, lo cual era un signo de que algo podría estar bien. Me bajé y le pregunté a un ruso si iba a participar en la maratón. La pregunta, lógico, era tonta, ya que el tipo estaba en pantaloneta, tenía el número en su pecho, tenis, gafas y gorra de atleta; todo. Me dijo que sí y que el próximo barco saldría a las 10 de la mañana, lo que nos daba el tiempo exacto para llegar tres minutos antes de que se iniciara la maratón.
Así fue. Le cancelé al ángel árabe, me monté en el barco y, a las 10:20 de la mañana, estaba en la isla Staten, a dos kilómetros de la salida oficial de la maratón de Nueva York. Ya en la isla, tomé un bus que me dejó a 500 metros de la partida, llena de policías armados hasta los dientes. Me revisaron los tenis, el número y la bolsa que dejaría en uno de los camiones de Federal Express para después reclamarla en el Central Park, lugar de llegada de la maratón.
A las 10:45 de la mañana, me encontraba en medio de 33 mil atletas. Ya había dejado la bolsa con ropa seca y frutas, ya había entrado a un baño portátil maloliente y ya había pasado la tristeza. Eran las 10:50 de la mañana, empezaba, entonces, la Maratón de Nueva York, la quinta de mi vida como atleta aficionado.
Sonó el disparo y se oyeron los gritos. Era emocionante ver tanta gente en el mismo cuento, una mejor preparada que otra, una más flaca, una más linda y valiente. Yo, creo, estaba en el grupo que estaría dispuesto a sufrir hasta el alma para hacer un tiempo digno, algo así como cuatro horas. No más de eso.
Por llegar tarde me encontraba, literalmente, en la cola de esa serpiente de hombres y mujeres que se extendía más de un kilómetro. Eso significaba que, para pasar a un lugar más apropiado con el fin de tomar ritmo en mis piernas, primero tendría que adelantar a toda clase de seres.
No exagero: los dos primeros kilómetros de la maratón parecían y olían a circo de pueblo. Por un lado, y aún no se bien por qué, a todo el mundo le da por orinar, hombres y mujeres. Los tipos lo hacen hacia el mar desde el puente, mientras las mujeres se acurrucan en la calle, como si estuvieran en el baño de su casa. No hay pudor, lo cual está bien. Menos, malicia, lo cual está mejor.
Lo dicho. Después de orinar, acompañado de miles, me inicié en la tarea de pasar gente. Así fue. Mentiría si no digo que empecé a dejar de un lado a atletas de más de 100 kilos de peso, de 80 ó 90 años, unos disfrazados de Papá Noel, otros de bailarinas, de bomberos, con botas de gaucho y hachas, de sacerdotes.
Eso no era gran cosa. No, lo digo en el plano deportivo. Era divertido, que es distinto. También es dulce ver tanta gente que prefiere gastarse la vida corriendo maratones para diezmar penas del alma, desamores, deudas con la moral o recordar sus muertos. Mientras pasaba gente, mas veía camisetas con nombres y fotos con breves leyendas que decían, palabras más, palabras menos, “te amo, nunca te olvidaré”, “descansa en paz”, “eres mi gato preferido”, “volveré”, y todo ese tipo de cosas, muy de una sociedad como la gringa.
Por fortuna, yo no estaba en ese grupo. Corría y estaba en Nueva York, por un estilo de vida. No extrañaba mis perros, no corría por falta de apetito sexual; corría, repito, porque me gusta y porque lo había decido seis o siete años atrás.

Paso a paso
Era el kilómetro cinco y faltaban 37. En ese momento todavía no era fácil moverse y pasar gente. Todo lo contrario. Era traumático y a la vez peligroso, más cuando cada kilómetro y medio, aproximadamente, se encontraban estaciones con agua, Gatorade y banano; entre otras cosas. El problema no eran las estaciones, era lo resbaloso que se ponía el piso y la gran cantidad de personas que se detenían a tomar y a recuperar fuerzas.
Yo también paraba. Sabía que para resistir el ritmo, o para mejorarlo, ya entrados los kilómetros, lo mejor sería estar bien hidratado. Me detenía, entonces, tomaba agua de un vasito, Gatorade de limón de otro y un mordisco de banano que me sabía a gloria.
En esa historia no gastaba más de 12 segundos, lo que para mi tiempo de cuatro horas estaría más que bien. Habían pasado tres kilómetros más y el ritmo de carrera era más suelto y fluía. Una buena noticia, sin duda, más cuando las pulsaciones que marcaba mi reloj estaban muy por debajo de lo pronosticado. Me explico: si para esa parte de la carrera debería llevar un ritmo cardiaco de 150 pulsaciones por minuto, el reloj me señalaba algo así como 135, una excelente noticia porque significaba apretar el paso sin sufrir tanto.
Pero así no fue. O la verdad, no quise que fuera así, aun sintiéndome fuerte y rápido. Un año atrás, exactamente en el mismo maratón, la fatiga y el cansancio habían llegado después del kilómetro 25, al punto que tuve que detenerme un par de veces y caminar en medio de calambres. Y para este año no quería lo mismo.

‘Chupando’ tenis
En el kilómetro 12 estaba en Brooklyn. Y no sólo me sentía más y más fuerte, sino que era fácil distraerse con las calles de esa parte de Nueva York, que sin ser la más linda, para mí era la más dulce en ese momento. En cada cuadra había una banda de rock, o un ciego cantando, o un grupo de niños con banderas de México. No importaba. Era una manera de tomar ánimo, sobre todo, cuando todavía me encontraba a siete kilómetros de la primera mitad de la carrera.
El paso por Brooklyn fue largo pero positivo, ya que no sólo me sentía mejor, sino que hice lo que muchos hacen en este tipo de carreras, es decir, tomar un punto de referencia y no soltarlo nunca, al menos no antes de morir en el intento.
Mi punto de referencia era una mujer de unos 20 años, de pelo largo, piernas de atleta, camiseta sin mangas, corta hasta el ombligo y aún no sé bien por qué bronceada. Nada mal, para pegármele por el resto de la carrera, si era capaz de mantenerle su ritmo que se veía parejo y sólido, sin muchas señales de desfallecer.
Me le pegué sin timidez. Ella, por su parte, se dio cuenta, pero siendo honestos creo que le gustó la idea, al menos mientras trataba de dejarme más adelante, cuando no me necesitara más. Llegamos juntos al puente Pulaski, que en otras palabras significaba 21 kilómetros, la mitad de la competencia.
Mi compañera miró su reloj y me hizo un gesto de satisfacción, pero sin ser mucha. Y tenía razón. Habíamos pasado los 21 kilómetros en 1:53 minutos (tiempo oficial), lo que significaba que, de seguir así, haríamos con relativa facilidad menos de cuatro horas. Estábamos bien, pero tampoco para festejar.
A mí no me preocupaba el tiempo sino las pulsaciones. Y en ese momento, mi corazón seguía muy por debajo de lo pronosticado, una excelente noticia. Pero faltaba la mitad de la maratón y lo más duro, por aquello de los falsos planos de Manhattan, que no en vano tienen una fama implacable de romper las piernas.
Ante todo pronóstico fui yo quien empezó a apretar el paso y no mi bella y anónima compañera de carrera. Fue una decisión que tomé en un segundo y que no dejaba de ser riesgosa, tal vez imprudente. Pero tenía que hacerlo. Repito que el corazón en mi reloj no mostraba fatiga, y de ánimo y piernas me sentía cada vez mejor, como si los 21 kilómetros anteriores hubieran sido poca cosa.
A esas alturas la carrera era otra. Las malas caras eran un común denominador. Mientras que a algunos se les veía tirados en las calles tratando de evitar calambres a punta de fugaces fricciones y masajes autorecetados, a otros el vómito los atacaba. En realidad, la escena era normal. En una maratón, después de los 25 kilómetros, el mundo es otro: cruel para algunos, dócil para otros.
Yo, por fortuna, estaba entre los del segundo grupo. Sabía que estaba entrenado, pero también tenía la suerte de estar en un buen día. Como todo en la vida, donde hay veces se amanece bien y, otras, en cambio, el asunto resulta complicado.
Mi bella compañera sin nombre era insistente. Ya estabamos cerca de Manhattan, es decir a 12 kilómetros de la meta en el Central Park. Pero en los más duros. No valía la multitud llena de caras bonitas a los lados de las calles. No. El cansancio se ponía serio, así como unos impertinentes signos de calambres. Pero el riesgo ya estaba tomado. Había apretado aun más el paso, al punto de que la mujer que me había acompañado por más de 15 kilómetros se quedaba a unos metros de mi espalda.
No lo niego: fue una buena noticia. No por dejarla, sino porque significaba que seguía fuerte y mentalmente preparado para terminar la carrera en menos de 3 horas y 40 minutos. De Manhattan pasamos al Bronx por un par de kilómetros y volvimos a Manhattan para llegar al Central Park, a los últimos seis kilómetros, los más largos.

“Run, Forrest, run”
El calambre en mis piernas era evidente. Más, cuando la escena en el interior de la maratón era, por decir lo menos, cruel. Ya nadie gritaba con aliento. En general, se oían gemidos de angustia y de dolores musculares, algo difícil de descifrar. Una ambulancia en la mitad de la calle recogiendo a una desfallecida atleta a pocos metros del Central Park daba evidencia de lo que era el final de la maratón.
Entré al Central Park a los tres últimos kilómetros. Sabía, como cuando pasé la primera mitad de la maratón, que debía apurar el paso. Y volvió a ser así. Me jugué los restos en medio de una gente que me daba ánimo como si me conociera de años atrás. En realidad, el apoyo era para todos, pero era bueno sentir que era propio, de nadie más.
Faltaba sólo un kilómetro y el calambre llegó sin avisar. No me detuve. Bajé un poco el paso, apreté los dientes y aguanté el dolor. No me hubiera perdonado caminar o tirarme al suelo, por eso no lo hice. Tomé un segundo y tercer aire y pude pasar la meta, entre los primeros cuatro mil, en 3 horas y 39 minutos, algo que nunca me imaginé. Al final, me hubiera gustado saber el nombre de la bella atleta que me acompañó por más de 20 kilómetros. Pero no la volví a ver, tampoco la busqué. No había necesidad. Ella ya había hecho suficiente por mí.