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5 de abril de 2004

Mi barriga y yo

Empecé a preocuparme cuando al entrar en la cápsula espacial de seguridad de un banco de la calle 72 una voz impersonal pero firme pronunció estas palabras: "Solo se admite una persona por vez".

Por: Juan Gustavo Cobo Borda

Desconcertado, no hallaba como oprimir los botones rojos y verdes al tratar de escapar del escarnio. Todas las colas del banco habían girado al unísono sus cabezas para mirar al transgresor. Claro, me dije, esas vainas del terrorismo y la paranoia nacional por la seguridad, democrática o no. Y la habitual incompetencia de nuestro subdesarrollo, con las nuevas tecnologías gringas.
Cuando alterado y sudoroso escapé del catafalco de vidrio antibala, no me retiré humillado. Como
le pasó a Carlos Marx, convertí la tragedia en comedia. Me metí en la segunda cápsula espacial, y todo el recinto se impregnó con el dictamen inapelable:
"Solo se admite una persona por vez".
A pesar del vidrio aislante, escuché risitas burlonas al fondo y el acomedido vigilante trató de suavizar mi ira de 1,93 m con un "claro, está hecho para estándares colombianos". Lo juro: dijo "estándares colombianos". Y luego de una pausa letal añadió: "¿O no será que usted está un poco pasado de kilos?". Lamenté no llevar mi miniuzi y me fui, rabioso y ofendido, firme en mi propósito de nunca más consignar allí.
Pero cuando ya veía el banco incendiado, en una feroz escena de cuento de Rubem Fonseca, empezó a surgir esa larga secuencia de imágenes que había relegado a mi subconsciente, al tratar de borrar la inocultable realidad.
Las dos primeras tenían como escenario el yerto palacio de San Carlos, con sus untuosos funcionarios hechos a la carrera. Charlaba con un diminuto viceministro que de pronto adquiría petulancia de gigante. Mi asiento se había venido abajo. Luego, y hay por lo menos tres secretarias que lo pueden corroborar, ante el afán de una cita con el presidente de turno para ayudarle a revisar un discurso, me senté con precipitud en una silla estrecha. El brazo de la misma se insertó en el bolsillo del pantalón y lo rasgó sin remedio.
Hábiles y recursivas, las secretarias me obligaron a quitarme los pantalones, acostarme en el piso para que desde la ventana que daba a un patio interior no me vieran en paños mayores, y remendaron con prontitud.
El discurso, según me dijo luego el presidente, había quedado espléndido a pesar de mis remilgadas maniobras al sentarme en su
despacho.
Finalmente, en una cena en casa de conocido cineasta, sus sillas tubulares de marca no resistieron mi copiosa humanidad. Pero su descenso no fue estrepitoso sino lento y poco perceptible, hasta que Germán Arciniegas, menos ciego de lo que se piensa, dijo sonriente: "Miren a Cobo. Se volvió Cobito". La carcajada fue unánime y la furia del dueño todavía se mantiene.
Pero la depresión arribó tras varios pantalones rotos al subir a un taxi. Cuando los clósets quedaron saturados de cremalleras que no cerraban, de chaquetas que parecían chalecos (de fuerza) y camisas sin el tercer botón de abajo hacia arriba. Ningún hilo era lo suficientemente sólido. Cuando mujer e hija cantaleteaban noche y día con la salud y, peor aun, insistían en solo tener cosas sanas en la nevera. Basura dietética. Empezó entonces el calvario de escuchar a la humanidad incurable dando consejos: la dieta Scardale, la de las proteínas (murió su inventor con las arterias tapadas), la de la piña y el melón. Crecía la barriga, entretanto, con tanta ansiedad. Mi hermana, redentora inútil, enviaba recetas desde París. Ahora me hablan de otra orgánica, con pretencioso nombre en inglés, que prefiero llamar Hierbalay. Nada sirvió.
Pero un día, al leer una entrevista con mi colega Orson Welles, novio nada menos que de Ava Gardner y autor, de paso, del Ciudadano Kane, la más célebre película en la historia del cine, mi vida fue otra. Allí recordaba cómo la gula era el pecado menos digno de castigo. Se trataba de un pecado evidente, sin hipocresía ni disimulo. Un pecado que saludaba a la vida, con su irrupción rotunda. Que celebraba los bienes de este mundo y podía regodearse con los placeres de la carne, el pollo, el pescado, el cerdo el pan y la mantequilla, sin trajinados problemas de conciencia. Ni andar midiendo, con mezquina mentalidad de contabilista, las calorías. No: solo importaba el deleite de los cinco sentidos y la aliviada satisfacción social, ante tanto desempleo, de dar mayor trabajo a los sastres, ensanchando fondillos y cintura, y a la industria de telas nacionales, cubriendo busto y barriga.
Leo a los alarmados editorialistas de los periódicos, algunos de los cuales, me consta, todavía trotan acezantes como una raza en vías de extinción, asegurándonos, apocalípticos como siempre, que la obesidad domina al mundo. Que hordas ávidas y voraces se extienden por el planeta, arrinconando cada día, con mayor ímpetu, a esos flacos insípidos que no disfrutan, se cuidan, compiten entre sí, y se van volviendo imperceptibles a medida que los gordos ocupamos la totalidad de esta tierra efímera. Bien idos, roedores de zanahoria y lechuga, de maní sin sal.
No les diremos nada de los placeres infinitos, en mesa y lecho, de conquistar colinas y acomodarse en cómodos pliegues y honduras. De transmitir calor, placidez y dicha. De elaborar filosofías nada puritanas que reivindican el derroche y el exceso. Que atacan la estreñida acumulación capitalista.
Hay un gusto lento en saborearnos y medirnos. Masas inabarcables. Moles infinitas. Una inteligencia, esa sí aguda, en acomodarnos y encontrar la dicha. Gimnasias en cámara muy lenta, que hacen mejor al mundo. Allí está Buda para corroborarlo con creces. Cruzo los brazos sobre mi barriga y sonrío apacible. Tal la sabiduría.