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12 de diciembre de 2007

Mi trauma con el baile

Saber bailar es una virtud que no todos poseemos, tal y como le sucede al novelista Héctor Abad Faciolince. Aquí, sin ningún pudor, nos cuenta los problemas que le ha traído su nula habilidad para tirar paso.

Por: Héctor Abad Faciolince - Edición 92
| Foto: Héctor Abad Faciolince - Edición 92

Uno es solo cuerpo. En una parte del cuerpo, el cerebro, ocurre una cosa rara: se produce eso que llamamos ideas, pasiones, sensaciones, silogismos, felicidades, tristezas, olvidos y recuerdos. Algunos, a todo eso que ocurre en el cerebro, le dicen alma: un ímpetu, un respiro. Prefiero referirme a esa parte de lo que somos con un nombre más difícil, pero menos impreciso: mente. En alguna parte escondida de esa mente del cuerpo, o tal vez fuera de esa mente, en el puro y absoluto cuerpo sin mente, debe de quedar un resorte que hace que el resto del cuerpo se mueva con gracia y ritmo. Ese movimiento se llama baile.

El baile es un permiso que el alma le da al cuerpo de volver a ser animal, felizmente animal. Ser otra vez un pájaro que surca el aire, un pez que esquiva escollos, una gacela que salta, una abeja o una cebra que improvisan una danza de seducción. Hay un resorte en la mente (o en la no-mente) que obliga al cuerpo a ser más cuerpo que nunca, a ser cuerpo puro y simple, sin pensamiento. Un regreso a la naturaleza anterior al lóbulo frontal y al razonamiento lógico. Ese es el cuerpo en el baile, un cuerpo que regresa a una especie de feliz inconsciencia. Si el pensamiento se interpone, el cuerpo se detiene, los pies se traban, el ritmo se pierde.

Hay que dejarse ir, me dicen, olvidarse de sí mismo. Yo no aprendo. Sin embargo, como pueden ver, me he vuelto un experto en la teoría del baile. Ya que no bailo, hago disquisiciones inútiles sobre el baile.

Sigo. En el baile hay una sabiduría del cuerpo, no de la mente. El movimiento no lo comanda nada que pase por el sistema racional. El cuerpo asimila un ritmo, inventa o aprende unos movimientos, y estos llegan a ser automáticos. Dentro de la inmensa variedad de la danza, después de un proceso de aprendizaje, la conciencia se pierde. Debe perderse. Si no se pierde, la cosa no funciona.

Existe una tara en la mente que impide el baile, algo muy hondo y muy terco y muy traumático. El que no baila es un tarado. Y yo tengo esa tara, la padezco: la incapacidad del baile. No bailo ni borracho, ni trabado, ni somnoliento, ni amanecido, ni enamorado, ni despechado, ni triste, ni feliz, ni fresco. Un baile de loca alegría, como el de Zorba el griego, no lo conozco. Tampoco un baile de dolor desesperado, como a veces el flamenco. Es decir, lo conozco de vista, de oídas, de palabra, y lo envidio como se envidia la juventud, la altura, la belleza: cosas inalcanzables, cosas ajenas. Y en todas esas circunstancias (tristeza, exaltación, borrachera, alegría) he intentado bailar. He estado en clases (la academia se llamaba "La magia de tus bailes"), he intentado con polka, tango, salsa, paseaíto, mapalé, vals, chucuchucu… Inútil.

Si me obligan soy capaz de juntar mi cuerpo a otro cuerpo, claro. Incluso soy capaz de bailar, aunque no muy acompasado, un bolero lento, un bolero muy lento. Es lo único. De resto, mis pies no se conectan con el ritmo, mi cabeza no cesa de pensar, mi cintura no obedece, mis brazos son torpes, las piernas están tiesas, la cadera parece un candado herrumbroso del que se perdió la llave, y está cerrado, rígido. Es una tara tan larga como la mitad del tiempo. Una tara infinita, sin solución. ¿Brincar solo con música electrónica? Eso también podría hacerlo, pero no es baile, es gimnasia.

Amo a los bailarines, por admiración, y los odio, por envidia: amo y odio a los profesionales y a los espontáneos, a los que lo hacen por trabajo, pero sobre todo a los que lo hacen por gusto. A todos los envidio y los admiro. Juego mi vida, cambio diez años de mi vida por aprender a bailar. ¿Mi reino por un caballo? No: la mitad de mis libros por aprender a bailar un vallenato. ¿En serio? No, hoy no, en este instante no, pero una noche en la que todos bailan, en la que la mujer más bonita de la fiesta me invita a bailar y me amará si bailo (y me despreciará si no bailo), en ese momento sí, cambio seis de mis libros por saber bailar.

Mis esposas, la mayoría de mis novias, mis hermanas, han sido y son buenas bailarinas. Mis mejores amigos bailan como trompos. En cambio a mí en la adolescencia me decían, si salía a bailar, el robot. Eso: tiene más gracia un robot bailando, y menea mejor los hombros, los brazos, la cadera, la cintura. ¿Se mueven los brazos en el baile, se mueve la cintura, se mueve la cadera? Nunca he podido entender. Un sueco baila con más gracia que yo; al lado mío un alemán bailando parece costeño.

Tengo un amigo mexicano muy querido que es un bailarín incansable y también un teórico del baile. Se trata del novelista Alberto Ruy-Sánchez. Con él me ocurrió algo vergonzoso. En un libro que escribí plagié páginas suyas sobre el baile. Bueno, fue un plagio autorizado. Le pregunté: "Querido Alberto: ¿me permites copiar en un libro que estoy escribiendo tus páginas sobre el baile?". Y él me contestó, muy generoso, que sí. Publiqué el libro. Y una vez Alberto estaba bailando en Marruecos con una mujer, y esa mujer le dijo que había leído algo muy bueno sobre el baile, en un libro de un colombiano, y Alberto se oyó citar al oído sus propias palabras, citadas por alguien que decía que habían sido escritas por mí. Y Ruy tuvo la elegancia de no decir que esas frases yo las había copiado de un libro suyo.

Tengo más teorías para mi carencia: no nací en la Costa ni en tierra caliente, como los buenos bailarines del Caribe y de Colombia, sino en unas montañas violentas y tristes, demasiado inclinadas al trabajo, al rencor y a la circunspección. He dominado estas tendencias (la tristeza, el rencor, la violencia), pero no tanto como para llegar a bailar, alegre y distraído, como los costeños. También pudiera ser una incapacidad natural para sentir el ritmo, o una timidez tan acentuada que me lleva a vigilarme, a ser consciente de mi propio cuerpo, y a sentir vergüenza al hacer esos movimientos por lo menos curiosos que la razón no puede gobernar. Qué sé yo; ya no tengo edad para hacerme un psicoanálisis.

Sé que esta limitación ha cercenado una parte importante del precario placer que es posible extraer de nuestra corta experiencia sobre la tierra. Sé que me he perdido una de las formas más gratas y sutiles del erotismo. Sé que nunca podré entender la "Teoría de los nueve placeres del baile", de Alberto Ruy Sánchez, la que un día le plagié, y que hoy vuelvo a citar para concluir, y para que lo entiendan los que ya lo saben:

El primero es un placer discreto, el del rigor del ritmo, la disciplina de lo bien hecho. El segundo placer consiste en la conciencia del cuerpo, su cansancio, sus límites, las partes del cuerpo que participan en el movimiento y que son casi todas. El tercero tiene que ver con el cortejo o con la seducción mutua. El cuarto es ir conociendo y reconociendo a la otra persona por su cuerpo. El quinto tiene que ver con el abandono, en manos de la música y en manos de la pareja con quien se baila; es una especie de confianza en el otro, de correspondencia. El sexto (y aquí ya empiezo a no entender nada) es la transformación continua del propio cuerpo por las exigencias del otro y del baile, sentir que el propio cuerpo se convierte en otro. El séptimo, dice Ruy, es fácil, y consiste en el juego, en el placer de jugar, en el goce por sí mismo. El octavo es el placer de transportarse, de viajar mentalmente y sentirse en otro sitio. El baile como avión, como tapiz volante, (¿en serio, no puedo creerlo). Y menos puedo creer en el placer último y final, el noveno, que, según Alberto, es un placer sin nombre, el innombrable, donde el que baila adquiere una conciencia acrecentada de todo. Una sensación última, que, para el mexicano, muy pocos humanos en el mundo alcanzan.