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17 de marzo de 2004

Una noche como taxista

Después de cien horas de investigación, algunas de ellas conduciendo durante toda la noche un taxi, el escritor Antonio García extrajo esta crónica de uno de los mundos más difíciles que existen en la ciudad. Una crónica a las carreras.

Por: Antonio García

“Voy para Luna Park”, me dice mi primera pasajera, y cuando le pregunto por dónde queda, me responde que “más abajito de Ciudad Berna”. Da lo mismo buscar el Luna Park de Buenos Aires, o saber que Berna queda al norte de los Alpes y al sur de los Apeninos, pues no tengo ni idea hacia dónde voy con el Atos Prime 2004 que por primera vez manejo. Miro hacia el radioteléfono, en cada frecuencia hay 500 taxis y no quiero ventilar mi inexperiencia con tantas personas, entonces saco el celular y llamo a ‘Piraña‘. -Cuénteme, periodista. -Qui‘hubo ‘Piraña‘. Oiga, ¿cómo hago para llegar a Luna Park? -Eso es para los lados del Restrepo. -Ni idea. -Ah, pues sígame, chino, yo lo guío -respondió. Se llama Hugo Ospina. Le dicen ‘Piraña‘ porque cada vez que reserva una carrera, se la lleva y deja a todos los demás viendo un chispero. Si uno le da cualquier dirección -por ejemplo, “carrera 9a, número 48-22″-, el tipo tiene la imagen mental del sitio -”Ah, ahí queda un edificio de ladrillo con una pared negra a la derecha”-. Lleva 23 años manejando taxi, desde sus dieciséis, cuando tenía que decirles a los policías de tránsito que su papá estaba enfermísimo (enfermedad mortal, obviamente) y que sus hermanitos y su mamá dependían de lo que él hiciera con el taxi, que lo perdonaran por no tener licencia... ‘Piraña‘ es mi taxista niñera y lleva a otro conductor y al fotógrafo en un taxi Lanos 2003. Visto desde la óptica de la señora, estamos en un frentero intento de paseo millonario. Decido hacer el experimento con ella y, sin aclararle nada y sin hablarle, sigo el taxi de ‘Piraña‘ hasta la dirección que me había dado. Hasta el último segundo, cuando saca la billetera, la pobre tiene un rictus de pánico mal disimulado. Para compensarla, no le cobro el recargo nocturno.

Existe toda una economía subsidiaria de los taxis: los lavaderos de carros, los comederos 24 horas, los engalladeros, los montallantas y los tomaderos de tinto.

De ahí, sigo el taxi de ‘Piraña‘ hasta la Primero de Mayo. El viento me da pleno en la cara y paladeo el pequeño deleite sádico de mi carrera anterior. ‘Piraña‘ se me acerca y, ventana a ventana, me dice que agarre la oreja de la 68 para devolvernos. Se mete un colectivo, una buseta, se me apaga el carro en pleno puente porque llevo más de un año sin manejar. Lo enciendo de nuevo y por los nervios y la pitadera sigo derecho; luego quiero compensar la oreja perdida con una vuelta a la manzana de un barrio sin nombre y me meto en un dédalo de calles oscuras. Tengo que parar, estoy mirando hacia cualquier letrero para ubicarme, pero los números o no aparecen o no me dicen nada. Me abren la puerta. Dos tipos se me suben. No sonríen mucho. -Vamos aquí a Talavera -dice uno de ellos. -. -Es por la transversal 43 -aclara el otro. Algo me dice que estos tipos están muy extraños, van muy serios, muy circunspectos. Miro el retrovisor. Busco la luz como una polilla hasta llegar a una calle con faroles aunque solitaria. Miro de reojo, no sé si el tipo de la derecha le hizo una seña al otro o se rascó la oreja. Mi celular suena, pero se ha quedado encima del tablero, en la otra esquina del carro; cuando trato de alcanzarlo, se cae al suelo. El sistema de radiolocalizador satelital, una especie de beeper grandote con teclado, empieza a pitar. Uno de los pasajeros me dice que doble a la derecha, le obedezco mientras lucho con los F1 y F2 y F3 del maldito aparato. Leo un mensaje que dice "¿Dónde se metió?, lo estamos llamando al celular". Tratar de escribir una respuesta mientras manejo es darles papaya, pues tendría que quitar los ojos de ellos, además, ¿qué iba a contestar si no tenía idea de hacia dónde iba? A un lado del timón hay un botón de pánico que manda una señal de auxilio y da la ubicación exacta del taxi en la central. Estoy a punto de oprimirlo, pero antes obedezco un par de instrucciones más, como un zombi. -Déjenos aquí en la esquina. Me detengo. El celular no deja de sonar, pero cuando prendo la luz del techo me doy cuenta de que ha rodado bajo el asiento del copiloto. El radiolocalizador sigue pitando y pitando. En el retrovisor, un carro estacionado con las luces prendidas. -¿Cuánto le debo, señor? Pagan. Se bajan. Me duelen los hombros, tengo el cuello entumecido, sudo a chorros, se me aguan los ojos. Arranco, manejo hasta un asadero de pollos que está iluminado, apago el carro, busco el celular de debajo del asiento y llamo a ‘Piraña‘. Después del rescate, me le pego a su taxi como una lapa hasta un tomadero de tinto en la calle 3a. con carrera 50 (primero se dice la calle y después la carrera), una esquina de separador rodeada de taxis, a la vera de un ‘rompoin‘. -Lo veo pálido, periodista. ¿Se asustó? No era para menos. Porque recoger en la calle de noche es una ruleta rusa, porque me advirtieron que el sur es pesado, porque el año pasado se robaron poco menos de 800 taxis y mataron a poco más de 250 taxistas -cuatro o cinco semanales, veinte al mes-. Después de pedirle perdón telepáticamente a la señora de mi primera carrera, siento las tripas crepitar; me pasa cuando me pongo nervioso. Le pregunto a ‘Piraña‘ dónde puedo echarme la ‘fulca‘. -Huy, eso sí le toca allá en el pastico -me dice, entregándome un rollo de papel higiénico deshilachado y señalándome un sardinel al pie de una herrumbrosa pared de zinc. Sí, señores, todos ustedes que tienen baño en la oficina y de todas maneras se aguantan porque no hay nada como el baño de la casa de uno: al taxista nocturno le toca muchas veces abonar las maticas, pues como están las cosas el que se va a la casa la caga. Es que las cosas no están muy bien. Hay mucho taxi, mucha competencia. ‘Piraña‘ me dice que el número de taxis en Bogotá es un misterio. En la historia reciente del país hubo dos oleadas, algo así como una migración laboral hacia el taxismo. La primera de ellas, con la desmovilización del M-19. Con el acuerdo de Santo Domingo, Cauca, el 8 de marzo de 1990, a miles de desmovilizados se les entregaron taxis financiados, sin IVA y sin aranceles. La segunda es la oleada Gaviria, pues vino en 1993, con la apertura económica en que quebraron tantos minoristas y comerciantes, año de apagones y de recortes en el Estado (el Revolcón): muchos profesionales fueron a dar a la calle. En un país donde todo tiende a la baja, los taxis se multiplicaron como los panes y los peces; la administración, alarmada, antes de que terminara el año contó el número de taxis que había y expidió la ley 105, que dice "ni un taxi más, ahora cada taxi que empiece a rodar será nuevo y solo podrá reemplazar a uno viejo que haya sido chatarrizado". Según esa ley, once años después debería haber el mismo número de taxis. La Secretaría de Tránsito dice que hay 44.900 taxis con tarjeta de operación reciente. Para Eduardo Hernández, dueño de Taxis Libres, no es un secreto que en realidad son 70.000. Hay entonces 25.000 taxis piratas en Bogotá. Un permiso para tener taxi (un cupo) cuesta aproximadamente $10.000.000, hagan multiplicaciones, piensen en cuánta plata está tras todos los cupos clonados, los taxistas que dizque chatarrizan pero venden su cupo a otro y continúan trabajando con papeles falsos, los taxis robados y los taxis gemeleados (estos últimos son un prodigio de la malicia indígena: dos, tres o hasta siete taxis idénticos que explotan un solo cupo -del mismo modelo e idénticas placas, que pagan un solo impuesto de rodamiento, un solo Soat, etc.-). Tampoco es culpa de ellos, porque si bien hay sobreoferta, se calcula que un solo taxi mantiene a dos o a tres familias, ya que por cada carro hay 2,2 conductores inscritos. Existe, además, toda una economía subsidiaria de los taxis. Los engalladores de carros, por ejemplo, pues los que más tienden a eso, aparte de algunos mafiosos calentanos, son los taxistas. Los montallantas, los cambiaderos de aceite, los lavaderos de carro, los comederos de golpe completo a las tres de la mañana y los tinteaderos. Son discretos carritos con termos de tinto y aromática, maletines con empanadas, pan y paquetes de papas que funcionan toda la noche y son puntos de encuentro y descanso. Ahí están las mismas caras de todas las noches, los saludos, los chistes y las complicidades que se fortalecen en este solitario y a la vez solidario trabajo. El que atiende en el tinteadero de la 3a con 50 se llama don Pablo; en la 56 con 6a está Lili; en la 72 con 4a está Otto; en la 72 con 10a, Jaqueline y Mery; en la 106 con 15, Claudia; en la 119 con 9a, Chispas, y en la 138 con 52 está Mafe. Algunas de las tinteras tienen su gracia, y aunque todos son respetuosos con ellas, eso no impide que les tiren bastantes piropos. Ya pasó la media noche. He llegada al norte, en busca de mi tercera carrera, pero nada: seis o siete carros a la salida de todos los lugares públicos que están abiertos. Doy vueltas como un imbécil por el parque de la 93, hasta que ‘Piraña‘ me dice por radio "No joda más, periodista, entúrnese con el satelital". El satelital es el radiolocalizador del que les había hablado, el beeper grande. Es lo último en guarachas, cuesta $2.400.000 y está conectado con GPS que dice por dónde anda uno, le permite al dueño del carro investigar a través de internet en dónde anda el conductor y, lo más importante, entrega las carreras personalizadamente. Mientras por el radio una carrera se la gana el que primero llegue, por el satelital se la asignan a un solo taxista; ya no hay que andar a mil para ganarles a los demás. Parqueo el taxi y pido turno con un menú y un montón de Efe unos y Efe dos., casi inmediatamente me cae una carrera de la 97 con 19 a la 119 con 34. Mi pasajera es una gordita bien repartida, con cara de niña buena, de unos diecinueve, que tiene buzo y pantalón de sudadera. Nunca se dio cuenta de que a pocos metros ‘Piraña‘ nos venía siguiendo. Es una víctima potencial del paseo millonario. El balance de toda la noche, a las tres de la mañana, es de $18.000. En la vida real de un taxista, habría sido una noche desastrosa, pues hay que hacer entre $65.000 y $70.000 que corresponden a $40.000 de producido (para el dueño del taxi), $5.000 de lavada y $20.000 ó $25.000 de tanqueada. A partir de esa cifra, ya empieza a quedarle plata al conductor. Tengo un déficit de $52.000; si fuera un taxista de verdad, tendría que ponerlos de mi bolsillo. Estoy un poco desmoralizado. Los lavaderos y los restaurantes 24 horas conforman una unidad, el ying y el yang del final de la jornada. Ahí, mientras afuera le echan una juagada al carro, adentro desfilan las bandejas con sopa de principio y bandejas de carne, arroz, ensalada, tajadas maduras y papas. Ya para un almuerzo la cosa es excesiva, pero el organismo de un taxista nocturno está adaptado para semejante golpe. Yo trago a la par de todos los presentes y llego a mi casa a dormir, o a intentar dormir, porque siento la panza como si me hubiera tragado un globo aerostático.