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13 de julio de 2006

Los mártires

Ese Cristo que hace dos mil años agravió a los representantes de la antigua ley porque traía una ‘buena nueva’, también fue condenado por los jueces municipales de su tiempo

Por: Antonio Caballero

De no sé cuál patricio del Olimpo Radical del siglo XIX, excomulgado por el pecado de liberalismo, se cuenta que no lo tomó a mal. Afectuosamente burlón con la fe católica de su infancia, hizo imprimir unas estampitas con ángel de la guarda y otras viñetas piadosas y un texto: “Recuerdo de mi primera excomunión”. Los prelados de la Iglesia no cabían en sí de la rabia, pero no consiguieron que el insolente excolmulgado fuera a dar a la cárcel, porque en virtud de la separación de la Iglesia y el Estado, la Iglesia ya no tenía cárceles en Colombia.

Yo creía que eso seguía siendo así. Que aquí nadie podía ir preso por razones religiosas. Que la Inquisición (abolida) ya no disponía del “brazo secular” de la justicia ordinaria. Creía que, como en todo el Occidente civilizado y laico, heredero de las revoluciones norteamericana de 1776 y francesa de 1789, aquí se había logrado la separación de lo civil y de lo religioso; y que en consecuencia no sólo existía la libertad de practicar cualquier culto, sino también la libertad concomitante y complementaria de no tomar en serio ninguno, como hizo el excomulgado que mencioné más arriba. Creía que, por ejemplo, el Presidente de la República estaba en su derecho al hacerse fotografiar para el comienzo de la Cuaresma con una descomunal cruz de ceniza pintada como con brocha en la frente; y que también estaba yo en mi derecho al burlarme de ese gesto oportunista e histriónico. Pero no. Parece ser que existe un artículo del Código Penal, el 203, que tipifica como delito el “daño o agravio a las personas o cosas dedicadas al culto”. Y que ese artículo tiene uñas.

Así, ante la denuncia de un grupo de católicos ofendidos en sus sentimientos piadosos, el juez tercero penal municipal, doctor Édgar Castellanos, ha resuelto, a tenor de dicho artículo, llevar a juicio al escritor Fernando Vallejo; al director de la revista SoHo, Daniel Samper Ospina, y a los participantes en una fotografía publicada por la revista hace unos cuantos números. Se trata de una parodia del famoso fresco de Leonardo que representa la Última Cena de Cristo con sus apóstoles. Y consideran los demandantes, y el juez Castellanos, que con su publicación se agravia un símbolo sagrado del cristianismo; y que por añadidura el vitriólico texto de Vallejo que acompaña la foto es injurioso y calumnioso contra los miembros de la religión católica. De ser hallados culpables, Samper y Vallejo pueden recibir penas de cárcel de entre uno y tres años, y multas de entre diez y mil salarios mínimos (según los agravantes o atenuantes). Los demás participantes –la modelo desnuda que representó a Cristo, los que aparecieron en la foto vestidos de apóstoles– tendrían que pagar una multa fijada por el juez según sus posibilidades. El juicio (si la huelga judicial en curso no obliga a postergarlo) debe celebrarse este miércoles 31 de mayo.

 

Parece una tontería. Pero lo que está en juego es nada menos que la libertad de expresión y de opinión: es decir, la más alta conquista de la civilización de Occidente. Una libertad que incluye, por supuesto, el derecho a burlarse de lo que se considere más sagrado; o que, más que incluirlo, empieza justamente por ahí. La libertad es la libertad de burlarse de toda autoridad: la del sacerdote, la del monarca, la del juez, la de la tradición, la del pueblo.

Se trata de una libertad reciente: la lograron los filósofos de la Ilustración en el siglo XVIII sobre el oscurantismo despótico del Antiguo Régimen, sobre la alianza del Trono y el Altar. Pero sus raíces se remontan a muchos siglos atrás: siglos de persecuciones y de desafíos. Pueden buscarse en Sócrates, que hace dos mil quinientos fue acusado “impiedad” por los jueces de Atenas, por burlarse, decían, de los dioses de la ciudad. Fue condenado a muerte, y ejecutó la sentencia bebiendo la venenosa cicuta por su propia mano. Pueden buscarse también en el mismo Cristo al que aluden el juez Castellanos y los acusadores de SoHo. Ese Cristo que hace dos mil años agravió e injurió a los más conspicuos representantes de la antigua ley porque venía a traer una “buena nueva”. También él fue condenado a muerte por los jueces penales municipales de su tiempo, y ejecutado en la cruz. Para que la autoridad prevaleciera sobre la libertad, en esa lucha que vienen librando una y otra desde la rebelión de Luzbel.

El episodio de la revista SoHo es uno más en el curso de ese largo combate. Y para subrayar su importancia yo le sugeriría –respetuosamente– al juez tercero penal municipal, doctor Castellanos, que no se quede en tonterías como esa de los salarios mínimos. Que piense en grande y pida penas serias. Cicuta para Samper, crucifixión para Vallejo. Y para los demás, lapidaciones públicas, como se practican en las sociedades teocráticas que añoran el juez y sus demandantes.

Soy duro, lo sé. Y lo siento por Vallejo, por Samper, por todos los demás. Pero el árbol de la libertad se riega con la sangre de los mártires.