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23 de octubre de 2002

Las sobras de la rumba

Los célebres cronistas que descubrieron el caso de Luis Alfredo Garavito, el violador y asesino de 192 niños, hicieron un turno completo en las urgencias de un hospital para registrar los casos que llegan empujados por los excesos de un sábado por la noche. Aquí está la otra cara de la rumba.

Por: Óscar Escamilla y José Luis Novoa S.

En esta central de urgencias médicas hay un gran cuaderno de contabilidad. La carátula es verde y tiene hojas divididas en columnas. Su lugar fijo es el destartalado escritorio que queda justo al lado de la puerta de entrada. Nadie ingresa sin pasar por allí y el policía de turno tiene como misión llevar un registro de todos los casos que quizás pudieran tener interés judicial. Los escribe en apretados resúmenes de un párrafo que tienen al lado la fecha y hora de ingreso. La noche arroja aquí a buena parte de sus borrachos y sus personajes: los hay atropellados, intoxicados, con escopolamina hasta el tope, y algunos con lesiones memorables, como pronto se verá. El cuaderno está repleto de esas historias, escritas con una ortografía de cuatreros. Que Colombia entera cabe en una sala de urgencias de cualquier sábado en la noche lo testifican esas páginas.

Estamos en el hospital de Kennedy, en el occidente de Bogotá. El cambio de hora oficial para que acabe la rumba: de la 1:00 a.m. a las 3:00 a.m. tiene a todos los médicos de aquí entregados al pesimismo. También lo están los de la Central de Urgencias de la Clínica San Pedro Claver, donde estuvimos en el turno de anoche. Casi todos creen que se dispararán las cifras de accidentes en los fines de semana y que en las madrugadas sus centros médicos volverán a rebosar de gente que salió de la rumba creyendo que por poder mantener el equilibrio en una pierna estaban en condiciones de manejar.

Aquí, en Kennedy, tienen razones para temerle a un desborde de trabajo. Este hospital, junto con otros cuatro repartidos por los puntos cardinales de Bogotá, soporta casi todas las urgencias por trauma ?bala, cuchillo, accidentes de tránsito, etc.? de toda la ciudad. Esto no es ER, la serie gringa de televisión. O quizás sí. A su modo. A la colombiana.

El edificio tiene unos veinte años, la fachada es de ladrillo y por fuera se ve relativamente moderno. La central de urgencias queda en el primer piso. La zona crítica la componen dos salas: la de emergencias y la de reanimación. A la de emergencias llegan los que no dan espera: ingresan en camilla o con heridas abiertas y urgentes de tratar. La sangre va por delante. ?Trauma mata todo?, dicen los médicos. Allí, a cada cama le corresponden varios monitores de signos vitales, tanques de oxígeno y sueros. Una puerta conecta con la temible sala de reanimación. Esta es la zona de los choques eléctricos en el pecho, las sondas por nariz, pene y boca, las traqueotomías inaplazables y la respiración artificial. Requisito único para entrar: estar pisando el borde la muerte.

La guardia médica comenzó a las siete de la noche y hasta las once y media solo hubo ?casos menores?. A las 11:40 p.m. entró un joven de 19 años con dos puñaladas en el abdomen. Al parecer, la esposa lo había acuchillado en un ataque de celos.

A esa misma hora entró la primera víctima de los tragos, aunque no venía de una taberna sino de una vereda a las afueras de Bogotá. Era un campesino de 57 años, enfermo de la próstata y al que le había dado por tomarse, contra toda prescripción médica, ?unas cervecitas?. El pobre apenas daba patadas convulsas contra el piso y se agarraba con fuerza al escritorio del médico regañón que primero ?vaciaba? a los pacientes y luego los atendía.

Un poco más tarde llegó un taxi con un muchacho de unos 25 años, desmayado, pasado de kilos y con el chaleco de motociclista puesto. Cuando la camilla pasó frente al escritorio quedó en el aire una espesa tufarada de alcohol y cigarrillo. Lo metieron sin papeleos en la sala de emergencias.

Muy cerca se oyó la sirena de la ambulancia del hospital. Llevaba un atropellado que reportó un taxista: era un hombre delgado de unos 30 años, inconsciente y protegido con un cuello ortopédico. En la sala de emergencias una de las dos médicas le tomó los signos vitales, ordenó que le pusieran suero intravenoso y le empezó a romper la ropa con una tijeras que no cortaban. Dos equipos médicos trabajaban en ambos heridos. ?¡¡¡¿Alguien tiene unas tijeras que sirvan?!!!?, gritó con autoridad la doctora, una mujer rubia, joven y pequeña, montada en unos tenis blancos de suela alta. En pocos segundos el hombre estaba en calzoncillos y medias. Apenas si movía la cabeza para quejarse.

En medio de aquella batahola aparecieron en la sala de emergencias dos tipos furiosos exigiendo a gritos que atendieran rápido a un hombre desgonzado que intentaban montar en una camilla. ?¡Hijueputas, no lo vayan a dejar morir!?, gritaba uno. ?¡Rápido que se nos muere!?, alegaba el otro. El herido era un moreno corpulento al que un carro fantasma atropelló cuando cruzaba la avenida Primero de Mayo. Tres celadores y el policía de turno los sacaron a la fuerza de la sala. Una vez afuera siguieron insultando y amenazando a los médicos por si dejaban morir a su amigo.

Un par de minutos después llegó una patrulla de la que se bajaron tres uniformados. El conductor de la ambulancia se abalanzó sobre ellos para pedirles que detuvieran a esos borrachos que camino al hospital destrozaron por dentro el vehículo y le rompieron el vidrio panorámico. A empellones los subieron a la patrulla.

Adentro, la sala de emergencias estaba agitada. Los tres heridos ?el motociclista gordo y ebrio, el atropellado recogido en la calle, y el que llegó con el par de borrachos vociferantes? eran atendidos por un equipo de once personas que pasaban bolsas de suero, tomaban muestras de sangre, llenaban formas, hacían preguntas, inyectaban medicamentos, colocaban los fonendoscopios al pecho de los pacientes, tomaban la tensión, gritaban cifras y decidían.

Dos de los médicos sacaron un par de tiras de cartón de una caja grande y se las ataron con esparadrapo al brazo derecho ?como una entablillada rudimentaria? al amigo de los rompeambulancias, que ahora estaba desnudo, con cuello ortopédico y tenía insertada en el pene una sonda que terminaba en una bolsa para recoger la orina. Pronto lo pasaron a la sala de reanimación. Allí, una de las médicas le introdujo otra sonda por la garganta para conectarlo a un respirador artificial. Para entonces el hombre del accidente en la moto había recobrado el sentido y estaba sentado en una silla, en calzoncillos y medias, explicándole a uno de los médicos que tomaba apuntes sobre lo ocurrido.

Arriba, en el segundo piso del hospital, están las salas de cirugía. De cada cien pacientes que entran por urgencias solo tres o cuatro son subidos a cirugía. Son seis salas atendidas por un solo equipo de emergencias de diez personas dirigidas por un cirujano en jefe.

A las 11:55 p.m. llegó el muchacho apuñalado. ?¿Empezamos?... ¡Bisturí!?, dijo Marcos Tarazona, uno de los dos médicos residentes. Minutos antes había instalado en un estante un discman y unos parlantes, y de entre una pila de 14 discos compactos escogió la música para la primera cirugía de la noche. The Coors comenzó a sonar mientras la instrumentadora le ayudaba a ponerse unos guantes estériles de látex y una bata verde desinfectada.

Marcos tenía un gorro de cirugía de bandas alternadas de morado claro y oscuro y perros dálmatas y huesitos salpicados aquí y allá. Más tarde supimos que también tiene gorros de tiburones, de delfines, de Coca-Cola, de los caramelos M&M y de renacuajitos, entre otros. Los consigue por internet. Sus zapatos de cirugía son unos zuecos plásticos de un azul profundo. Son importados, duran años, cuestan unos 70 dólares y su gran virtud es poder ser esterilizados en las máquinas de autoclave, como cualquier otro elemento de la mesa de operaciones. No era el único que tenía unos zapatos así en esa sala. Otro tenía unas gafas de lentes muy anchos con modernas bandas para asegurarlas y un tercero, unos zuecos morados con pequeños agujeros esparcidos por toda su superficie. Salvo Ardila, el cirujano jefe, los demás médicos parecían menores de 25 años.

Cuando los tres heridos ?el motociclista ebrio, el recogido en la calle y el amigo de los borrachos vociferantes? parecían darle un respiro al equipo médico entraron a la sala de emergencias dos adolescentes, uno de ellos de piel blanca y cabello rubio claro, que tenía una puñalada en el lado izquierdo del tórax. Estaba pálido y asustado. Uno de los médicos lo sentó en una silla y le hizo las preguntas de rutina: ?¿Qué le pasó??, ?¿en qué lugar le hicieron eso??, ?¿cómo fue??

Luego de las preguntas y las respuestas el médico introdujo su dedo meñique en la herida y se hundió sin ningún esfuerzo hasta la mitad. Había que subirlo de inmediato a cirugía. Lo pasaron a una camilla, le colocaron suero y una máscara de oxígeno, le tomaron muestras de sangre y lo desnudaron. Se veía flaquísimo acostado allí. Un tatuaje le resaltaba en el brazo; era una cruz roja con un borde negro, como las que se graban algunos aficionados al rock pesado. Apretaba su billetera contra el pecho y solo la soltó cuando entró su hermano menor, de unos 16 años, que no aguantó y se puso a llorar mientras le acariciaba la cabeza. La enfermera lo sacó de la sala. El muchachito no tardó en entrar de nuevo con la promesa de no seguir llorando, pero al poco tiempo la había roto y lloraba desconsolado sobre la baranda de la camilla de su hermano herido.

En ese momento se despertó el recogido por la ambulancia y pidió que lo ayudaran a bajar de la camilla para ir al baño. Primero lo hizo como si se tratara de una súplica: ?Estoy que me hago del cuerpo, por favor ayúdenme?. Y luego subió el tono en la medida que nadie lo ayudaba: ?¡Si no me levantan de aquí, entonces me cago!? Una de las doctoras le dijo que no podían levantarlo, pues debían hacerle un examen primero para saber si tenía lesiones en la columna vertebral, que entendiera que era una imprudencia ponerse de pie y que si lo hacía era bajo su riesgo. El hombre respondió que prefería cualquier cosa menos cagarse en los calzoncillos y entonces uno de los camilleros lo desató, lo ayudó a bajar y le indicó dónde quedaba el baño. Salió en ropa interior por el corredor. Al rato regresó y se subió de nuevo en la camilla.

En la sala de cirugías seguían cosiendo al apuñalado. A The Coors lo reemplazó un álbum de baladas rock: Bonnie Tyler, Bon Jovi y cosas por el estilo. Hacia las 2:15 a.m. las suturas internas llegaban a su fin y empezaba el lavado abdominal que acompañaron con Escalera al cielo, de Led Zeppelin.

Cuando estaban haciendo la sutura interna de la piel del vientre una de las residentes le trajo noticias al cirujano jefe: en camino venían un muchacho con herida en tórax, otro con apendicitis y un tercero con cuerpo extraño en recto.

¿Cuerpo extraño en recto??

Sí, doctor. Se metió un bombillo por el ano?.

Abajo, en urgencias, una mujer entró con su hija, una joven menudita que parecía no tener más de 14 años. Se quejaba de un dolor abdominal. ?¡No puedo!, ?¡no puedo más!?, ?¡dios mío, mamá, que alguien me ayude, que no puedo más!?, gritaba desde la camilla. Una de las doctoras se acercó, le palpó el abdomen y le preguntó: ?¿Cuándo fue la última vez que tuvo relaciones sexuales?? ?El mes pasado, doctora?, respondió la joven. La mamá se quedó mirándola con una mueca de sorpresa que le empeoró cuando la doctora le dijo: ?Está embarazada? y dio la orden para que un camillero la llevara a ginecología. La mamá iba detrás y la joven, que en realidad tenía 19 años, dejó de quejarse de repente.

Al amigo de los que destrozaron la ambulancia no le pudieron tomar el TAC (un examen para obtener imágenes del interior del cuerpo) porque temblaba convulsamente y las placas salieron mal. Debían esperar a que se estabilizara y tomarlas más tarde. A esa hora, no se le veía bien: su piel tenía un color de tierra árida.

El que se accidentó en la moto salió de la sala de emergencia vestido, aunque le faltaba un zapato. Tenía la cara mofletuda y un ojo negro. Se sentó con su novia y se puso a llorar en su hombro como un niño asustado.

Cerca de ellos estaba un muchacho rubio que miraba la escena cruzado de piernas. Su piel parecía la de un viejo muñeco desteñido por el tiempo. Llevaba el cabello corto, ondulado y peinado hacía atrás. Sus ojos eran claros y hundidos más de lo normal, como ahogados en sus cuencas. Dijo que trabajaba en publicidad y que desde las tres de la tarde estaba esperando que lo atendieran, pero que nadie le había puesto cuidado, así que se fue y regresó a las nueve y ahora esperaba que lo llevaran a cirugía. ?Estoy de pie, de milagro. Tengo un derrame intestinal que me tiene orinando sangre. Cómo será que tengo ganas de ir al baño y no voy porque sé que voy a seguir orinando sangre?.

Ya eran más de las dos de la madrugada. La rumba ya debía estar en su fase final y desde entonces había más ?prendidos? y borrachos deambulando por las calles. Era previsible una pequeña ola de urgencias. Efectivamente eso fue lo que ocurrió.

Tres adolescentes negros entraron a la sala de emergencias con una muchacha en los brazos, pero solo se quedó con ella el novio, tan asustado que no quiso decirles a los médicos el nombre de ninguno de los dos, ni tampoco dónde vivían. Lo único que dijo era que ella tenía 15 años, que estaban bebiendo trago y que se había caído por unas escaleras. De pronto, los celadores sacaron a todos los que no fueran estrictamente necesarios en esa sala, incluso algunos pacientes. Alguien murmuró que seguro la iban a desnudar.

Afuera, en la entrada vehicular, hacía un viento glacial. Después de unos minutos era mejor entrar. La sala de emergencias ya estaba abierta y la adolescente afuera, vestida y con un cuello ortopédico. Estaba profunda.

Poco después llegó un muchacho de unos 20 años que entró como si viniera de visita. Tenía una herida en la frente y la cara lavada en sangre. Venía del brazo de otro adolescente. Ambos olían a licor y le explicaron a uno de los médicos que en una riña callejera le habían pegado un ladrillazo en la cabeza. Le revisaron la herida y debió sentarse a esperar a la encargada de suturar. Saldría a eso de las seis de la mañana con una carpeta debajo del brazo.

Después llegó una joven negra y alta, que se bamboleaba de la borrachera y tenía una herida superficial con navaja en el hombro. Pidió que la cosieran y mientras esperaba atención se sentó y se fue durmiendo dejando caer la cabeza entre las piernas. Luego se levantó y salió a la puerta: ?¡Déjenme ir, que en el San Blas si me atienden, ve!?, dijo con acento caleño y se fue con un par de amigas.

A las tres y media de la madrugada llegó una pareja. Ella, de unos 25 años y él, de unos 30, con acento paisa y una herida en la cabeza. La camisa de arabescos y el bluyín estaban llenos de sangre. Alguien le pasó una gasa y él empezó a pedir: ?Que mire, parce, cómo estoy, necesito que me cosan?. Luego se acercó a la mujer y le dijo: ?Parcera, lo que es yo pelo a ese hijueputa mañana. ¡Que le vayan alistando el funeral!? Luego intentó irse y regresó de nuevo: ?Si le preguntan, usted dice que me pegaron un botellazo en una pelea, nada de decir nada?. Y se fue de nuevo a la puerta de la sala de emergencias. A un médico que pasó delante suyo le dijo: ?¡Venga, parcero. Mire cómo tengo esta herida!? El médico le pidió que esperara un poco porque estaban suturando a otro paciente, y no había más personal. El paisa se quitó la gasa de la cabeza y le escurría sangre. ?Es que mire, si no me cosen, ¡pailas!, me desangro?. Intentó irse de nuevo pero lo convencieron de que esperara un momento, que ya casi iban a acabar con el que estaban suturando. ?No, ¡qué hijueputas!, yo me voy de esta chimbada?, le dijo a ella y pidió que le cerraran la historia clínica. El celador le dijo que entonces debía firmar un papel autorizando bajo su riesgo la salida del hospital. El policía estaba atento. Por fin, de tanto ir y venir, lo hicieron entrar a la sala de suturas, le desinfectaron la herida, le aplicaron una inyección y el médico empezó a coser.

La practicante demoró unos 45 minutos en hacer la sutura superficial del vientre del muchacho apuñalado. Al terminar todo estaba tan limpio y la costura era tan elegante que no se hubiera adivinado el desastre de vísceras que los cirujanos tuvieron que reparar adentro durante dos horas y media de tensa concentración. Solo después de esto se pudieron relajar y el equipo empezó a comentar lo del ?cuerpo extraño en recto? sumando una broma tras otra (?¡Es mi hijo. No me lo quiten!?. ?Se nos va a fundir?. ?Es que no usó bombillos ahorradores de energía?) entre las que terminaron bautizando al paciente como ?El Iluminado?.
q Luego vinieron dos cirugías sencillas: un tubo de tórax y una extracción de apéndice. Un rato después en todo el piso solo se escuchaba el tecleo de una máquina de escribir en la que los residentes redactaban los informes de las tres cirugías. Todos quedaban a la espera de ?El Iluminado?.

Hacia las cuatro de la mañana el hombre que antes suplicó por ir al baño empezó a protestar porque tenía mucho frío y solo una sábana encima. Luego se paró delante de una de las médicas con el cuello ortopédico en la mano y le preguntó con altanería: ?A quién le entrego esta mierda. Yo me voy?. Llevaba la camiseta abierta a la mitad con las tijeras y una chaqueta rasgada. La doctora miró su historia, le explicó qué debía hacer y se perdió.

Al amanecer la noche arrojaba sus últimos borrachos. Llegaron dos gordas embutidas en ropa apretada. Una de ellas tenía una cortada de navaja en la espalda. Con ellas llegaron dos policías y un par de atracadores esposados que intentaron asaltarlas y fueron capturados en la huida. La herida de la mujer apenas ameritó unos cuantos puntos.
q Había amanecido cuando cuatro adolescentes levantaron el lugar a gritos. Traían una muchachita desmayada que se despertó apenas la entraron a la sala de emergencias y salió caminando agarrada del brazo de un compañero. Estaba tan borracha como él.

Seis semanas después de esa noche que pasamos en Kennedy, la Alcaldía Distrital presentó su informe sobre el alargue de las horas de rumba: aunque hubo los mismos 41 muertos por violencia de un año atrás, en este año aparecieron siete muertos más en el renglón de accidentes de tránsito ocurridos entre la una y las cinco de la mañana.

?El Iluminado? está ahora en la sala de cirugía conectado a un montón de máquinas: algo parecido a un sonar de barco; algo como un electrocardiograma; una especie de fuelle; dos piezas parecidas a un compresor de aire, otro aparato parecido a un radio. Una sonda le pasa por la nariz y otra por la boca. Está en posición ginecológica, totalmente abierto de piernas, con las nalgas al borde de la camilla y con unos altos soportes metálicos sobre los que descansan las pantorrillas. Por encima está medio tapado con una sábana blanca que le cubre la zona genital. Un grueso camino de sangre mancha la sábana verde que protege la mesa de cirugías.

Abajo, en Urgencias, dijo que había intentado tener sexo anal con su novia y que ella, enfurecida, le metió ese bombillo por detrás. A alguien más le dijo que tenía un derrame intestinal. La dulce coquetería con la que habló cuando llegó al segundo piso no dejó dudas sobre sus preferencias sexuales y sobre lo que había pasado esa noche. Lo que dijo y resultó cierto es que cuando intentó sacarse el bombillo se quedó con la rosca en la mano y con el vidrio adentro.

Ahora está despatarrado y pronto le abrirán el abdomen para sacarle el bombillo. Seguramente no le gustará la larga cicatriz en el vientre que habrá debajo de los vendajes cuando despierte. Antes de quedar anestesiado tenía la esperanza de que algo se pudiera hacer por la vía anal, pero la radiografía que acaba de llegar muestra que el bombillo ?y de unos doce centímetros? está más arriba de lo previsto y con la parte filosa orientada hacia el ano. No hay manera segura de sacarlo por allí. Les llevará media hora abrir el vientre, localizar el bulto en el recto, hacer apuestas sobre el color del bombillo y luego verlo asomar, transparente, por la incisión que hará Marcos en el intestino. Entonces Ardila sacará fotos en una cámara digital porque casos así no se ven todos los días y comenzarán la revisión de la parte interna del recto en busca de trozos sueltos de vidrio.

Pero eso sucederá después. Ahora son justo las seis de la mañana del domingo y todo el mundo bromea un poco antes de entrar en la concentración de la cirugía. En una hora comenzará la carrera de la Fórmula 1 en Hockenheim (Alemania). Ardila entra a la sala con un pequeño radio negro y lo prende. Suenan las primeras notas del himno nacional. Una enfermera retira con un rápido movimiento la sábana que le cubre los genitales al ?Iluminado?.

Oh, gloria inmarcesible,

Oh, júbilo inmortal, Afuera el día apenas está comenzando.