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17 de marzo de 2004

Tener cáncer

Por: Guillermo Fernández de Soto

Con ocasión de la presentación de mi libro La ilusión posible, en un programa de televisión, la periodista me sorprendió con una pregunta final, sobre la delicada enfermedad que padecí a principios del año 2002 y su relación con la decisión de escribir este testimonio.
La respuesta fue tan espontánea que mis tres hijos mayores, cuando vieron el programa, se emocionaron con la franqueza y crudeza de mis afirmaciones. Nunca había hablado públicamente y menos escrito del tema para una revista.
La historia se inicia el 20 de febrero de 2002. Me encontraba en la ciudad de La Haya -curiosamente donde ahora resido representando a Colombia- cuando se rompió el proceso de paz con las Farc. Atendía, en esa ocasión, la audiencia preliminar convocada por la Corte Internacional de Justicia (CIJ), para el caso que Nicaragua presentó contra nuestro país.
El presidente Pastrana me pidió regresar a Colombia. Así lo hice, luego de algunas gestiones que efectué con el Gobierno de España, que presidía la Unión Europea.
En Madrid me sentí indispuesto. Llamé a mi amigo y médico Manuel Cadena y le solicité aprovechar mi regreso anticipado para hacerme un 'chequeo' general. El doctor Cadena, con su profesionalismo, coordinó con gran discreción los exámenes correspondientes. Sus resultados diagnosticaron un tumor canceroso en estado incipiente en el esófago. Una demora de semanas hubiese sido fatal.
La noticia no pudo ser más devastadora. Volvía a mi memoria, como un fantasma aterrador, el drama que familiarmente habíamos vivido con la enfermedad y muerte de mi esposa, María Consuelo. Mi preocupación inicial fue la incertidumbre de la cirugía a la que debía someterme de inmediato y los riesgos de sus impredecibles resultados. Pero, en realidad, mi angustia esencial era poder definir en pocas horas el futuro de mis cuatro hijos. En ello concentré mis esfuerzos los dos días que precedieron a la operación.
Luego de siete horas y media de intervención quirúrgica, desperté en la sala de cuidados intensivos y el médico me preguntó qué sentía. Le dije que el corazón iba a explotar. De inmediato controlaron el ritmo cardíaco. Me di cuenta de que estaba conectado a cantidades de tubos y máquinas, pero sabía que estaba vivo. Empezaba la lucha por la recuperación. Sin embargo, una decisión había tomado: si algo salía mal, no sometería a mi familia a otro proceso como el que años atrás recorrimos con mi señora.
Se trataba de un camino arduo y complejo que tomaría largos meses de especiales cuidados y dedicación exclusiva.
Tengo la certeza de que el infinito amor por mis hijos Ana María, Camilo, Nicolás y Juan fue la razón prioritaria para dar esta pelea. Otra, sin duda, el deseo de concluir mi gestión como Canciller luego de tres años y medio de una intensa gestión.
Los primeros días fueron muy difíciles. La supervivencia, además de los factores emocionales y de la superación de los altos riesgos quirúrgicos, en buena parte dependía de tres actividades que sólo yo podía realizar:
Volver a comer: sobre todo tenía que descubrir cuáles alimentos toleraba. Fueron muchos meses para acoplar mi organismo a la nueva dieta, que aún debo seguir.
Hacer ejercicio: los alimentos sin el ejercicio cotidiano de nada sirven. Por lo tanto, la terapia física era indispensable para poner en forma los músculos que por la tremenda operación perdieron su consistencia y orden.
Terapia para recuperar la voz: por la técnica quirúrgica empleada, las cuerdas vocales se afectaron severamente. En mi caso, una de ellas se 'congeló'. Perdí casi completamente la voz por cerca de tres meses y logré conseguir su total normalidad seis meses después.
Todo este esfuerzo requería una decidida voluntad de vivir; una lucha constante por no desfallecer y una férrea disciplina que solo con la presencia y expresión de afecto de las personas más cercanas -en especial de mis hijos y de entrañables amigos- y de un formidable equipo médico fue posible de lograr. Todos ellos saben la infinita gratitud que les guardo.
Durante este periodo tomé la decisión de escribir mi testimonio, recogido en el libro La ilusión posible. Sobrevivir y vivir esta nueva oportunidad que me dio Dios se convirtió en otra ilusión que pude cumplir y que sigo cumpliendo con otra visión de la vida. Consciente de lo efímera que es, claro en cuáles son mis prioridades y qué merece una verdadera preocupación y dedicado a disfrutar con plenitud cada instante de ella, cada segundo con mis hijos, mis amigos y mi trabajo.
Recuerdo los momentos difíciles, en especial la ansiedad producto de las drogas que estimulaban mi organismo al máximo para poder soportar esa pesadilla. No recuerdo dolor físico. Pero sí evoco los instantes en que llegaron mis hijos mayores a darme con su compañía y callada prudencia el estímulo para ganar esta batalla. Veo al menor de mis hijos, de un año largo en ese entonces, corretear por la casa o acercarse a saludarme sin entender qué pasaba. Y nunca olvidaré el abrazo de mi hijo Nicolás, cuando meses más tarde nos encontramos en Madrid -él estaba viviendo en Londres al momento de mi operación- y pudo constatar que su padre no se estaba muriendo como varias personas reiteraban con cierta morbosidad, sino, al contrario, se encontraba en franca mejoría. Y tampoco el recibimiento que me dieron todos los funcionarios de la Cancillería, el día que regresé al Palacio de San Carlos, quienes por espacio de varios minutos me aplaudieron con espontánea emoción en la entrada principal del Ministerio.
Comprendí en esos meses forzados de reflexión que vale la pena vivir cuando hay afecto y amor desinteresados, y que el ser humano es una obra milagrosa, capaz de resistir las situaciones más extremas. Pero también es frágil, muy frágil. Hoy
estoy totalmente curado.