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12 de junio de 2008

2. La ruta de la infamia

Segundo capítulo de la gran crónica de Alberto Salcedo: Un País de Mutilados. William Cuadros sufrió el accidente el 29 de octubre de 2003. Las víctimas tienen un plazo de seis meses a un año para reclamar su indemnización por lo ocurrido. Por invalidez absoluta se puede pedir hasta 24 millones de pesos.

Por: Alberto Salcedo Ramos. Fotografía: Camilo Rozo.

El avión acaba de aterrizar en el Aeropuerto José María Córdova, del municipio de Rionegro, cuarenta minutos después de haber despegado de Bogotá. Son las once de la mañana de un lunes soleado. Mientras espero que la banda transportadora de equipajes empiece a girar, consulto el mapa de bolsillo: me encuentro a 38 kilómetros de Medellín. En este sector principia el oriente de Antioquia, la región colombiana más vulnerada por las minas antipersonales. Desde 1990 hasta el primero de diciembre de 2007, se han presentado en el área 2.368 accidentes, que han dejado 1.520 víctimas —casi la cuarta parte del total registrado en el país—. 281 de ellas murieron en el momento de la explosión. Las otras personas, entre las cuales hay casi 200 niños, quedaron condenadas a soportar durante el resto de sus vidas los traumas físicos y psicológicos más crueles: órganos cercenados, parálisis, rostros deformados por las quemaduras, cicatrices atroces, ojos descuajados, pánico, depresión, irritabilidad, derrumbe de la autoestima. Algunos sobrevivientes somatizaron su angustia y se volvieron enfermizos: empezaron a padecer arritmia cardiaca, dolencias estomacales, alteraciones en la piel, náuseas. Otros se aislaron del mundo. Casi todos son campesinos humildes que, después del percance, abandonaron sus parcelas y emprendieron un éxodo doloroso en busca de auxilio. Se convirtieron así en parte de los tres millones de desplazados menesterosos que, según la Agencia de las Naciones Unidas Para los Refugiados —Acnur—, ha generado el conflicto en Colombia.

Ahora me dirijo en un taxi hacia la estación de gasolina conocida como La Mañosa, situada en la autopista que comunica a Medellín con Bogotá. Allí me recogerá Oveida Morales, una de las asistentes psicosociales de los damnificados, quien me llevará a San Francisco, primera escala de mi travesía por el oriente de Antioquia. El chofer, un cincuentón corpulento de bigote bismarckiano, oye las noticias deportivas en la radio, mientras yo repaso el expediente que me entregaron en el Observatorio de Minas de la Vicepresidencia de la República. Varios de los datos que tengo subrayados son aterradores. Hay bombas sembradas en 31 de los 32 departamentos del país —la excepción es el Archipiélago de San Andrés y Providencia—. Los municipios perjudicados son 679, que equivalen al 60 por ciento del territorio nacional. Desde el año 2005 se presentan, en promedio, tres víctimas diarias, entre muertos, heridos y mutilados. De 1990 a 2007 se han registrado, en total, 6.637mártires. Esta última cifra posiblemente se queda corta, pues muchos casos no son reportados, a veces por negligencia o por ignorancia de los afectados, y a veces por el aislamiento de los lugares donde ocurren los accidentes.

¿Qué son 6.637 cristianos reducidos a un diagrama de barras? Un simple guarismo en una hoja de cálculo. Sin embargo, si apeláramos a ciertas comparaciones, los áridos números nos servirían para establecer la magnitud del problema. Con esos damnificados se podría fundar una villa casi tan habitada como el famoso balneario de Punta del Este y seis veces más poblada que Ciudad del Vaticano. También se podrían llenar hasta el tope 22 salas de cine con capacidad para 300 espectadores. Si viéramos a las víctimas en carne y hueso, juntas en un espacio único, advertiríamos que son una multitud. Y así, la cifra escueta que ahora tengo frente a mis ojos, resaltada con tinta verde, parecería más dramática. Si esa situación imaginaria se materializara, si cerráramos los ojos durante un tiempo y al abrirlos nos encontráramos en un coliseo ocupado por 6.637 lisiados de guerra, lo que más nos impresionaría sería, justamente, la abultada cantidad. Luego nos asombraría lo insólito de la reunión. Tras más de cuarenta años de conflicto armado, los colombianos hemos ido perdiendo la facultad de sorprendernos frente a la violencia. Lo trágico nos conmueve cuando es exótico o monumental. Un anciano ahogado con su propia caja de dientes o un enamorado reventado de infarto mientras hace el amor en un motel nos resultan más impactantes que un campesino inmolado en su parcela. Testigos rutinarios de un circo donde se combinan a diario lo grave y lo risible, solo seguimos con interés los actos extremos, sobre todo cuando presentan un ángulo folletinesco de la realidad o cuando comprometen la vida de mucha gente, pues creemos que quince cadáveres son más perturbadores que tres y menos perturbadores que veinticinco. Lo demás nos produce apatía.

El chofer se detiene en una bahía de estacionamiento para revisar una de las llantas delanteras. Al bajarse del carro, enrosca con la mano derecha las puntas de su bigote bismarckiano. Una ráfaga de viento tibio me pega en el rostro. A un lado de la autopista, un perrillo rengo y enclenque trata de montar a una perra mucho más grande que él. Tres niños alborozados tocan las palmas, como si estuvieran alentándolo. El perrillo se encabrita, pero sus arrestos naufragan en las corvas de la perra. Luego de un par de enviones fallidos, el pobre animal boquea, impotente, y se queda quieto. ‘Bismarck‘ regresa y dice que la llanta está bien. Me mira por el espejo retrovisor, reanuda la marcha. Después sintoniza un programa de boleros. Oigo entonces a Leo Marini, con su exquisitez de barítono, cantando que quisiera llorar y no tiene más llanto. Cuando el taxi arranca, volteo hacia atrás y veo por última vez el cuadro de los chiquillos sonrientes y el cachorro atribulado. ¡Ah, los niños y su típica perversidad!, pienso. La escena sugiere también una celebración inocente de la vida, a través de lo más simple de la cotidianidad. Es un gozo en el que se refleja la despreocupación irracional propia de los muchachos, esa fe absoluta en el orden del Universo. Nada los desvela, ni la muerte ni ninguna otra adversidad. Sin embargo, el reino al que pertenecen es frágil y podría desmoronarse en un segundo, es decir, en el tiempo que dura un abrir y cerrar de ojos. Bastaría una pisada, una sola pisada, para desestabilizarles el suelo que ahora se les antoja firme. Y para arruinarles el futuro. Adiós, euforia. Adiós, primavera. ¿Quién pondrá el sol en su sitio cuando la calamidad lo borre del horizonte? Imaginarlo es cruel, de acuerdo, pero no descabellado: los tres chicos habitan en una zona invadida de artefactos explosivos. Además, es así como ocurren estos accidentes: la gente está tranquila, caminando hacia la escuela o hacia el huerto, asando arepas o endulzando el café, arando la tierra o tomando el fresco de la tarde, vaticinando la suerte de las cosechas o festejando un suceso gracioso, cuando sobreviene el fogonazo letal.

Mientras el chofer desciende por una ladera bordeada de maleza y helechos, pienso que es muy bellaco mimetizar una bomba entre matorrales o disfrazarla con tierra, y más cuando se trata de lugares por donde transitan civiles inocentes, incluidos menores de edad. El propósito, está claro, es evitar que los caminantes se prevengan, atacarlos por sorpresa. Acaso lo más execrable del método es, precisamente, su marrullería, porque asalta la confianza necesaria para la supervivencia de las comunidades. Es como una humillación que se le añade al dolor y lo recrudece, como un escupitajo en el ánimo de la gente. Con sus bombas, el agresor mutila físicamente a la víctima. Con su engaño, le quebranta la psiquis. Quizá sea esto último lo que más les interesa a los terroristas que siembran las minas antipersonales. Al inundar de explosivos los caminos el enemigo se hace sentir pese a que no da la cara. Y así, produce la sensación de que está en todas partes aunque no se le encuentre en ninguna. El hombre tiende a deificar las fuerzas invisibles, justamente porque no puede descifrarlas. Respeta la mano criminal que camufla la bomba en el suelo y luego se esconde, tanto como al poder supremo que desata las centellas y los aluviones. Ambos le resultan inalcanzables, ambos le resultan irrebatibles. De atentado en atentado, los verdugos se van granjeando una reputación intimidante que les sirve para su proyecto de dominio territorial, pues una vez que el miedo se generaliza, los pueblos huyen, despavoridos, y ellos, los bárbaros, se quedan en el área como amos y señores.

Vuelvo a los expedientes que me dieron en el Observatorio de Minas de la Vicepresidencia de la República. Examino una página titulada "Ruta de atención integral a las víctimas", que contiene los diferentes momentos del drama, desde cuando estalla la mina hasta cuando a la persona amputada le instalan el órgano ortopédico y le entregan una remuneración por su discapacidad física. Aparentemente, al informe no le falta ninguna etapa. En él figuran tanto la atención en urgencias como la asistencia psicológica. Incluso, se contempla la posibilidad de que el convaleciente muera y, en ese caso, se le asigna un rubro llamado "gastos funerarios". Veo otra vez los diagramas, las flechas, y me pregunto cuánto dolor se agazapa tras estos datos lacónicos.

Habrá un momento, sin embargo, en que "la ruta de las víctimas" no será un croquis impreso en una hoja sino una sucesión de hechos terribles descritos en testimonios desgarradores. Entonces comprenderé, paso a paso, este Calvario. En principio está la explosión a mansalva, infame, que desmantela el cuerpo y acobarda. Varios de los afectados, después del aturdimiento inicial, cuando observan su pierna desmembrada, les piden a sus acompañantes que los rematen con cualquier herramienta agrícola que lleven a la mano —un machete o un martillo, por ejemplo—. Luego sigue el traslado hacia un centro de salud donde les presten los primeros auxilios. Por lo general, los accidentes ocurren en áreas distantes que no cuentan ni con vías de acceso ni con recursos clínicos. Toca transportar a pie o en bestia a los heridos, y las marchas a veces se prolongan durante cinco horas. Como no existen camillas ni ambulancias son acarreados en una hamaca suspendida entre dos palos, o en mecedoras levantadas a pulso por los socorristas voluntarios. Las caminatas se tornan más inclementes cuando se realizan al mediodía y el calor arrecia, o cuando se efectúan de noche, ha llovido y la trocha se encuentra enfangada. Después vienen las camillas, los quirófanos, los médicos, las enfermeras, las intervenciones quirúrgicas, las prótesis, las consultas, las terapias. La andadura permanente por los hospitales transforma la vida en una penitencia. Que se intensifica, aún más, con los problemas económicos y sociales. El mutilado renuncia a sus escasas pertenencias y abandona el terruño donde es productivo y conocido por su comunidad, para irse con su familia a cualquier sitio extraño, donde se convierte de inmediato en un ser ignorado, nulo, que habita casi siempre en tugurios de mala muerte y sobrevive gracias a actividades degradantes, como mendigar en los espacios públicos. Es cierto que le corresponde una indemnización y una ayuda humanitaria, de acuerdo con la gravedad del daño sufrido. Pero hasta este proceso de resarcimiento puede añadir mortificaciones. Hay que reunir documentación personal, corretear por dependencias oficiales, tramitar peticiones, autenticar papeles, someterse a antesalas exasperantes. Tales diligencias, aparte de ostentar un tinte burocrático abrumador, desbordan, a menudo, el exiguo nivel de educación de las personas accidentadas. Algunas de ellas, según lo comprobaré más adelante, desconocen cuál es su mano derecha y cuál es su mano izquierda, carecen de cédula de ciudadanía y ni siquiera saben qué día nacieron. Sin embargo, la ley establece que si no solicitan su compensación en un plazo que oscila entre seis meses y un año, pierden el derecho a reclamar. Como si los perjuicios que ocasionan las bombas tuvieran fecha de vencimiento. O como si los lisiados hubiesen quedado así por su propio gusto. La insensatez de la legislación y la ignorancia de tantos pueblos olvidados, contribuyen a que haya muchas más víctimas desamparadas. Se estima que para saldarles la deuda a todas las que permanecen sin reportar, se requiere un monto de 142.000 millones de pesos, es decir, 70 millones de dólares. Además, las lesiones son evaluadas con un criterio avaro. Lo máximo que se reconoce por concepto de invalidez absoluta, sumando la indemnización y la ayuda humanitaria, son 24 millones de pesos —unos 12.000 dólares—.

Cuando regrese a Bogotá y vea en perspectiva la ruta que deben transitar los afectados, me preguntaré si acaso antes y después de la explosión no habrá elementos tan crueles como la bomba misma. El abandono en que viven muchas regiones, por ejemplo. O la indiferencia de la mayoría de los colombianos frente a un problema que percibimos como lamentable, pero ajeno. Al final del viaje quedaré con la sensación de haber sobrepasado los límites del horror. Pero aun entonces oiré más declaraciones alarmantes. Luz Piedad Herrera, directora del Observatorio de Minas, contará que muchas de las bombas contienen excremento, puntillas viejas y desechos plásticos, razón por la cual no solo destrozan, sino que, además, infectan. "Hay personas —dirá— que pierden una pierna durante el atentado y a la semana siguiente, debido a alguna esquirla contaminada que les queda, también son amputadas de un brazo". Por su parte, Álvaro Jiménez, director de la Campaña Colombiana Contra Minas, una organización que defiende los derechos de las víctimas, hará énfasis en los estragos psicológicos. "En muchos pueblos a los niños les da miedo ir a los patios para jugar y alcanzar mangos, y en esas condiciones la vida ya no vale la pena".

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