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14 de junio de 2005

Crónica SoHo

Recolector de café

Son las cinco de la mañana, pero esa no es la parte brava. Hoy por hoy, el madrugón les toca por igual a los de arriba y a los de más abajo.

Por: Gabriel Silva Luján

La diferencia la hizo el chapuzón en agua helada. Ducha de chorro y piso de cemento. Mientras que yo, congelado, murmuro improperios, mis compañeros de cuadrilla cantan o sueltan risotadas. Hay alegría en el ambiente. Los que vamos al corte estamos de buenas. No hay mucho oficio estos días, porque es traviesa -la cosecha pequeña del primer semestre- y viene bajita.

Me calzo unos bluyines gastados y una camisa de manga larga. Pobre del que se meta en un cafetal con camiseta de cuello o se vaya "pintoso" al corte. Los zancudos y los colegas, con seguridad, le harán pasar un mal rato. Termino de uniformarme con unas botas de caucho "pantaneras", que ya no son colombianas sino hechas en China. Estoy de estrene y para no verme como mosco en leche las ensucio un poquito. ¡Qué ingenuidad! Como si en este grupo de curtidos recolectores, hombres de campo, un "colao" pudiera pasar desapercibido.

Fernando es el patrón de corte. Es quien el dueño de la finca contrata para que se encargue de conseguir y organizar a los recolectores. También recoge, pero su oficio es mantener la disciplina, supervisar y motivar usando una mezcla de amenaza y mamadera de gallo. Es un híbrido entre capataz y padre putativo. Ninguno sabe quién soy, qué hago y qué quiero. La reacción obvia es la desconfianza. Se nota que Fernando les dijo que era un invitado del jefe. Me presenté como un periodista que quiere vivir la experiencia del recolector para exaltar ese oficio ante la opinión nacional. Me miran escépticos, pero empiezan a tomar del pelo. Buena seña. En el parche, además del suscrito, están Wilson, Norvey, Uberney, Marcos, Alonso y Fabio. Son unos pelaos, el mayor tendrá veintidós o veintitrés, se nota que son parientes y hermanos de sangre, veteranos a pesar de su corta edad que han sobrevivido juntos a más de una cosecha.

Hora de echarnos la chaqueta encima. No es precisamente una windbreaker o una parka, aunque produce el mismo efecto. Es el nombre que le dan al tinto bien cargado, hirviendo, con agua de panela, que se toma para tener con qué arrancar antes del desayuno. Aquí no hay horario, porque se paga a destajo, por kilo, de acuerdo con lo que se coja. La pesa es fría e implacable. No se puede desperdiciar la luz de madrugada, a pesar de que está lloviendo a chuzos. La cosecha coincide con lo peor del invierno. Todo está mojado, resbaloso, embarrado, pero la camaradería es inusualmente cálida. Aquí cada uno vale por lo que coja, pero el oficio es muy bravo y el ambiente muy pesado para andar por ahí "de solo", sin socios.

Wilson asume el papel de mecenas y tutor. Uberney es un mamagallista empedernido decidido a medirme el aceite. Me atrevo a preguntarles por qué escogieron esta finca y no otra. La respuesta es sencilla, pero contundente: la lata es buena, otros ya hicieron el descuñe -una primera pasada cuando todavía hay mucho grano verde- y el pase está grueso -o sea que ahora sí hay bastante uva madura para recoger. "Aquí sí dan morro, Fernando es bacán con la lata", dice Marcos que por su contextura se ve que es buena muela. Con el desayuno entendí qué querían decir con eso. A un chocolate caliente, endulzado al doble con panela y servido en tazón, se le suma un plato hondo con una montaña de arroz y maduro. El huevo se paga por aparte. A pesar de esas inyecciones masivas de carbohidratos, los compas están en forma. Un testimonio al esfuerzo físico que significa coger café. Este trabajo no es para flojos. Acabamos de empezar la cuesta y ya estoy sudando con un costal -prácticamente desocupado- al hombro.

Las herramientas de trabajo del recolector son a su vez las más simples y las más sofisticadas. De una parte están el coco, que es el balde donde se acopian los granos, el costal donde se acumula lo recogido y el emplasticado, que son los talegos que se ponen para protegerse de la intemperie. Y de la otra están sus manos. Ellos no lo saben, pero es en esos dedos y en su habilidad manual donde reside gran parte del secreto de la caficultura colombiana. Mientras que en los cafetales de otras latitudes se observan gigantescas combinadas cosechando cientos de hectáreas y millones de granos de una sola vez, mezclando y revolviéndolo todo, nosotros tenemos que recoger cada pepa, una a una, por el capricho que tienen las matas de estas tierras de madurar cada semilla cuando se les da la gana.

Con orgullo les muestro a los socios mi coco -una sofisticada versión del balde con una lengüeta plástica que supuestamente aumenta la productividad del recolector-, innovación que pienso aprovechar sigilosamente para mejorar mi desempeño y compensar mi inexperiencia. Inmediatamente sueltan la carcajada. "Oiga, patrón, póngase el coco en el coco y verá que queda como un general", dice Uberney, haciendo alusión a que efectivamente el balde invertido hace ver esa lengüeta como la visera de un tocado militar prusiano. "Además, le tocará darse el golpe de pie, porque en eso no hay dónde sentarse".

Ensayamos el invento con resultados desastrosos: tumba el grano verde, no permite agacharse y se enreda en todo. Sonrojado hasta las orejas, rumiando memorandos ejemplarizantes a los investigadores que me lo recomendaron, humildemente abandono la alta tecnología y me chanto un balde convencional. Me da cierto alivio ver que tiene el número 55 que es, en mis agüeros privados, el de la suerte.

Alonso y Wilson se apiadan de mí. Aun cuando cada recolector tiene su línea -que son dos surcos de árboles para cada uno- deciden entrar al corte acompañándome. Les veo las ganas de que no me vaya tan mal y quieren compartir conmigo su sabiduría. Esa generosidad, a diferencia de la indolora cortesía de los ejecutivos cachacos, a ellos sí les cuesta pesos y centavos en el momento del pesaje. Empieza la clase y el calvario. "La rama hay que pelarla del tronco hacia fuera y el árbol hay que desvestirlo como a las novias, de arriba pa‘ abajo", dice Wilson. Se trata de arrancar solo las cerezas maduras, sin tumbar las verdes. Por eso, el recolector cuando sale a trabajar dice que se va a "tumbar colorado". En teoría suena fácil.

La inexperiencia, sumada a mi ya proverbial déficit de motricidad fina, esfuman muy pronto las pretensiones de obtener un resultado decoroso. En tres horas, Norvey y Marcos, los de la línea de al lado, han vaciado el coco dos veces. Yo no voy ni por la mitad. A pesar de mi concentración, al piso va a dar una buena cantidad de pepas verdes. "No se pueden dejar ahí", me dice Fabio con severidad, mientras él mismo se agacha a recogerlas. La broca -un insecto que horada la semilla- se cría precisamente en esas cerezas caídas. Esa plaga representa hoy la peor amenaza para la calidad del café y es responsable de la desaparición de más de trescientas mil hectáreas de cafetales en el país. Con razón, mi cuadrilla se toma tan en serio el tema.

El rigor profesional de los pelaos me impresiona. No deja de admirarme que este grupo de muchachos -que se comportan como escolares en recocha- demuestran el más alto nivel de compromiso con su trabajo y un profundo conocimiento de su oficio. Hablamos un poco sobre el futuro: qué quieren, qué esperan de la vida. Las respuestas son a la vez alentadoras y preocupantes. El sueño de todos es una finca cafetera y una familia. Pero uno de ellos me recuerda que el mañana también puede llegar cargado de guerra. Como si se tratara de escoger entre ser abogado o estudiar medicina, mi compa me la suelta directa: "Patrón, si no hay con qué tocará cargar el fierro a ver si algún día sale algo que sirva".

Llega la hora del juicio final. La pesa no miente. Escasamente llegué a las dos terceras partes del coco. Fernando me notifica jocoso que es mejor que no vuelva al día siguiente. Mis compañeros abogan por mí, entre risas, diciendo que soy buena gente y piden que me quede de "regalado", es decir de aprendiz sin paga. La tarifa en esta época es buena. Se cotiza a trescientos pesos por kilo que es más del doble de lo que se paga en épocas de cosecha principal cuando los árboles están bien cargados y el esfuerzo de recoger es menor. Con lo que tengo en el costal no podría siquiera librar el desayuno, que son mil quinientos pesos.

Para los estándares de fugacidad e intermitencia que caracterizan la vida trashumante del recolector, las seis horas transcurridas con mi cuadrilla son más que suficientes para labrar una amistad. Se nota en el relajo. Me quito los plásticos y Uberney me suelta otra: "Oiga, patrón, usted sí quedó oliendo a oso asado". No pude estar en desacuerdo. Estoy mamado y sudado del pelo hasta los pies. Me comprometo a mandarles la publicación cuando salga, aun cuando estoy seguro de que va a ser mucho más popular por la portada que por esta crónica. A pesar de mi pobre desempeño como recolector no me voy con las manos vacías. Tuve una experiencia inolvidable y aleccionadora. Ciertamente recogí muchas más realidades, ideas y sentimientos que café. A mi cuadrilla, agradecimiento, admiración y el máximo respeto.

Llueve café
De los 800 mil recolectores de café que hay en el país, 150 mil trabajan en la zona que comprende Caldas, Quindío, Risaralda y parte del Valle del Cauca. Sus edades oscilan entre los 13 y 70 años, trabajan 12 horas al día y se ganan por jornada 25 mil pesos. En una hora recogen, aproximadamente, diez kilos de grano. Su indumentaria incluye una vasija, un costal y un plástico. El trabajo que desempeñan se define como trashumante o, de alguna manera, nómada (van donde la cosecha esté lista para ser recogida). A pesar de ser tan numerosos no están asociados.

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