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12 de mayo de 2006

Mil doscientos kilómetros en un camión

Por: Cristian Valencia

Cuando don Luis prendió el camión, un ruido de doscientos caballos galopantes se apoderó de la cabina. Luego, el armatoste comenzó a moverse como un animal antediluviano. Parecía el primer paso de un mamut, en medio del infinito aguacero que había azotado a Bogotá toda la noche de ese viernes. Eran las cinco de la mañana.
-¿Tiene música, don Luis? -pregunté.
-No -contestó secamente, sin despintar los ojos del camino.
Había rogado la noche anterior para que el conductor elegido para el viaje fuera un hombre dicharachero, lleno de cuentos, leyendas y chistes; para que el conductor fuera una especie de Cantinflas manejando. Pero seguro no hice mis ruegos al santo indicado, porque don Luis era más flemático que el príncipe Carlos. The lord of the road: hombre de pocas palabras con el que nos esperaba un viaje larguísimo.
-¿Son muy caros los radios? -me atreví a preguntar con cierta timidez.
Me sentía frente a un bucanero con pata de palo, parche en el ojo, loro en el hombro, pipa en la boca y ron en la mano. Al fin de cuentas llevaba 43 años de camionero por Colombia.
-No.
-Ah -contesté, pensando que serían dos o tres días de monosílabos.
-No me gusta oír música cuando trabajo, porque me distrae y dejo de pararle bolas al ruido del motor.
-Claro -dije, y me quedé callado para oír el dichoso ruido.
Qué ruido: como un mantra con el que se puede llegar al Nirvana en un par de viajes a Cartagena. Un portentoso y rugiente RRRRRRRR que retumba en la cabina y conmueve los intestinos, los revuelve con el hígado, revuelca los riñones, llega al plexo solar y este lo manda hacia las cuerdas vocales que vibran, haciendo parecer la cosa como si fuera uno el causante de ese ommmm en forma de erres prolongadas con la intensidad de 38 toros de lidia resollando.
Tres horas después ya nos habíamos acostumbrado a la pequeña cabina, aunque mi cuerpo estuviera en completo desacuerdo. Don Luis estaba con su espacio vital protegido entre la puerta y la enorme barra de cambios, luego venía yo, pierniapretado, junto al fotógrafo, que disfrutaba a sus anchas de la otra ventana. Sin duda, aquel viaje sería para mí la iniciación en el fantástico mundo del yoga en los camiones. Meditación zen sobre ruedas. Mi posición sería la camionística encogida durante quién sabe cuántas horas. Para entonces conversábamos más tranquilos y don Luis contestaba mis preguntas con paciencia de abuelo.
Venía de cinco días de descanso. Cinco, luego de un mes de carretera: Bogotá-Santa Marta-Cali-Bucaramanga-Santa Marta-Barranquilla-Bucaramanga-Santa Marta-Bogotá. Luego estuvo en Villavicencio. Pensé en la cantidad de mundo que habían visto esas pupilas, la cantidad de camino que tenía su alma. Haciendo un cálculo atrevido, en 43 años don Luis había recorrido 1.920.000 kilómetros, cosa que le habría alcanzado para darle 150 vueltas a la tierra sobre su diámetro, o para dos viajes redondos a la luna.
-Y su esposa, don Luis, ¿qué dice de tanta ausencia?
Don Luis se paró en el freno e hizo una pequeña maniobra. Supuse que me había metido en terrenos prohibidos, y que había despertado una vieja herida.
-Los perritos -dijo secamente-. Nunca he atropellado un perrito -continuó con cierto orgullo, mientras ponía en marcha nuevamente el mamut.
Es necesario decir que para arrancar uno de esos, hay que trabajar mucho durante 30 segundos, meter ocho cambios de los veinte en menos de diez metros y no perder la concentración por nada.
-¿Ella? -dijo al fin, cuando salió del apuro de los cambios-, antes creía que yo tenía mujeres en todas partes y por eso mi demora.
Luego de esas palabras me dejó nuevamente a merced del runrún zen zen, con la mirada empapada por los recuerdos. Dos kilómetros más adelante prosiguió con la idea. Muchos años atrás le dijo a ella que empacara sus cosas porque se iban para la costa.
-Hubo muchos problemas en ese viaje. De para allá, estuvimos trancados un día en Puente Sevilla porque habían quemado 17 carros. De para acá, en Curumaní, una mula se había salido de la carretera. Yo paré a ver qué pasaba, y resulta que habían asesinado al chofer. Luego tuvimos que parar un tiempo largo porque la carretera estaba cerrada por seguridad. Desde entonces, ella entiende que en la carretera son muchos los problemas que se presentan, que no hay dos viajes iguales, que cualquier cosa puede pasar.
Colombia mon amour. Aunque insistió en que este gobierno había pacificado las carreteras, aquel dicho de "prepárese porque cualquier cosa puede pasar" seguía vigente. Los camioneros tienen varios sistemas de seguridad para evitar contratiempos: su conocimiento de las carreteras, su intuición, sus reportes periódicos a la empresa y sus compañeros. En el camino a Cartagena fui testigo de la manera como se cuidan. Después del Carmen de Bolívar sobrepasamos un mamut de cuatro torques. Don Luis se despidió del chofer: "Adiós, don Álvaro". Tres kilómetros más adelante, don Álvaro nos sobrepasó lento, saludó y se quedó mirándonos. Se mantuvo siempre a dos kilómetros de distancia. Cuando paramos a comer algo, de la nada, apareció don Álvaro en el restaurante. Se había detenido tres kilómetros adelante: .pidió aventón hasta el restaurante, entró de incógnito, se sentó cerca, escuchó la conversación y solo hasta que comprobó que éramos amigos se acercó. Pensaba que le estábamos robando el carro, porque don Luis nunca viaja acompañado. Si fuéramos jaladores, saldría nuevamente de incógnito, llegaría a un puesto de policía, y nos delataría. A él le han robado dos tractomulas: una de ellas se perdió para siempre, se la tragó la dimensión desconocida.
A eso de las diez de la mañana, mi estómago bramaba de solo pensar en un desayuno de camionero. Paramos en un lugar desabrido atendido por dos niñas zombis boyacenses que nos trajerons un caldo desabrido, unos huevos al disgusto, un pan duro y un tinto aguado.
-¿Cuál es la fama que tienen los camioneros para escoger lugares? -pregunté, contrariado frente a ese festín desalmado.
-Por acá la comida es como maluqita, pero es mejor comer porque la próxima parada será por allá a las seis.
Comí sin dejar de pensar cómo rayos se hacía para demandar un mito. Luego salimos a lo mismo. A los monosílabos de don Luis, al ruido del mamut en la cabina y a la contemplación del paisaje a treinta kilómetros por hora. Jugué mentalmente a contar las pecas de las vacas, el número de curubas en un palo, las estacas de un alambrado, y me fui dejando llevar por la manera donluisesca de ver el mundo. Creo haber visto un árbol bostezando, pero no estoy seguro.
-Llegamos a Munich -dijo de pronto.
-¿Munich? -pregunté, pensando mil cosas, mil posibilidades dramáticas sobre aquella palabra.
-Munichquirá -rezongó don Luis, y sonrió.
Era el tipo de chistes que nos merecíamos. Podría tratarse de una obra de teatro: una en donde tres sujetos están en la cabina de un camión que ruge, mirando hacia el frente, atestiguando el aletargado paso del paisaje por las ventanas.
Afortunadamente para entonces estábamos abandonando para siempre el altiplano cundiboyacense y su manera cruel de pintar el mundo con gris. El calorcito de Barbosa comenzaba a meterse por las ventanas, y unas pinceladitas de colores alumbraban el paisaje. Don Luis se detuvo para quitarse el saco de lana y también pareció florecer.
-¿Dónde nació, don Luis?
-En Vélez -contestó con una elocuente sonrisa.
Le conté que una vez había hecho un reportaje sobre las bocadilleras de Vélez, y que lo más impresionante de todo fue ver locomotoras en los garajes.
-¿Locomotoras?
-Sí, señor. Locomotoras marcadas con el logotipo de los ferrocarriles nacionales: FF.NN., que usan como calderas para cocinar la jalea. No sabría decirle si pitan con su particular estilo cuando el bocadillo está al punto, pero son locomotoras. Qué pesar, ¿cierto, don Luis?
-¿Pesar de qué?
-De los Ferrocarriles Nacionales.
-Estaríamos muy mal -murmuró.
Entendí a qué se refería. Una locomotora de pacotilla, un triste carromato de aquellos, podría transportar en un solo viaje lo que treinta o cincuenta camiones. Me dijo que el negocio estaba muy malo. Que los precios del combustible se comían las ganancias. A Cartagena, habríamos de tanquear con 500 mil pesos y pagaríamos 120 mil de peajes. Eso sin contar que cada año toca cambiar las llantas. Cada una de las traseras cuesta un millón y medio. Y son cuatro en el caso de don Luis, pero podrían ser doce.
-El primero que gana en este negocio es el estibador; después el chofer, la compañía -si la hay- y, por último, el dueño del camión, si le queda algo.
-Y, entonces, ¿por qué sigue trabajando en esto?
Me miró de manera penetrante.
-Porque son 43 años haciendo esto y no sé hacer nada más -contestó tajantemente.
Acepté su respuesta, aunque sospechara que había más: mucho camino, muchos amigos, mucha libertad en ese oficio, por ejemplo. Cada vez que pasábamos por un pueblo le preguntaba si tenía amigos allí, y me contestaba con un claro, como si fuera lo más obvio. Don Luis tiene amigos en casi todos los pueblos. Su agenda cobija más municipios del país que la agenda de la más prestigiosa cadena radial.
A las seis almorzamos en Chiflas, un lugar antes de comenzar a bajar el último tramo del apabullante cañón del Chicamocha. Es un sitio enorme con mirador por todas partes. No había nadie cuando llegamos, tan solo seis o siete meseros que se peleaban entre ellos sin reparar en el enorme estómago con forma de dragón con el que luchábamos en la mesa.
-Si don Héctor estuviera nos habría atendido personalmente. El viejo se desvive por los camioneros, porque dice que fuimos nosotros quienes le hicimos la fortuna -dijo don Luis, en tono muy bajo, como una oración para sí mismo.
Y justo cuando terminó su oración a don Héctor, apareció un viejito peliblanco, que se vino caminando muy lento hacia nuestra mesa. Traía también una enorme sonrisa de bienvenida que estrechó con don Luis calurosamente, sin dejar la formalidad en ningún momento. Después llegó la fiesta de cabrito al horno. "El mejor cabrito al horno de Santander", dijo don Luis mientras manipulaba los cubiertos con mesura, sin sorprenderse porque yo estuviera comiendo como un salvaje medieval. Eso sí era comida de camioneros.
La noche nos agarró subiendo a Los Curos lentamente. Bordeando las ocho, comenzamos a ver luces de ciudad, avenidas, carros particulares. Llegábamos a Bucaramanga luego de trece horas de viaje. Me dieron ganas de cantar una canción épica que relatara nuestra travesía. Cuando don Luis estacionó al mamut nos dijo hasta mañana.
-¿Cómo así, don Luis? -pregunté, porque pensaba que nos hospedaríamos juntos en un hostal de camioneros, con una cantina en donde los reyes del camino golpearían güisquis contra la barra.
-Yo me quedo donde unos parientes. Ustedes pueden ir a un hotel que queda por el mercado. Mañana nos vemos a las cuatro de la mañana -dijo en su habitual tono sin sobresaltos.
Luego nos acompañó a coger el taxi y le indicó al chofer para dónde íbamos. Me sentí como el hijo imbécil de don Luis, pero le agradecí la cortesía.
El bendito hotel era una baratija con ínfulas de mármol y caballitos imitación ébano que relinchaban sobre las mesas junto a plantas de plástico de lo más cucas. Me acerqué a la recepción como un vaquero luego de atravesar el desierto a pie, con cierto donaire de superioridad. Tuve ganas de mascar tabaco y decir la palabra güisqui como si estuviera a punto de escupir una bala. Después me trabé en una pequeña discusión con un conserje imberbe porque no había toallas en el baño. Me trajo una telita blanca jaspeada con cara de limpión, delgada como una fotocopia de toalla.
A las cuatro en punto, bajo un aguacero torrencial, llegamos al parqueadero y don Luis ya estaba listo. El mamut no aguantaba las ganas de caminar. Creo que después de los buenos días no hubo más palabras hasta que comenzamos a bajar a Rionegro. Don Luis estaba apurando el paso por primera vez. Bajábamos a más de cincuenta, cosa que no había pasado hasta el momento.
-¿Le picó el afán, don Luis?
-Por acá salen los pícaros. A veces se suben al camión por detrás, rompen la carpa y saquean el camión. Es mejor no darles oportunidad.
Entendí que andaba despacio porque le gustaba, que bien podía acelerar en bajadas y subidas, pero evitaba estar tenso durante el viaje.
Mientras bajábamos a El Playón, don Luis decía que por ahí salían antes los guerreros. Usó esa palabra: guerreros. Sabía el punto exacto en donde habían quemado mulas y nos lo señalaba. El rastro de hollín permanecía en la carretera, las verdaderas estrellas negras de este país del Sagrado Corazón.
Cuando llegamos a El Playón nos detuvimos a tomar tinto. Una mujer rubia lo saludó amablemente y luego me miró con unos ojos verdes llenos de dulzura mientras me pasaba el café.
-Qué ojos, doña, qué mirada más dulce -dije.
Y mis palabras redoblaron el cariño de aquella mujer, se le salió por las pupilas y lo sentí en el alma.
-¿Se queda acá?
-¿Me quedo, linda? -le pregunté a ella.
Me dijo con los ojos que no se podía. Me dijo muchas cosas en un segundo que, por razones de espacio, no podría escribir.
A partir de entonces, don Luis no podía evitar sonreír cuando me miraba. Manejaba y sonreía.
-¿Alguna vez le ha pasado, don Luis?
-A mí no, pero a muchos compañeros sí. Han dejado todo por algo parecido. ¿Se hubiera quedado?
-De pronto.
-Ella es la esposa de un camionero -dijo, y caímos de nuevo en el runrún zen zen, porque hacíamos fila detrás de una recua de mulas.
Cámara lenta, calor en la cabina y el recuerdo de unos ojos en El Playón. El silencio se hizo cómplice de pronto. Y árboles florecidos, y unas niñas de trenzas jugando a la vera del camino, sonrientes a cascadas, pero sin audio. Una película de la nueva ola del cine francés.
A San Alberto arribamos a las ocho. El país costeño hacía su aparición con desparpajo.
-Ajá, niño, ¿cuánto te pongo? -le dijo la bomberita de San Alberto a don Luis, a sus 68 años.
Y mientras echaba gasolina me dijo que estaba verde, me preguntó que si estaba enfermo y se burló sin malasangre.
La carretera se hizo plana y el calor constante. Desayunamos en Aguachica con todo. Fui el único que se dio un banquete de camionero. Con caldo, con carne, con arepa de huevo, con huevos al regusto, con bollo de yuca, con jugo y con tinto. En realidad, don Luis me debería ceder el timón. Mi espíritu estaba en el camino, acompasado para siempre con el ruido del mamut en mi corazón.
Entonces fueron siete horas hasta Plato, Magdalena, pasando por La Mata, El Burro, Pailitas, Las Vegas, Curumaní, San Roque, La Loma, Cuatro Vientos, Bosconia, El Difícil y Nueva Granada. Y aunque estábamos a cinco horas de Cartagena no podíamos seguir. La carretera entre Plato y Carmen de Bolívar la cierran desde las seis de la tarde hasta las seis de la mañana. Escasos 45 kilómetros que no se pueden transitar de noche porque allá, en los montes de María, están los ‘guerreros‘.
Don Luis estacionó el camión dos kilómetros antes de Plato, en donde suelen parar los camioneros. Aquella sí era una taberna del desierto, llena de vaqueros aporreando güisqui contra las mesas y divas adolescentes contoneándose alrededor de las mesas, como si fuera una variedad del cancán de las chicas del saloon. A lo lejos, enmarcado por un atardecer naranja encendido, una especie de ‘anarancer‘, el glorioso río grande de la Magdalena serpenteaba su creciente hacia las bocas de Ceniza. Don Luis, como es obvio, tenía amigos en todas las mesas. Se sentó junto a nosotros y pidió limonada.
-Don Luis, ¿usted es evangélico, cristiano? -le pregunté.
-A veces pasan años sin que pruebe una cerveza. Cuando me las tomo lo hago en mi casa, oyendo canciones de Silva y Villalba.
Luego se levantó de la mesa y se fue a conversar algo rápido con el dueño del saloon y regresó.
-No hay camas para ustedes acá, pero ya hablé para que los lleven a un hotel que tiene El Paisa, en Plato. Yo me quedo en el camión porque tengo que estar pendiente de la carga -dijo.
-Y a todas estas ¿de qué vamos cargados?
-Mercancías varias -contestó con la misma formalidad que había usado frente a los policías de carreteras.
-¿Qué tan varias?
-De todo: cosas de cocina, herramientas, muebles. de todo. Mañana nos vemos a las cinco y media. El señor que los lleva los trae, por eso no se preocupen.
Me di cuenta de que don Luis nos cuidaba tanto como a sus mercancías varias. Nos empacó en un troncomóvil que tenía algo de jeep, algo de Renault 4, algo de bus, algo de chiva, que nos tiró en una esquina cantada por el Cacique de La Junta. Me dieron una habitación pequeña, con baño, aire acondicionado, abanico, y un televisor a control remoto sintonizado desde siempre en un canal porno. Luego de un breve descanso decidimos salir a buscar la estatua del hombre caimán; descubrir las entrañas de la leyenda.
Plato. Qué cosa: llena de luces, de música, de bares, de mujeres hermosas y de luciérnagas fantásticas. En esa plaza había una pequeña ciudad de hierro instalada que funcionaba como un imán para todos los platenses. Bares frente a la plaza que hacían sonar a volumen mesurado vallenatos y cumbias y pregones de Héctor Lavoe. Y garotinhas mostrando con alevosía sus pubertades recién estalladas. Pequeñas faldas, ombligueras, esqueletos, descaderados, acompañados por esa cadencia costeña que uno no sabe si es la pereza más graciosa del planeta o es la gracia más perezosa. Qué plato, señores. Uno paradisíaco, con sabor de ultramarino, exótico y rimbombante, lleno de bembas sonrientes, de pieles negras y morenas y blancas. y de luciérnagas fantásticas también. Qué bien aquello de cerrar la carretera y obligar a la gente a disfrutar de Plato. Tremenda fiesta caribe, tremendo carnaval de río.
Me traje la llave del hotel sin darme cuenta, pegada de un llavero con santo. Nadie lo ha identificado, pero quiero suponer que se llama fray Carnaval de Plato.
Cuando abrieron la carretera, una poderosa caravana de mamuts emigrantes se echó a andar. Dos horas después estábamos varados en pleno San Jacinto.
-¿Es grave? -pregunté.
-No, fue un error mío. No abrí la llave del otro tanque de diesel. No es nada.
¿Nada? Don Luis no paró de trabajar, de meterse por debajo, por los lados, de llenar filtros y quitarlos, mientras que yo, aburrido por no hacer nada, me fui a conversar con una vendedora de hamacas que amamantaba un crío. Me dijo que estaba cansada, que el marido se había ido y que le estaba tocando duro porque no había quién trabajara.
-¿Cuánto paga?
-Habitación, comida y cien mil pesos.
Don Luis intentó prender al mamut dos veces sin éxito, su paciencia llegaba al límite.
-Si en el próximo intento no arranca se nos va la batería. y ahí sí es estamos varados.
No me importaba. Alcancé a escribir una nota.
Querido editor, San jacinto es un pueblo maravilloso, de buen clima, gente sonriente y hamacas. Si quieren visitarme, pregunten por Maye a la entrada. Ella tiene un hijo. No es mío. Gracias por darme la oportunidad de cambiar de vida. Me despido con un abrazo caliente desde San Jacinto con amor. Y justo cuando iba a aceptar la propuesta escuché el rugido del mamut invitándome a continuar el viaje. Me despedí de mi otro destino y partimos.
A las once y media del sábado avistamos a lo lejos la bahía de Cartagena. Veníamos comiendo mangos de Malagana, los mejores mangos de Colombia, según don Luis. Veníamos en silencio, cómodos, convertidos en otras personas.
En el parqueadero de Copetrán nos despedimos con el corazón. Había conocido al señor del camino, el camionero más atípico de Colombia, sin duda, un hombre que ha visto mucho y sabe mucho, pero calla. Como los sabios callan.
Antes de partir me quedé mirándolo caminar y se me vino a la memoria el monólogo del replicante al final de Blade Runner:
"He visto cosas que tu gente no creería. Naves de ataque encendidas más allá del límite de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad, cerca de la puerta de Tanhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia". Tiempo de partir.