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12 de junio de 2006

Los olores del amor

Por: eduardo escobar

Los olores de los amores del
principio son como los lugares comunes. Me acuerdo de una muchachita belfa de trece años, en el husmo de un escaparate donde nos escondíamos de sus padres a jugar. Y de los guantes de una adolescente alta y parsimoniosa, con fragancias de flores anónimas y hojas recién caídas. Toda la juventud guardé un pañuelo que trascendía un perfume norteamericano de baratillo, donde encontré, sin embargo, un anticipo de riqueza y gloria.
El olfato se refina con el uso del tiempo. Iba a decir se corrompe. Pero es falso. Uno aprende a disfrutar del animal real detrás del artificio. Una vez, conservo intacta la memoria, quise mucho a una muchacha con nombre de pobre (se llamaba Rosalba y era pobre), pelo negro y largo y la boca rosada como un gladiolo acabado de nacer un mayo de mostaza. Cuando nos besábamos no exhalaba los aromas de su nombre, alba, rosa, ni hálitos de gladiolo, sino el austero de su colchón de paja. Era tierna en las rinconeras de su cuerpo grueso, que me dejaba palpar cerrando un ojo mientras me vigilaba con el otro.
Conviví con una amiga por años en todas partes, retretes, tabernas, sacristías abandonadas, apartamentos de muertos de vacaciones. Jamás se bañó. Pasaba horas en el baño después de levantarse sin que corriera el agua, aunque salía bella como siempre. Solo oía girar las tapas de unos frascos, los broches de los estuches de las mascarillas, los susurros de los pinceles sobre sus párpados, los toques de los pomos de la polvera en las mejillas, cuello, senos, nalgas, distintamente. Su presencia nunca ofendía con berrenchines de carrumia. Ni con el tufo de los afeites que se untaba con unción sacramental. Me gustaba acostarme en su axila famélica, humedad de musgos, música de líquenes. Su golfo espiraba olores de medallas de honor mezcladas con aguanieve. Nunca le dije. Guardaba una navaja en el liguero, y así como se entregaba a cualquiera a la primera voz, perdía fácil los estribos.
Hay mujeres con un dientecito sobrepuesto a su compañero izquierdo, que les concede un aire sonreído a perpetuidad, y que alcanza a alumbrar los ojos y provocan emociones dodecafónicas. Sus orgasmos tempestean rompiendo las velas de las sábanas en la navegación. La mía, nuestra primera noche de gulas, quién sabe qué había comido, ambientaba con miasmas de vegetales descompuestos, expresión orgánica de su inocencia y de su encantadora desvergüenza. Otras emiten el efluvio de las tumbas como si llevaran un pastelero muerto en las entrañas.
Una vez, por errores del vino de la juventud, terminé en mi cama con una anciana finlandesa que me doblaba la edad. Cuerpo tocado por la turbia muerte, despidiéndose en un muchacho vigoroso de los gustos de la carne cruda, con furor cataclísmico. Su boca de melocotones. Y guanábanas. Las mujeres viejas huelen a frutas con toques de vinagre. Una tarde percibí en una muchacha ese olor como una impertinencia. Era distinto e idéntico. Pero menos tierno y más triste.
Es distinto amar a una muchacha que acababa de bajarse de un caballo. En un Mercedes Benz nuevo. Las tetas de las mujeres desnudas de las orillas de los ríos amazónicos avivan el deseo con el tufo del humo de sus fogones de leña. Sus coños emiten vahos de tierra recién llovida, arbustos y esencias de maderas nobles e inconscientes.
A otros les alcanza la sensualidad para los cadáveres nuevos, como confesó Marlon Brando que hacían en los festines de Beverly Hills. Pero hay olores deprimentes, capaces de apagar la pasión más perniciosa. Unos zapatos usados pasen, bebidos en un zapato femenino mejoran los licores de alcurnia. Otra cosa son unos pies de mal humor, por ejemplo. O el hedor de una maldición en unos labios abizcochados. O el cuervo de una procacidad en el cielo del paladar de la mujer que amamos. Lo peor, sin embargo, es la falta de olor en las mujeres. Las que no guardan un olor personal detrás de la máscara del perfume, por fino que sea. Pues nos ponen en contradicción con lo infinito.