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12 de junio de 2006

Lo que el fútbol me enseñó del mundo

Por: Mario Kempes

Hay una cosa que tengo claro: no hay lugar en el mundo
que sea feo mientras uno tenga trabajo. Por mi espíritu aventurero, yo voy a donde me den empleo. El destino me tiene sin cuidado, no me preocupa. Si las condiciones son buenas, hago las maletas con mi familia y arranco hacia donde sea.

Por eso, me río cuando algunos me dicen: "Ehhh, matador, ¡cómo vas a ir a dirigir a Albania!...". Muchos creen que por haber sido goleador del Mundial del 78 y campeón del mundo tengo que vivir en las mejores ciudades, con todos los lujos. ¡No, señor! Mi objetivo es solamente hacer lo que me gusta, que es dirigir equipos de fútbol, o como me ocurre ahora, comentar partidos como analista de televisión. Con esa filosofía de vida tuve la suerte de conocer toda clase de paisajes, costumbres, idiomas y comidas.

Me acuerdo que una noche estábamos cenando con unos amigos en Corea y me sirvieron dos pedazos de una carne con un color extraño. Yo la comí confiado y cuando terminé el último bocado, mis amigos, que vivían en Seúl hacía muchos años, me preguntaron si me había gustado. "Delicioso", les respondí. "Bueno, acabas de comer serpiente". "Perfecto, tráiganme otra porción". Así soy yo, arriesgado y curioso para todo.

Cuando dirigí al Pelita Hyatt de Indonesia, me sorprendió la dicotomía de Yakarta. El centro de la ciudad parece Europa. Podés encontrar hoteles de diez estrellas, con todo el lujo imaginable. Y en las afueras, a solo tres minutos de ese paraíso, la pobreza impresiona. En ese país realmente no existe la clase media, o sos rico o muy pobre.
En Albania estuve solo un mes, porque se desató una crisis financiera que desembocó en una guerra civil. Se ve mucho campo, parecido al argentino, pero con mucha montaña de piedra y también playas espectaculares. Para ir de Tirana a Luznia hay que transitar por una zona de mar y arena que es recomendable visitar.

Me acuerdo que con mi hermano teníamos que cruzar la cordillera todos los días para ir al entrenamiento y siempre pasábamos por una carnicería que ponía en exhibición tres o cuatro corderitos con un aspecto muy tentador. Una mañana bien temprano arreglamos con el presidente del club, que era dueño de un restaurante, compramos un corderito y se lo dejamos a los cocineros del local para que lo prepararan. Cuando llegamos al otro día, con todo el hambre del mundo, estaba muy bien servido, doradito con ese aroma único. Lo pinchamos y notamos que estaba muy duro. Cuando cortamos el primer bocado, nos dimos cuenta de que no le habían quitado ni las entrañas, ni las vísceras. ¡Qué decepción! Los albaneses lo comen así. Nos quedamos con las ganas y recién al otro día lo cocinaron como a nosotros nos gusta. Igual, la espera valió la pena porque estaba delicioso.

De España siempre me sorprendió la cantidad de veces que se alimentan en un día. Ellos se comen un desayuno normal a las 7:00 a.m. A eso de las 10:00 a.m. se mandan unos sándwiches enormes de 25 a 30 cm, rellenos de lo que sea. Después viene el almuerzo, que uno sabe cuándo comienza, pero no cuándo termina. Los llamados almuerzos de negocios pueden durar cuatro horas sin inconvenientes. Y no solo se comen todo, sino que también se toman su vinito o su cerveza, aunque después tengan que regresar al trabajo.

A las 5:00 p.m. está el tentempié. Eso sí, la cena es liviana. pero, claro, después de todo lo que masticaron no se cómo hacen para cenar.

En mi esplendor económico, cuando jugaba en el Valencia, llegué a probar el mejor jamón del mundo, la famosa pata negra de Jabugo. Un manjar exquisito, demasiado sabroso. Me acuerdo que compraba una buena cantidad y lo iba comiendo de a poco durante toda la semana. Ahora es algo intocable. Cuando viajo a España lo miro de lejos con cierta nostalgia, porque cien gramos cuestan un ojo de la cara.
No me considero un experto catador de vinos. Una vez, estando en Francia, me dieron a probar uno de Bordeaux, la región con los mejores viñedos. Me gustó, pero a la segunda copa, le agregué. agua soda. Casi me asesinan.

Cuando trabajé como entrenador del Fernández Vial de Chile, conocí la ciudad de Concepción, que me gustó mucho porque me hizo recordar a mi Córdoba natal. Una ciudad chica con la típica plaza, donde la gente hace la vuelta del perro, pasa por la iglesia, se come algo al paso y se sienta a conversar con tranquilidad.

Bolivia tiene sus encantos, sobre todo La Paz, pintoresca como pocas por las costumbres de su gente, su música, las ollas populares que cocinan las paceñas en la calle, las ferias públicas donde uno compra de todo, hasta lo que no necesita, los paisajes distintivos y, sobre todo, la altura. Por suerte, yo me adapté rápido y no sufrí mayores trastornos. Eso sí, el té de coca era indispensable tomarlo al menos una vez por día.

De Venezuela no puedo hablar mal, porque mi mujer es nacida en Puerto Ordaz. La conocí mientras estaba dirigiendo Mineros. Si tuviera que elegir un lugar en el mundo para vivir en forma definitiva, sería la isla Margarita. Allí pasamos la luna de miel y me encantó. Pero por ahora solo es un sueño porque mi esposa, caribeña como pocas, y mis dos hijas están supercontentas viviendo en Bristol, un pequeño pueblo a 200 km de Nueva York. Aquí está la sede de ESPN y si bien es un lugar agradable con mucho verde, los inviernos son muy crudos y a las 7:00 p.m. ya estamos cenando porque no hay mucho que hacer. Aquí me voy a quedar por lo menos tres años más, así que estoy muy feliz comentando fútbol para todo el continente. El calor, el mar y la arena pueden esperar.