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25 de febrero de 2014

Testimonios

Un Pacheco inédito

El propietario del Museo del Tequila hace una semblanza íntima del Pacheco que conoció cuando se cumplen dos semanas de su fallecimiento.

Por: Julián González
| Foto: Alejandra Quintero

Me nace escribir este artículo sobre Pacheco porque me ha dolido profundamente su partida. No trabaje con él, ni soy familiar suyo, solo quiero compartir con ustedes algunas anécdotas que me sucedieron con él en casi 30 años de amistad. Desde finales de los 80 formé parte de su vida privada, gracias a esa persona de la que Pacheco, me decía: “es mi amigo incomparable” Alfonso González, mi padre. 


Algunas veces ir a futbol con Pacheco era incomodo, especialmente en los clásicos capitalinos y los partidos determinantes con hinchadas importantes del  resto del país. Él sufría mucho por su equipo amado. Y es que si metía gol Santa Fe, los aficionados albirrojos se volteaban felices  hacia la cabina donde estábamos ubicados para celebrar los goles con Pacheco. Él  simplemente sonreía y levantaba el pulgar, pero los hinchas del otro equipo lo maltrataban con toda clase de groserías, como si fuera él quien hubiera metido el gol. “¡Pacheco hp!” era lo más decente que le decían. Sin embargo, jamás contestó a esas palabras, siempre mantuvo la compostura, quizás sonreía y ya, pero eso era aún peor, pues empezaban a tirarle toda clase de objetos. Esos vidrios de las cabinas de los palcos de ‘El Campín’ son de una calidad excepcional.     

Un dibujo que hice de Pacheco y Álvaro Ruiz jugando cartas en el año 2001 con las firmas respectivas de ambos.

Faltando unos diez minutos para finalizar los partidos, Pacheco decidía que nos teníamos que ir. Era desagradable tener que marcharse antes de terminar el juego pues casi siempre el partido no terminaba igual. Pero podía ser aún más desagradable que algún desadaptado nos jugara una mala pasada y lo agrediera. Él era consciente de ello, fue muy precavido en ese aspecto.  

En los almuerzos no podíamos estar tranquilos, cuando no eran los comensales del sitio, eran los meseros y cocineros que no permitían que Pacheco se fuera sin firmarles un autógrafo o sin tomarse una foto con él. Las visitas a los diferentes pueblos, especialmente a las plazas de toros eran memorables. La alegría que generaba su presencia era inigualable. Si la corrida era en plazas de primera o segunda categoría, viajaba en el carro de RCN, cadena radial para la cual transmitía. Si era en los pueblos cercanos a Bogotá, lo recogíamos en su apartamento y nos íbamos a La Calera, Guatavita, Duitama, Lenguazaque, al pueblo que fuera siempre fue recibido como un dios. Ya en el callejón de la plaza, su presencia despertaba euforia en los aficionados que coreaban su nombre; él, en muestra de agradecimiento, simplemente levantaba su mano  y soltaba esa sonrisa transparente que nunca vamos a olvidar. 

Recuerdo que una vez en la feria de Manizales, el torrencial aguacero obligó a la presidencia a suspender momentáneamente la corrida programada para las 3 y 30 de la tarde, con la esperanza de que escampara. Pacheco, mi padre y yo salimos lavados completamente hacia el carro de RCN, a eso de las 4 y 10. Pero la gente en la plaza aguantaba el chaparrón  y esperaba pacientemente la decisión del presidente. A las 4 y 30 Pacheco, ya indispuesto por el diluvio, no tuvo problema para, sin consultar con el presidente, decir al aire: “señores aficionados, la corrida ha sido cancelada, pronto sabremos para que día y hora se dará, buenas tardes”. A las 4 y 40 ya había dejado de llover y nosotros ya estábamos en el hotel. Nadie lo llamó, nadie le dijo nada, su teléfono nunca sonó para reclamo alguno. Nadie cuestionaba lo que hacía o determinaba. Su confianza en sí mismo lo llevaba a tomar decisiones con esa autoridad.

Pacheco, mi papa Alfonso, mi hermana Carolina y yo en el año 1987.


Era una persona temperamental. A finales de los 90, íbamos para una corrida en Silvania, el trancón en Soacha era insoportable, una hora ahí parados, cuando de pronto Pacheco dijo: “nos devolvemos, mire ese trancón”. Mi padre le dijo: “Pacho, este trancón es normal, apenas pasemos el puente peatonal, rinde…”. Completamos una hora y 20 de trancón y dice Pacheco: “Nos devolvemos ya, ¡no me mamo más este trancón!”. Nosotros insistimos: “Pacho, ya va terminar, se debe a que los buses recogen y dejan pasajeros en ese mismo paso, siempre es igual…”. A la hora y 30 minutos, dice Pacheco: ”No, nos devolvemos ya, mire esto, a mí quién me mandó a venir acá…”. Y nosotros, dele: “Pacho, recuerde que dijimos que íbamos a ir, nos están esperando para presidir la corrida …..”.  Pacheco no dejó terminar de hablar y dijo: “nada,  me bajo ya, hasta luego”. Efectivamente, se bajó, cruzó la avenida hecho un tigre y empezó a sacar la mano para parar un taxi. Yo salí corriendo a buscarlo y a decirle que mi papá ya se iba a devolver, que no se pusiera así. Pero mientras quería mandar todo al carajo, la gente, que desconocía lo que sucedía,  estaba feliz de verlo. Todo el mundo le pitaba y le gritaba: “adiós Pacheco”. En cuestión de 15 minutos, mientras mi padre daba la vuelta de regreso, firmó tantos autógrafos como carros tenía el trancón. Justo al frente de donde estábamos quedaba un montallantas. De ahí salió un mecánico, el hombre se acercó para que le firmara un almanaque. “No tengo esfero, disculpe”, dijo. El mecánico entró, sacó un neumático inflado, tomó una tiza con las que se marcan los agujeros y se la pasó, diciendo: “Pacheco, por favor, regáleme un autógrafo dedicado a mí, a mi esposa y a mi hija”. Y con esa humildad que tanto lo caracterizó, así lo hizo. Cada vez que pasábamos por el lugar, nos fijábamos que el montallantas seguía ahí, pero con otro nombre: “Donde Pacheco”. Funcionó hasta hace pocos años y exhibía orgullosamente su neumático firmado. 

En el año 2000 Pacheco se vio obligado a vivir en Miami por las amenazas de la guerrilla, visitaba el país esporádicamente. En una de sus visitas fue al restaurante y le trajo a mi papá una botella de tequila marca “Calle 8”.

Dijo: “Alfonso, le traje algo, esta exclusiva botella de tequila”.

Mi padre agradeció: ”Pacho, hombre, para que se molesta con eso, muchas gracias compadre”.

“Tenga en cuenta, respondió Pacheco, que esta es una botella única, me costó siete mil dólares. Y a usted, Van Gogh (apodo que me puso por mi gusto por la pintura) le traje esta camiseta del Tampa Bay, el ‘Pibe’ Valderrama está jugando en ese club, me invitó al estadio, fui a verlo y me la obsequió al finalizar el partido”. Me quedé sin palabras, lo abracé fuerte, emocionado como un niño.

Pacheco, mi papá Alfonso, un amigo de la casa: Héctor Jiménez y yo, jugando cartas en el restaurante Museo del Tequila.


Bien, varios años después estuvimos con mi familia en Miami, y mi padre vio en una licorera una botella de tequila “calle 8”. Nos dijo: “miren, la botella que ´Pacho’ nos regaló, preguntémosla”. La botella costaba 30 dólares. Me temo seriamente que la camiseta del Tampa Bay no se la regaló ningún ´Pibe’ Valderrama. Cuando quise salir de la duda, Pacheco ya estaba en Miami de nuevo y de todas maneras preferí no preguntarle. Tampoco a ‘El Pibe’, quien nunca se ha asomado por aquí, al ‘Museo del Tequila’.

Una vez, después de almorzar en algún pueblo, le pedí: “Pacho, cuénteme una anécdota única, algo que no sepa nadie”. Me contestó: “¿quiere escuchar algo que no le haya contado a nadie  señor Van Gogh?, bueno, escuche”:

“Resulta que una vez en tal ciudad (me abstengo de nombrarla por obvias razones, y también mantendré otros detalles en reserva personal), después de una corrida de toros que había salido extraordinaria, al terminar la transmisión me fui temprano a descansar. Llegué al hotel alrededor de las 7:30 de la noche, directamente a dormir. A eso de las 10:30 sonó el teléfono de la habitación, era la recepcionista quien cordialmente me dijo: “Don Fernando González Pacheco, muy buenas noches, disculpe la molestia, quería decirle amablemente que el señor Z (un reconocido narcotraficante) desea invitarlo a su mesa en el restaurante del hotel.

”Muchas gracias, respondí, agradezco amablemente que el señor Z me haya invitado a su mesa, dele por favor mis excusas y dígale que no me siento bien”.

“Don Fernando, disculpe por interrumpir su sueño”, dijo.

“No se preocupe, muchas gracias” y colgué.
 
A las 11 y 30 sonó otra vez el telefono. Era ella de nuevo. “Don Fernando, disculpe nuevamente lo inoportuno de mi llamada, es que el señor Z insiste que por favor baje a su mesa, que desea saludarlo”.

“Dígale al señor Z que no voy a bajar, que agradezco su amable invitación pero que no voy a bajar,” y corté. Al rato, insistió. Ya molesto, advertí: “si no me deja descansar, me veré obligado a desconectar este aparato, y eso hice al rato porque una vez más llamó”.

Pensé que eso sería todo, pero a los 15 minutos escuché que golpeaban a mi puerta. Abrí y, sorpresa, era el señor Z en persona. ”Don Fernando, dijo con cierta cortesía, buenas noches, disculpe por favor mi insistencia, ocurre que estoy en una mesa con mucha gente y yo les dije que usted era amigo mío, pero no me creyeron mucho, entonces lo mandé llamar una y otra vez, y me dicen que usted no quiere bajar. Mire, me da pena abusar de su confianza, por favor, acompáñeme 5 minutos, los saluda y vuelve a subir a su habitación… Pues, ¿qué me tocó hacer? Decirle que me diera unos minutos mientras me vestía. Efectivamente, bajé. Era una mesa grande, había más de veinte personas entre reinas de belleza, políticos, empresarios, y, alrededor, muchos guardaespaldas. Los saludé, me senté al lado del señor Z, intercambiamos un par de palabras sobre la corrida y un poco de fútbol. Me ofrecieron de tomar y pedí agua. A los 15 minutos me despedí de todos y subí por fin a descansar.

Al otro día, a las 9 de la mañana, tocaron la puerta. Abrí. Un señor que nunca volví a ver me dijo: “Don Fernando, el señor Z no sabe cómo agradecerle ese gesto suyo de anoche y le envía este detalle”, que puso en mis manos y se marchó. Quise decirle que no me debía nada, pero ya iba al final del pasillo y no atendió mi voz. Era una caja que recibí con algo de miedo,  al abrir el “detalle” quede frío, duré un rato con el susto más espantoso de mi vida. No sabía qué hacer, al final tire eso mismo que los hacía tan ricos y poderosos, al fondo del inodoro y bajé la cisterna.  ¿Satisfecho, señor Van Gogh por la exclusiva que le estoy dando?” Y se echó a reír.

Ese era el otro Pacheco, el hombre al que le resultaba incómodo tener que asistir a un coctel, a un club, o a cualquier tipo de invitación formal. No había nada peor para él que eso, pues pasar inadvertido le resultaba imposible; Ese mismo Pacheco que podía estar entrevistando en horas de la mañana a las personas más importantes del país ó grabando los programas de animación más famosos de la televisión colombiana, y en la tarde estar brindando con refajo, whisky o tequila por el comodín que le sirvió para la escalera, o por la mano lograda para alcanzar el balazo en la cancha de tejo, o por el triunfo del chico de billar donde actuó con seguridad al haberse robado esa dudosa ultima carambola.

Gracias Pacheco por haber tenido la oportunidad de compartir tantos ratos memorables: tu legado, tu sencillez, tu autenticidad perduraran para siempre.

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