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15 de julio de 2005

Novela erótica [QUINTO CAPÍTULO]

Con un pase fino pero apremiante, Ungar le pasa la pelota al escritor David Sánchez Juliao para que saque a nuestro personaje del enredo sexual en el que se encuentra, o para que lo enrede más. Fotografía del artista Luis Carlos Celis.

Por: David Sánchez Juliao

¡Ufff!¡Qué tal que cuanto ha sido narrado en los párrafos anteriores fuera verdad! ¡Qué tal, a mis años, acabar en esas! He sonreído recordando a mi hermano Jaime, quien, cuando apenas empezaba yo a trabajar en aquella primera agencia de publicidad en Medellín, no dejaba de preocuparse por mi sensibilidad ante los colores y, peor, por la capacidad de combinarlos.
-¡Cuidadito, hermano, y acaba metido a marica! -me decía.
Jaime, en esos asuntos de machos, es un ser intransigente. Jaime es un latinoamericano a ultranza. Si lo llamara a Medellín, en donde se obstina en seguir viviendo, y le contara que aquello de la voz ronca de la secretaria del doctor Posada, que aquello de la charla en la cafetería, aquello de llevármela a un motel, y aquello de que a la hora de la verdad la hermosa hembra de ojos verdes me había resultado un hombre... repito: si le contara que todo aquello se trató apenas de un sueño, me diría:
-¡Huy, hermano, ahora sí se volvió... pero de verdad-verdad!
Jaime, insisto, no transige. Más que de mi madre, parece hijo de Freud.
Un día, recuerdo, le conté que había soñado que el cable del teléfono se había convertido en una culebra y que, mientras hablaba con Verónica, se me había metido por el oído. De inmediato espetó:
-¡Huy, hermano, mariquería escondida!
Habría podido decir "homosexualismo reprimido" o algo así, ¿no es cierto? Pero no. Jaime es como es, directo, coprológico, macho, ultragodo y, ¡caray!, medio traqueto de espíritu. Sí, pues acostumbra decir: "La plata hay que conseguirla honradamente, pero si así no se puede, hay que conseguirla de todas maneras". Y eso no es nada. Una noche, se atrevió a comentar en una bebeta: "Hombre que se deprime es marica; y mujer que llora es puta". ¿Podría existir un par frases que lo definieran mejor?
Ahora me pregunto: ¿se imaginan lo que me diría si lo llamara por teléfono y le dijera que estoy entusado y deprimido y que anoche soñé que me había llevado a una hembra a un motel y que al tirar la mano a la presa, en el momento de las verdades, no encontré cavidad sino protuberancia y que, en un acto temerario y suicida, había decidido... -en sueño, aclaro una vez más- ...había decido correr con los riesgos de la experiencia homosexual? ¿Se imaginan su reacción? Tal vez, muy antioqueñamente, diría:
-¡Cuenta, hermano, cuenta y el cable del teléfono se le convierte en culebra boa de las gruesas y no se le mete por el hueco del oído sino por otro hueco!
Y... qué podría responderme cuando le dijera:
-Se jodió, hermano, porque le hablo desde un inalámbrico. Es más, desde un celular.
Jaime lo pensaría, guardaría un instante de silencio y reventaría:
-Pues... la antenita de ese aparato se le va a convertir en serpiente cascabel... y cuenta, hermano, cuenta. Y, oiga -agregaría-: por acá por Medellín no vuelva, porque aquí a los maricones los sicariamos.
Y pensar que fue Jaime, ¡increíble!, quien me presentó a Verónica. Me la presentó por correo, y esto es un decir. Un día, pocas semanas después de mi traslado a la oficina principal de la agencia de publicidad en Bogotá, aquella despampanante mujer se presentó a mi cubículo con una nota de Jaime. Ella dijo: "Aquí le manda Jaimito, con la recomendación de que no me muestre lo que dice la nota". Claro, la nota decía: "Ahí te mando esa cosa para que le hagas el casting respectivo y para que te la cubicules fuera del cubículo pero por el ídem, porque no es Leo ni Sagitario sino Virgo-total. Viene de otro siglo, porque además de ser de ese signo, va a misa. Fíjate a ver si en Bogotá, por allá, por los lados de El Paracaídas, hay un motelito que se llame La Capilla. Con lo 'biata' que es... a ese sí va, y hasta quizás lo aflojará. Suerte, matador. Tu hermano, Jaime".
Esas cosas pasan. Quiero decir, lo que a mí me pasó con Verónica desde el principio. Su energía, porque Verónica fue siempre eso, energía, cargó mis baterías. Todo aquello llegó tocado de un airecillo de predestinación, pues por esos días adelantábamos en la agencia la planificación de una campaña vital para las finanzas de la empresa: la de las baterías Vital. Y le llega a uno a la oficina... ¡semejante pila de mujer, con semejante vitalidad!
A Verónica no le sobraba un gramo de carne, ni le faltaba medio. Tampoco de hueso. Parecía hecha a la medida por el mejor sastre del cielo: el noventa-sesenta-noventa en ella era casi una metáfora, porque tenía esas caderas necesarias para lucir las falditas de los noventa, una cintura de los sesenta para yines planos y caídos y con la florecilla hippie junto a la bragueta, y la bastantidad de busto de los noventa -de nuevo-, caidito como el morro de un cebú pero firme como el de un maniquí desnudo. El centro gravitacional de su existencia era el ombligo, al que uno se sentía obligado a conducir la mirada antes que a los ojos. Rampa, si la hubiera conocido, habría dicho que ese, ciego y lanudito, era su tercer ojo. Por allí brotaba, estoy seguro, y así lo comprobaría después, toda esa energía que de Verónica atrapaba, capturaba, aprehendía, conquistaba, rapiñaba, enco... encoñaba. Su coño era el ombligo.Era lo primero que de ella invitaba a besar.... lengua adentro y, hacia abajo, ¡monte-adentro... caballero! -para usar la expresión cubana.
Antes de saber de qué color eran sus ojos, mucho antes de percatarme de qué calidad era el tinte de su cabello, antes de aprender si sus labios eran carnosos o no -que lo eran-, antes que nada, me extasié en el ombligo, el que cargaba al aire, como ahora se usa en este siglo de descaderados y paramilitares. Sobre él, hice una broma que fue dos cosas al tiempo: una cabeza de puente para llegar a su más ardiente orilla y una chanza que a ella le encantó... por "inteligente". Así me dijo:
-Esa es una chanza inteligente y me gustan las chanzas inteligentes.
La "inteligente" chanza que abrió sus puertas, fue esta. "¿Qué reparas?", me había preguntado cuando la miré al ombligo antes que a los ojos. "Reparo que ese ombligo está mal puesto". ¿Se imaginan aquello de decirle a alguien tan orgullosa de su ombligo que ese ombligo está mal puesto? Era como decirle a la rutilante Amparo Grisales de hace treinta años que tenía el derrier caído; o a la belleza de Gómez Méndez que podía lanzarse a Mr. Colombia. La esplendorosa Verónica reaccionó peligrosamente: "¡¿Que qué?!". Entonces expliqué, con una pícara sonrisa apenas dibujada en la comisura de mis labios: "Sí, ese hermoso ombliguito está mal puesto, pues no debería estar puesto en donde está puesto, sino aquí" -y, con el índice- señalé mi propio ombligo más allá de la corbata que caía.
Soltó la carcajada.
Entonces sí, en medio del grato sonido de aquel carillón de múltiples campanas, pude extasiarme en sus ojazos de esmeralda clara, en sus oscuras cejas perfiladas como a pincel, en su nariz esculpida en claro mármol de carne y en la provocación de unos labios espesos y jugosos como los de un durazno abierto. Recordé, no sé por qué, a la Monroe cuando me mira con ganas de ser saciada desde el afiche que un día se me dio por colgar de las paredes de la oficina. Me la imaginé así, como a la Marilyn, vestidita de blanco, de faldita alzada por el chorro de vapor del subway cuyo tren pasaba horadando las entrañas de la tierra como un pene de múltiples vagones; la manita abajo, junto al vientre, evitando que la falda se alzara más de la cuenta y mostrara más de lo que indican los cánones del erotismo... así... ¡Vaya, qué mujer! ¡Qué exaltación del principio helénico de armonía-igual-belleza! -me refiero a Verónica, claro, porque, en el fondo, la Marilyn hoy solo impactaría del cuello hacia arriba. Sí, porque esas llantitas laterales de la estrella de Hollywood, esos bananitos en las piernas, ese cuerpo regordeto y canónicamente cincuentero no resistiría en los albores de este siglo el menor descaderado.
-¿Te puedo preguntar una cosa? -dijo, cuando paró de reír.
-Claro, pregunta -respondí.
-¿Por qué usas corbata en una época en que ya poco se usa, y en una agencia de publicidad que, se supone, es un sitio de creadores en donde todo el mundo anda medio desplumado?
Esa mañana habíamos tenido una presentación ante clientes. En esos casos resultaba conveniente venir de corbata. Tengo tres apenas, una roja, una azul y una verde, y suelo combinarlas de maravilla con los dos vestidos formales que reposan en mi lánguido ropero, un terno azul oscuro y un blazer, también azul pero con botonadura de marinero.
Me tomé mi tiempo, como un pitcher que entra al montículo con hombres en primera y segunda y que mira con cuidado extremo la seña del receptor.
-Uso corbata, hoy, porque...
No me dejó terminar.
-Me gustan, te digo, los hombres que no usan corbata.
-¿Y eso? ¿Por qué?
-Porque pienso que vienen al mundo armados de tal manera que no necesitan nada más que les cuelgue.
-Ajá -pasé saliva y sonreí de manera forzada.
No tuve más remedio que pasar la página provocándola con una mirada que delatara lo que en mi interior se revolvía.
-¿Qué me miras? -preguntó, tal como lo esperaba.
-Qué bonitos ojos tienes debajo de esas dos cejas -fue todo lo que alcancé a decir, citando al compositor, para salir del atolladero; y aquello rayó en lo cursi por lo pueril.
-¿Qué harías con ellos? -me preguntó.
-Sacártelos, mi sensual Santa Lucía, quitarte el que tienes abajo y colocarte dos ombligos verdes.
Y ahí la embarré. Como casi siempre me sucede a la hora de la hora.
-¿Te imaginas, Verónica
-cometí la imprudencia de agregar-: bajar la cabeza hasta tu barriguita perfecta y mirarte a esos dos ojos a corta distancia...
Tampoco me dejó terminar.
-¿A corta distancia de dónde?
La verdad, me corté. Resulté corchado.
-¿De dónde? -volvió a preguntar, mirándome con ojos de ombligo.
-No, no quise decir...
-Dilo. Por favor, dilo.
Esa noche salimos a bailar. Me la llevé al Salomé de la zona rosa. Y allí, tras el tercer ron con Coca-cola light y gotas amargas de Angostura, me olvidaría de todo, hasta de la razón de su visita a mi oficina.
-¿Bailamos? -le pregunté, tras el primer sorbo del ron, cuando empezó a sonar

Corazón-de-melón... de-melón-melón-melón, corazón...

Eran las diez de la noche. El lugar estaba apenas a medio llenar, pero el humo de los cigarrillos había ya empezado a saturar los espacios con ese sabor a dulce neblina que, mezclado con el vaho de los cuerpos y el olor de los alcoholes, remite cualquier ámbito a una esencia de pecado.
No sé por qué llego a ser tan sensible frente a esas "minuciosidades urbanísticas", como una vez las llamé, cosas que a Jaime, mi hermano chauvinista, le parecerán -seguramente- remilgos de mariquetas.

...de melón-melón-melón... corazón

Había llevado mi mano derecha a su espalda, a la altura de las vértebras del sacro, a escasa distancia del coxis y la delicada cadera, y con la izquierda sostenía su derecha en la más convencional posición de los bailes de salón: al nivel de la clavícula pero retirada cinco dedos de la caída del hombro. Nuestros rostros, ambos sonrientes, distaban una cuarta, frente a frente, de nariz a nariz. Habíamos empezado a bailar tal como a las abuelas les encantaba que bailaran sus nietas vírgenes. Y en esa postura de muñequitos de biscuit transcurrió la primera pieza. Permanecimos allí, el uno frente al otro, sin contacto, ni siquiera en las miradas, hasta cuando el DJ corrió la siguiente pieza en la tornamesa...

Los marcianos llegaron ya, y llegaron bailando rica-chá...

Lo de esperar. Como mandada de Marte se estrelló cual aerolito contra mi sufrida humanidad. El impacto fue feroz. Lo sentí en el propio corazón de mi adolorido planeta. El cráter del impacto fue inmenso, y pudo ser medido en estrellas fabricadas con carnes de mariposa. Lo percibí en donde más se percibe. Allí, en la parte más ardiente y central, entre las selvas del Darién panameño y la enhiesta península ibérica, allí, a igual distancia de ambas partes; exactamente en donde, luego de tantos milenios carentes de emociones, había dormido la Antártida bajo las frías aguas del olvido. De repente, surgió del fondo de los océanos la gran ciudad celada por su monte tutelar, un Monte-Calvo húmedo y reluciente, salvaguardado en su pegue por una cabellera de serpientes de rémoras y amnesias. Y ella lo sintió.

Rica-chá rica-chá rica-chá... así llaman en Marte al cha-cha-chá...

Nuestros cuerpos eran uno. Yo, desde el mío, impactado por su fuerza y su energía, palpaba ahora su entera carnidad... desde los tobillos que se topaban en el paso acompasado del marciano rica-chá hasta los últimos cabellos surgidos de su palpitante y sudoroso parietal. Lo palpaba todo, y sentía que mi ibérica protuberancia encajaba a la medida en la más ardiente esclusa de su panameña canalidad. Y allí, antes de que los extraterrestres descendieran de su nave de cobalto estelar, Tierra y Marte fueron víctimas sincrónicas del primer terre-marte-moto de que la NASA hubiera tenido noticias. Hasta que llegó, por fin, en labios de Verónica, la sentencia de la reivindicación. "No sé para qué usas corbata -me dijo al oído con una voz de amapolas estrujadas-. No sé para qué la usas, chiquito, pues no necesitas nada más que te cuelgue de ningún otro lado". Aquello me hizo sentir bien, muy bien, en la profunda aspiración de mis pulmones que buscaban el aire de nicotina, al tiempo que avivaba en mí un irreprimible deseo de convertir los dos planetas, Marte y Tierra, el suyo y el mío, en el más delicioso polvo espacial.

De un platillo volador, todos bajaron bailando... al son y al ritmo del rica-chá

-¿Pedimos la cuenta?
-Y... ¿adónde me vas a llevar?
-A misa, te voy a llevar a misa, mi ardiente Santa Lucía.
-¿A estas horas de la noche?

   
  Primer capítulo
Por: Fernando Quiroz
   
  Segundo capítulo
Por: Margarita Posada
   
  Tercer capítulo
Por: Öscar collazos
   
  Cuarto capítulo
Por: Antonio Ungar
   
  Quinto capítulo
Por: David Sánchez Juliao
   
  Sexto capítulo
Por: Nahum Montt