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9 de mayo de 2003

Los noventa

Por: Yamid Amat Serna


Andrés Jaramillo, el rey de la rumba en Andrés Carne de Res
Foto: Oscar Monsalve, Revista Gatopardo


Aura Cristina Geithner, deseada por la generación de los noventa, un poco más por su físico que por su vena lírica

Twingo
Sitio: Barbie, Music Factory, Cinema, Andrés Carne de Res. Carro: Twingo, Golf GTI, VW Corrado. Vicio: ácido y éxtasis. Sex symbol: Natalia París, Xiomara Xibillé, Sofía Vergara, Paula Andrea Betancur, Paola Turbay, Carolina Gómez, Aura Cristina Geithner. Moda: chaqueta de piloto, bota texana, chaqueta Naútica, camisa Tommy.
La invitación que me hizo hace unos días esta revista para definir en unas cuantas líneas una década de rumba, placer, satisfacción, lujuria, noches, amaneceres, lunas y resacas, cambió mi vida. Parecería extraño pero es la verdad. Ahora soy mucho más reflexivo... reflexivo y amargado.

Sí, todo se divide en antes y después de la invitación. A partir de ese momento, mi archivo personal de vivencias y el registro de imágenes en mi memoria referente a mis recuerdos fueron sometidos a un riguroso análisis.

¿Dónde?, ¿cuándo?, ¿hasta qué horas?, ¿bailando cómo?, ¿haciendo qué?

Nunca me imaginé que la vaina había sido tan grave, que el balance fuera tan pobre, tan ligero, tan escaso. Nunca pensé que el día que me tocara narrarles a mis hijos, a mis nietos, a mis amigos o a los lectores de SoHo sobre mis horas de farra en los años noventa, tuviera que emberracarme, sentirme frustrado y envidiar a los parranderos de los sesenta, los setenta y los ochenta.

¡Y cómo no! En 'mi' década no surgió Eric Clapton, ni Sting, ni los Beatles? nadie lució afro, ni terlenca, no fue Bob Marley el norte, nadie dejó de afeitarse, nadie escribió cartas, nadie se desnudó en la Plaza de Bolívar para protestar alguna decisión del clero o del Gobierno? la marihuana y su sensibilidad no rozaron los noventa, la cocaína, droga sofisticada en otros años, nunca encontró un remplazo digno, el martini no fue el trago de moda en el 91, ni en el 93, ni en el 96?

No pretendo restarles valor a las pequeñeces de la época en cuestión, pero creo que para referirse con algo de autoridad a un momento específico es importante tener por lo menos nociones del pasado inmediato. El carácter de la rumba, el entretenimiento y el ocio no es gratuito. No se escucha una u otra canción porque sí, no se frecuentan lugares porque sí, las modas no surgen y se imponen porque sí. Así que me matriculé en el ejercicio de consultar otras voces. El balance: la de los noventa fue una década impersonal y distante, lo más parecida que uno pueda imaginarse al agua tibia, al color beige, al café con leche clarito y al huevo tibio. Y lo peor: me tocó vivirla todita, porque en ella pasé de los 18 a los 28 años.

Durante esos diez años digo, sin temor a equivocarme, que se abrieron más rumbiaderos que investigaciones en el proceso 8.000.

El comienzo de la década está ligado a La Calera, su mirador y grandes establecimientos que abrieron sus puertas en los alrededores. Grandes por su tamaño, como Bahía, que de tropical solo tenía el nombre y las camisas de los meseros (se quemó, y siempre creí que el incendio lo produjo el insoportable calor que hacía adentro).

El nombre no estaba nada mal, al menos si lo comparaba uno con el de vecinos como Sameron (salsa, merengue y ron). El mayor atractivo del lugar era motivo de discusión entre parejas y amigos: había que llegar a las ocho para tener 'mesa panorámica' con vista la ciudad. Sí, la vista era agradable, lo malo era el grado de ansiedad por la cercanía corporal y la intimidad propios del lugar. A las nueve las ventanas estaban ya completamente empañadas. Fin de la magia.

Ahí, pegadito, estaba Olimpo, el lugar donde moran los dioses. Las dos veces que fui a este, el festival de la burbuja y el polarizado, entendí el significado de la 'apertura económica', tan de moda por esos días: iba mucho 'comerciante'. Profesión: comerciante... ¡Bienvenido! Eso sí, mucho tacón puntilla, mucho escote. Las primeras siliconas grandes, realmente grandes que vi, las vi allá, las vi como por doce segundos (el tipo era egoísta, casi me mata).

Cerca, sobre el otro costado, estaba Colors, récord en materia de reinauguraciones. Nunca pudieron. La selección de personal falló siempre: el único requisito para entrar era estar vivo. Este bar-discoteque tenía algo en común con un célebre restaurante en Flandes, al lado del puente, justo a orillas del Magdalena: los dos llenos de bagres.

Después la zona empezó a llenarse y rellenarse de metederos. Las luces de la ciudad, las de las discotecas y las de las estrellas nunca se relacionaron, no se mezclaron como producto de un efecto mágico. Apenas se revolvieron, como se revuelven los ingredientes de un coctel de segunda, produciendo no la agradable sensación de la embriaguez, borrachera. Abandoné entonces La Calera. Avanzo en el tiempo y regreso a la ciudad.

Las noches de mediados del 93 fueron testigo de la muerte de la 82. De forma lenta e implacable, agonizante, dando coletazos, queriendo aferrarse a la vida, Pipeline abrió sus puertas dos veces y debió, en ambas oportunidades, cerrar. La acidez que producía el delicioso coctel de la casa, preparado con jugo de maracuyá, no era la misma (era curable: solo duraba unas horas). A este trago le pasaba lo mismo que al ambiente de la zona: le faltaba carácter.

La enfermedad mortal de la calle era contagiosa. El vecino Up & Down tampoco se salvó. La arritmia ambiental que sufría era violenta. Al final siempre pensé que fue el nombre mejor escogido, porque, con un extraordinario sentido premonitorio, los dueños bautizaron el bar como si supieran que así serían todas sus noches, unas up y otras down. El problema es que la mayoría resultó down.

Correr y cruzar la esquina tampoco funcionó. Quienes admiramos y respetamos el folclor colombiano, entendemos que al nombre de Almirante Padilla no solo responde un barco que erradicó el contrabando de Puerto López y dejó sin trabajo a Socarrás, sino también un aire de acordeón que suele endulzar el alma con sus notas y garantizar una buena parranda. Pues bien, así con el entusiasmo que producía el deseo de resurrección de la zona y mi afición por el vallenato, asistí a la inauguración de una discoteca llamada Almirante Padilla. Tengo dos recuerdos del sitio: uno visual, la mal lograda fachada de un barco, y otro auditivo, un h.p. pito que sonaba a media noche y anunciaba no sé qué. Desde esa noche hablo más duro, característica inconfundible de las personas que oyen menos.

Había que abandonar la zona rosa, y la verdad se hizo en desorden. Hubo división, unos hacia el norte y otros hacia el centro. Ni mejor ni peor, era cuestión de gustos, de identidad. Los que tomaron hacia el norte, amigos de lo que proponían Shakira y Vives; los que fueron al centro, más identificados con Andreíta Echeverri (a quien admiro y respeto). Unos de pies descalzos, otros aterciopelados.

Fui primero hacia al norte, con una primera escala en Harry's Cantina. No me acuerdo casi de nada? ahora me doy cuenta de que el tequila en exceso produce amnesia. Tan exitoso fue el sitio que se puso de moda hacer cola para entrar, hacer cola para ver colas. Uno lo hace una vez, pero dos no.

Entonces, a colonizar otros territorios: la 93 y su permanente festival del happy hour. De lo poco que vale la pena destacar, San Ángel, que tuvo tres logros importantes: el mayor número de ombligueras por metro cuadrado, la consolidación de la juerga entre semana y aquello, básico, de que el hielo siempre llegaba a tiempo (un buen amigo, profesional de la rumba, comentó un día sobre el "desastre colombiano". Le pregunté a que se refería y me dijo: "Cuando llega el hielo ya se ha acabado el whisky, cuando llega el whisky se ha derretido el hielo").

El periplo hacia el norte terminaba en Usaquén, en un espacio pequeño pero grato (para ir cada seis meses), donde uno iba a oír al amigo cantante o al cantante frustrado y desafinado que muchos llevan dentro. Nada del otro mundo.

Se preguntarán por qué no sigo para Chía y paro en Andrés Carne de Res, como usualmente hago.

Porque a pesar de mi lujuriosa afinidad con el lugar, donde como bien, bebo bien, deleito la palabra y los ojos hasta el cansancio ?o hasta que me echan?, debo ser honesto y entender que estoy usufructuando una idea ya consolidada y, como es obvio, concebida en la década anterior.

Ir al sur era peligroso, no por la ubicación ni mucho menos. Por el contrario, creo que eso era lo mejor: era peligroso porque la tolerancia se ponía a prueba. Primero por las fastidiosas caras y gestos sobradores de algunos con alma de empresarios tocados por la locura (creían que se iban a enriquecer con su falsa apariencia de despreocupación por el dinero) y, segundo, por la aparición de una tendencia, moda o comportamiento que desnuda y empobrece los noventa: lo alternativo.

No tengo nada en contra de la Floristería, de Siam, del Antifaz, de In-Vitro o de Escobar Rosas (lo mejor de la tanda), solo que se dejaron invadir poco a poco de los personajes híbridos (alternativos) que desplazaron a quienes consumían y terminaron quebrando. A muchos les tocó salir a comprar anteojos oscuros y baratos para ponérselos en la noche y crear así los detestables after parties que caracterizaron una buena parte del final de la década y atentaron contra las leyes universales de la rumba: sin trago (porque según algunos el trago corta el efecto de las pepas), sin hablar (porque el autismo inducido no lo permite) y sin dedicar canciones (porque las canciones de trance no tienen letra). Berracos.

Quién lo creyera, al final lo mejor que hice entre el 96 y el 98, cuando esta horda alteró el ambiente de los sitios que frecuentaba, fue hacer la U y marcharme al siempre noble y acogedor Café-Libro, a bailar bien pegado bolero y salsa, a mirar a los ojos y a darle cabida a la bohemia tan ausente en esa época.

Cuando me acuerdo de los noventa pienso que he debido hacer como un gobernante de esa época: haber pasado más tiempo afuera del país.

Gracias a Dios ya terminó, espero que estos años sean más generosos conmigo, alimenten y consoliden mi alma parrandera y no permitan que ninguno de mis amigos abandone el licor, como en los noventa. Bueno, por si acaso, conozco un sitio en la 85 con 19 donde nunca sucederá lo que ya sucedió.