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9 de julio de 2008

McDonald’s llega a Macondo

La sociedad macondiana se conmociona ante la llegada de Mc Donald´s. El escritor cubano Ronaldo Menéndez nos relata con un estilo único, cómo sería el panorama del pueblo que imaginó García Márquez con uno de los emporios de comida rápida en su seno.

Por: Ronaldo Menéndez
| Foto: Ronaldo Menéndez

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde en que su padre lo llevó a conocer McDonald‘s. El mundo era entonces tan viejo, que a muchas cosas se les fue gastando el nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.

—Eso es —le dijo su padre, y tras fingir que había terminado la frase, continuó— …es inadmisible.

Macondo ya no era una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas, ni un desaforado muladar de meretrices francesas que esperaban adormiladas junto a sus rocolas a los clientes de manos que parecían raíces, ni el ubicuo desamparo de la banana ni la gran pampa de polvo que sobrevino al diluvio. Para que todo pudiera recomenzar como en una rueda, y para que las estirpes condenadas a cien años de soledad tuvieran su segunda oportunidad sobre la tierra, el pueblo estaba hecho de las relaciones entre las medidas de su espacio y los acontecimientos de su pasado. Los recuerdos solo contaban cuando permanecían como signos en el espacio: la distancia entre el nido de un gallinazo en la punta de un poste y la sangre seca del fusilado en la base; el tendal de sábanas amarilleadas por un solo amor repetido con mil rostros, y los diez pasos entre ese tendal y el camastro de Nigromanta; la altura del árbol por donde se descolgaba el amante para entrar en la alcoba a espaldas de la madre vigilante, y la distancia entre la punta del cañón y la columna quebrada del amante que fue confundido con un ladrón de gallinas. Cosas de este tipo, relaciones fijas como hileras de piedras en un río, se perpetuaban entre el vaivén de la vida en un pueblo que se mordía la cola.

En esta ola de recuerdos Macondo se embebía como una esponja. El pueblo contaba su pasado, conteniéndolo como las líneas de una mano, estableciendo que entre una cosa y otra no había solo espacio, sino una alusión a su historia tan diáfana a los ojos de quien supiera leer el pasado, como lo eran las barajas y los suspiros de los Buendía para los ojos de Pilar Ternera. Por eso cuando apareció Mr. Brown y empezó a merodear por las cuatro esquinas, y luego urdió su ofensiva ingenieril emplazando niveles de burbuja, retículas, teodolitos, prismas pendulares y otros artilugios, la gente pasó de una azorada curiosidad, como antaño ante los prodigios de los gitanos, a una suspicacia que no eludía las burlas y el comentario al paso, pero que por debajo parecía intuir la catástrofe.

La catástrofe llegó poco a poco, como goteando, aunque su primer aspecto fuera el de los macizos cimientos de algo que iba a elevarse. La zanja cuadrangular dio paso al concreto, y el concreto a las placas de hormigón armado, y por encima, alrededor y por debajo de todo, los ingenieros de Mr. Brown seguían nivelando, calculando, cotejando, callados y concienzudos como hormigas rojas bajo el polvo soleado.

La primera en sospechar que aquellos instrumentos tenían algo de sacrílego fue Úrsula. Bastó un empinarse, un otear detenida en una de las esquinas ese ajetreo del gringo de levita y tafetán, para intuir que algo en el espacio esencial de Macondo estaba cambiando. La cosa pasó de intuición a convicción cuando al día siguiente alguien le dijo que ya no existía la relación entre el pretil de una fachada y el ángulo donde su hijo José Arcadio había devuelto su borrachera al final de la primera de sus desaforadas parrandas.

—¿Y qué ha pasado entonces con ese recuerdo y ese espacio? —dijo Úrsula, más por alargar su incertidumbre que por conocer la respuesta.

—Que se va perdiendo, comadre, porque una huella sin forma no es una huella.

Úrsula comprendió que aquel cambio era el primero de una serie infinita. Cambiará Macondo, pero yo no, pensó con melancólica vanidad. Pero basta la confirmación de un hecho para percibir en el acto una serie de rasgos confirmatorios. Le extrañó no haberse percatado antes de que no era solo el pretil y el lugar de las arcadas de Arcadio, también habían sido anulados un círculo de tierra en la vereda donde antes hubo un almendro; el murete donde se sentaron los sobrevivientes de una batalla a escribir tarjetas postales; el escalón desigual donde Remedios, la bella, había tropezado la única vez en su vida; y la distancia toda entre aquel murete y este escalón había sido aplanada, rellenada y cubierta por un inclemente piso de linóleo.

Entonces aparecieron las altas paredes de hormigón armado. Y la pintura sintética. Y las mesas con sillas plásticas. Cuando los pintores y carpinteros comenzaban a perfilar los carteles y el mostrador, ya medio pueblo se amotinaba frente al portento reclamando una explicación satisfactoria. Mr. Brown, rosado, considerable, manifiestamente cauteloso, tuvo que encaramarse a un taburete para que hasta el último pudiera verlo, y tuvo que empuñar su altavoz de capataz para que ninguna oreja dejara de saber lo que tenía que decir:

—Gente noble de Macondo. Una nueva era se acerca. Hay cambios irreversibles allá afuera, del otro lado del pantanal, y esta obra que hemos levantado es el primer síntoma de los nuevos tiempos, apenas un primer suspiro del inminente vendaval del progreso. Se llama McDonald‘s, y macñana se pondrá de macnifiesto toda su importancia para la dinámica recreativa y gastronómica de este pueblo. Sean todos bienvenidos al convite inaugural, a partir de las dos de la tarde.

Se elevó un rumor indefinido como vapor de agua, atravesado por el polvo de la desconfianza. Todos se miraban buscando en los ojos ajenos la respuesta sobre qué actitud tomar. Pero enseguida, centrifugadas hacia un centro de gravedad, las miradas se fueron ordenando en torno a don Apolinar Moscote, el improvisado comendador. Su voz apareció como un hijo contrahecho de la voz de Brown:

—Paisanos, no se puede rechazar algo que no se conoce. El tiempo traerá la respuesta definitiva, mientras tanto, les digo que yo mañana estaré en el convite con mi señora esposa y todas mis hijas vestidas de raso y terciopelo.

—Pues yo no entraré nunca en este embauque —dijo Úrsula con la voz baja de su indignación— no nos hace falta esa comida de los gringos —y señalando uno de los carteles que anunciaba "Combo germano, con doble hamburguesa y col agria" (porque para hablar de las cosas sin nombre había que señalarlas con el dedo) dijo terminantemente: —miren lo que parece, ni siquiera tiene forma de animal, y dicen que es carne.

La voz de José Arcadio salió del fondo, pero parecía del fondo de la tierra:

—Pues a mí me recuerda una cagarruta de ternero lechal.

—Eso —gritó uno de sus segundones de parranda— es como si los gallinazos hubieran soltado plastas que ahora nos quieren cambiar por dinero metiéndolas dentro de unos panes que también parecen plastas con semillas, porque aquello son panes, ¿no?

Por la bitonalidad de los murmullos quedaba clarísimo que el pueblo se revolvía en opiniones divididas, y cuando José Arcadio se dio la vuelta encabezando su comitiva que empuñaba cuellos de botella y se situaron en el quicio más cercano de la acera de enfrente, nació el espacio de lo que sería el primer recuerdo de los nuevos tiempos. Medio pueblo se sumió en una desaforada juerga de oposición, que duró hasta que el gallo cantó cuatro veces, y la otra mitad se fue desgranando hacia sus casas a zurcir, retocar y planchar las prendas de fiesta, para asistir con empaque dominguero al convite del día siguiente.

Mr. Brown tenía su as bajo la manga, y media hora antes de cortar la cinta y descorchar la primera lata de Coca-Cola de ese viernes revuelto en que se inauguraría McDonald‘s, perpetuó el espacio indeleble del segundo recuerdo de los nuevos tiempos. Y lo hizo a lo grande, poniendo a desfilar durante doscientos metros de polvo y grava, alzada sobre monumentales parihuelas, a una mujer traída de la ciudad y precedida por su omnívoro currículum. Le decían la ‘Elefanta‘, y su fama había circulado como un incendio forestal: simplemente, era capaz de devorar todo lo que le fuera servido.

Entre ojos muy abiertos y una salivación colectiva, antes de ser cortada la precinta, la ‘Elefanta‘ tomó asiento dignamente ante la enorme mesa plástica y procedió a hacer lo suyo. Lo primero fueron dos combos anunciados como "Triple king size burguer con aros de cebolla y bacon". El mozo explicó que habían sido bautizadas como "Las torres gemelas", y apenas hubo terminado su panegírico ya la colosal comensal se las había metido entre pecho y espalda, empujadas por un balde de gaseosa (la ‘Elefanta‘ prefería la fanta, acaso por afinidad fonética). Huelga detallar lo ocurrido, baste consignar que continuaron las primicias y las variaciones. Cada vez llegaba más gente, y cuando centenares de fritangas, aritos de cebolla, patatas nacidas de bolsas destripadas, volúmenes navegables de gaseosa, estaban siendo engullidos por una muchedumbre insaciable, apareció el patriarca.

José Arcadio Buendía se abrió paso con un niño en cada mano. Ambos, el primogénito que llevaba su mismo nombre, y el coronel, para perplejidad de la concurrencia que los había visto crecer, a uno emborrachándose hasta la víspera y al otro perdiendo 32 guerras, volvían a ser niños. Se detuvo ante un enorme bloque macizo con infinitos grumos falazmente carnosos. Desconcertado, sabiendo que los niños esperaban una explicación inmediata, José Arcadio se atrevió a murmurar:

—Es la caca más grande del mundo

—No —corrigió Mr. Brown—, es hamburguesa.

Entonces, en el punto exacto entre la duda y la desolación, antes de darse media vuelta para irse directo al laboratorio que le había regalado Melquíades, José Arcadio dijo:

—Eso es…, es inadmisible.

Con la mano puesta en el bolo, aún llenó el ámbito la voz cartilaginosa de Mr. Brown:

—Este es el gran invento de nuestro tiempo.

Fue el tercer espacio que marcó un nuevo recuerdo en Macondo, ese entre la puerta donde José Arcadio nunca se volvió por última vez a mirar la hamburguesa, y el grasiento mostrador.

Con el apelmazado transcurrir de los días la gente se fue acostumbrando. Hasta el propio José Arcadio hijo, ya crecido, violáceo y atortugado, se dejó caer por McDonald‘s durante una mañana de resaca delirante, sin saber bien dónde se metía, y tras agotar las hamburguesas previstas para cubrir todo el día en un brutal desayuno de campeones, sentenció que aquello era capaz de sustituir la resaca momentánea por una resaca de por vida.

Los espacios de los recuerdos antiguos se estaban descalabrando totalmente cuando apareció la ‘Momia‘. Llegó entre fanfarrias y cornetines, envuelta en la nube de polvo con que aparecían los gitanos encabezados por un Melquíades más viejo que nunca. Y fue anunciada como el invento más fabuloso que un régimen obsoleto y remoto había perpetuado, y que en su decadencia no tuvo otra opción que vendérsela a un rumano traficante de reliquias, que a su vez lo había negociado con el presidente de una isla que conservaba un muy parecido sistema político, que a su vez lo había cambiado por ollas arroceras a un gitano que se había hecho empresario, y que finalmente se lo vendió a la compañía de Melquíades.

Cuando el coronel Aureliano Buendía, ya viejo y superado el percance de su fusilamiento, interrogó al gitano sobre la naturaleza de la ‘Momia‘, este le explicó con aires de misterio:

—Es la momia del señor Lenin, que desembarcó del barco Aypopa en las montañas de Rusia para hacer la Revolución de Octubre.

Ni el coronel, ni su hermano José Arcadio, ni la mismísima Úrsula, que para entonces ya no podía medir el espacio de los recuerdos porque se había quedado ciega, entendieron qué era aquella jerigonza.

—De modo que esto es la muerte —pensó Úrsula en voz alta, y, como antaño, gritó en voz baja su protesta—: Y para qué necesitamos muertos rusos en este pueblo, ya tenemos bastante con la carne gringa. ¿Cuánto tiempo hace que murió este señor?

—No lo sé a ciencia cierta —explicó el gitano—, habrá que hacerle el carbono catorce, pero sé que fue hace muchísimos años.

Entonces José Arcadio, sin soltar, casi sin retirar el cuello de la botella de su boca, dijo:

—¿Y pretende asustarnos con este vejestorio? Por favor, traigan un pedazo de muerto fresco a ver si nos impresiona un poco.

Pero la momia de Lenin empezó a rendirle sus frutos a la compañía de gitanos. Melquíades la situó en el lugar más concurrido del pueblo, frente al edificio de McDonald‘s que ya había crecido tres plantas, y las cabillas apuntando al cielo declaraban que estaba camino a superar todo lo humanamente imaginado en materia de arquitectura macondiana. Al principio la gente no le hacía mucho caso, apenas se detenían un instante a ver su barbita recortada y el maquillaje que un peluquero enloquecido renovaba cada mañana. Se está encogiendo, decían unos, y las viejas piadosas hacían el gesto mecánico de espantarle las moscas de encima, aunque no las hubiera. Tuvo que dar Melquíades con una palabra mágica para que la ‘Momia‘ empezara a tener sus partidarios. "Comunismo", fue el término que le estampó delante pintado en letras rojas, y fue como un abracadabra: los mozos del pueblo empezaron a imitar su corte de barbas y pronto la sociedad de Macondo se fue escindiendo entre los que pisaban McDonald‘s y los que rendían culto a la momia de Lenin.

Un año después, cuando la compañía de gitanos había percibido pingües ganancias alquilando de casa en casa el cuerpo amortajado, se llegó a una situación insostenible. El viejo coronel Aureliano Buendía, no por devoción leninista, sino por aprovechar la cohesión antimacdonalds que la ‘Momia‘ suscitaba, se plantó envuelto en su manta acartonada frente al ataúd y gritó un discurso que duró una sola frase:

—¡Un día de estos armo a mis muchachos y acabamos de una buena vez con la hamburguesería!

A punto de verse Macondo desgarrado por una guerra civil entre ambos bandos, los gitanos decidieron venderle a McDonald‘s el cuerpo momificado, argumentando ante la sonrisa ladina de Mr. Brown que con seguridad saldría de allí alguna especie de picadillo para lanzar un suculento menú de "Combos soviéticos".

Al día siguiente, mientras medio pueblo hacía cola para probar la peregrina oferta gastronómica, José Arcadio Buendía, botella en mano, gritaba a la concurrencia:

—¡El comunismo devorado por el capitalismo, eso es lo que muchos llaman justicia poética!

Pero fue tal la generalizada intoxicación de los comensales, que nunca más ser humano alguno volvió a pisar la hamburguesería, y por primera vez, en un lugar del orbe, McDonald‘s quebró.