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6 de enero de 2010

Tomando un curso para peluquear (y despues cortarle el pelo a alguien)

Al parecer, cortar el pelo no es un oficio tan sencillo como parece. Mire como le fue a Monsalve en sus clases aceleradas de peluquería.

Por: Jaime Andrés Monsalve B. Fotografías de Santiago Suárez ©2009
| Foto: Jaime Andrés Monsalve B. Fotografías de Santiago Suárez ©2009

¡Clic!

¡Mierda!

Como respuesta a las onomatopeyas, un poco de sangre entre los dedos y un mar de risas.

Cuando un aprendiz de piloto realiza su primer vuelo, sus colegas lo celebran con delicadeza, echándole encima un tarro de pintura. Algunas tribus australianas imponen a quienes llegan a sus 16 años y aspiran a ser hombres, enfrentarse sin muecas a una circuncisión sin anestesia. Los más refinados rituales para novatos en universidades norteamericanas incluyen baño desnudo en miel y plumas para luego correr por el campus cacareando.

En la peluquería el rito de iniciación se lo inflige uno mismo, cuando se olvida la primera regla de oro: que una vez tomado el pelo del cliente entre los dedos índice y medio de la mano izquierda, la tijera no debe sobrepasar la segunda falange. Porque sobrevendrá la inevitable cortada.

"Ya se bautizó", me dicen.



* * *

"¡Ah, qué buena vida!, cansarme poco, divertirme mucho, y tener en el bolsillo siempre algún doblón". Esa frase resume lo que todos quisieran hacer en la vida, y fue dicha por Fígaro, el célebre barbero de Sevilla de la ópera de Rossini. "Navajas y peines, bisturíes y tijeras a mis órdenes están. Tengo recursos, además de trabajo, con la dama y con el caballero", remata, cantando, en la inmortal aria Largo al factotum.

La música que acompaña ese exultante fragmento para barítono la escuchamos de niños en las caricaturas de Bugs Bunny. Amén de no entender qué quería decir en su italiano original, ya sabíamos que el simpático conejo de la suerte tenía que estar gozando como enano al hacer víctima a Élmer Gruñón, su némesis, de una espantosa carnicería disfrazada de afeitada. Así, si tanto se disfruta y no faltan los réditos, ¿por qué no estudiar peluquería?

La Academia Francesa de Belleza, en la calle 39 con carrera 13 de Bogotá, conmemoró, en 2009, 60 años ofreciendo "conocimientos, habilidades y técnicas en el arte de la belleza". En el momento en que decido enrolarme en sus filas se encuentran recibiendo saberes un poco más de 150 personas de todas las edades. Muchos de ellos han trabajado arduamente para conseguir el título que los acredite como expertos en cortes, peinados, manicure, pedicure, tratamiento facial y otras disciplinas anexas. Y aunque el simple módulo de corte y estilo dura varios meses, han permitido que tome clases aceleradas. Así, me apaño de la placa, que es el uniforme azul oscuro de la Academia, y del arma, que es un kit personal con tijeras de varios tipos, máquina de corte y patillera, peinilla, talquera, desinfectante y atomizador, nombre algo futurista para un tarro que arroja agua a presión.

Dado mi carácter de alumno intensivo, me envían de una vez a la guerra. María Isabel Patiño, mi profesora, hace pasar a mi primer cliente, un reciclador llamado John James Rodríguez. Es bien sabido por la gente de Teusaquillo que en la Academia Francesa de Belleza se realizan cortes de pelo gratuitos, lo que hace que estos usuarios sean, al unísono, beneficiarios y conejillos de Indias de los aprendices. Muchas veces tienen la fortuna de que los reciba un émulo de Dustin Fleming próximo a graduarse. En otras ocasiones, como en esta, la suerte no estará de su lado.

Lo primero que me enseña María Isabel es el uso de la máquina de corte y de sus diferentes guías. En total son seis guías graduables por números que se superponen la una a la otra. En ellas, el nivel 1 es un corte al ras y el 10, si acaso, una repasada invisible. Con el apoyo de la profesora le paso la guía en nivel número 5 al paciente por la parte de arriba, y remato atrás y a los costados con una de menor numeración. El resultado haría enorgullecer al hacedor de pelucas de la corte inglesa.

Pero sucede que debo aprender a manipular la tijera. Y eso es a otro precio.



* * *

El Atlas Histórico de Bogotá, de los autores Escovar, Mariño y Peña, explica que las primeras peluquerías capitalinas se ubicaron en las puertas de la ciudad, pues al igual que el de la hotelería, solía ser este un servicio preferido por quienes llegaban o se iban. Para el año de 1887 se tienen noticias de peluquerías como la Francesa, ubicada en el llamado Paseo Real, en la carrera 7.ª entre calles 13 y 14, costado occidental, así como de las peluquerías de Adolfo Collás, Félix Pérez, Luis Moret, Mariano Lamoroux, Ofrenio Espinoza y Peregrino Maldonado, todas ellas en la misma zona céntrica. Pasarían décadas para que llegaran las muy excelsas barberías, las peluquerías de barrio, los salones de belleza de cadena y eso que se hace llamar beauty shop y que no es sino un motiladero con ínfulas donde no se realizan cortes de pelo, sino "diseños capilares". Hoy, entre la vanguardia del peinado y los emprendimientos informales en garajes, se estima que en Colombia hay aproximadamente 40.000 salones de belleza.

Desde el pasado remoto hasta la abundancia actual, más allá de la técnica o de la habilidad, el ejercicio exitoso de la peluquería ha consistido en hacerse digno de confianza. Suelo frecuentar un establecimiento en el norte cuyo nombre, En Manos Expertas, inspira tranquilidad. Alivia saber que uno no estará en presencia de un simple cortapelos, sino "en manos expertas". Además, y eso aumenta mi nivel de comodidad, allí no han cedido a la tentación de coronar el aviso con apóstrofo, enfermedad gramatical por antonomasia en el oficio. ¿Por qué jamás cambiaría a la entrañable Fanny en Manizales por el ostentoso Norberto en Bogotá? Pues porque Faniri, nombre de la peluquería de ella, es un acrónimo sin pretensión; mientras que D‘Norberto, nombre de la peluquería de, digamos él, es una galimatías que envilece el castellano.

Eso, y también los precios. Pagar más de 10.000 pesos por un corte de hombre se me hace un despilfarro.

El tema de ofrecer confianza también se refleja en la presencia abrumadora de cartones, títulos y dignidades forzadamente acomodados en las paredes de las peluquerías, entre espejos y afiches de modelos de Wella. Vaya usted donde un médico especialista y luego acuda a su estilista de confianza: le aseguro que se encontrará con más diplomas en el salón de belleza que en el consultorio. Allí podrá ver decenas de certificados de participación en eventos como la Octogésima Primera Asamblea de Peluqueros del Suroccidente, el Trigésimo Cuarto Simposio de Desarrollos del Tinte y la Hena, e incluso el Primer Encuentro Interdisciplinario de Peluqueros y Poetas "Palemón, el estilista".

Cuidado, me digo: esos son algunos de los pensamientos en los que se puede uno embarcar al ejercer la peluquería, y que pueden conducir al desorejamiento de la clientela.



* * *

Imposible mutilar a un cristiano con estos adelantos de la técnica, digo yo, después de trabajar con la máquina. Pero me espera mi segundo paciente, Javier Castro, recién salido del bachillerato, y debo familiarizarme con la tijera. María Isabel me explica cómo debo tomar, entre los dedos índice y medio de la mano izquierda, secciones de hasta dos centímetros de pelo, partiendo de la zona posterior baja de la cabeza. Mientras tanto, con la otra mano debo accionar la tijera a la vez que sostengo, con tres dedos restantes, la peinilla y el atomizador. "Vamos a trabajar un corte sólido horizontal —me explica—: se trabaja en seco, un solo corte por ramillete de pelo y no de a poquitos". Como todo oficio, el de la peluquería tiene su propio lenguaje técnico, y luego de tomadas varias clases, a veces me sigue resultando infranqueable.

El asunto se va complicando. Una vez cortado un fragmento, amago a dejar los implementos sobre el mesón. "¡No, señor!", advierte la profesora­, y de un solo y virtuoso golpe de dedos muestra cómo esconder la tijera entre la mano mientras, como salida de la manga de un mago, deberá aparecer la peinilla. Luego, una nueva atomizada en el pelo y un nuevo accionar con la tijera. Es cosa de medio segundo para ella, y yo por supuesto no doy con el chiste. Pocas veces logro salir avante de ese malabar, y cuando todo parece marchar me desconcentro y, de nuevo, intento poner la tijera en la mesa, ante la carcajada general. ¿Ya había contado que los demás aprendices no me quitan los ojos de encima desde el inicio de las clases?

Al fracaso en la cabeza de esta nueva víctima se sumarán los trasquilones sobre la humanidad de Mauricio Reina, estudiante universitario. "Motilada buena o mala, a los ocho días iguala", dice mi suegra. Pero esa filosofía no la comparte la profesora, quien con destreza arregla lo que yo he arruinado. Ni pensar en el momento en que tenga que enfrentarme con la cabeza de una mujer.

Conscientes de mi temor me presentan al cabezote, un busto de icopor con pelo natural sintético que se ajusta al mesón de trabajo, de modo que en ella pueda experimentar con la tijera sin ser corrido a carterazos. Como era de esperarse la situación se dificulta, pues a la compleja manipulación de tijeras, peinilla y atomizador en una mano, ahora se suman los ganchos estilo caimán. Con ellos debo tomar secciones de pelo de tal manera que divida el campo de acción en cuatro zonas, la frontal, la posterior y las dos laterales.

Debo proceder de igual manera que con los anteriores cortes, pero con el agravante de que si no mantengo rectos los dedos con los que tomo el pelo de esta dama de cartón piedra, el resultado se verá alterado. "Ojo, los dedos a cero grados para corte sólido con caída natural, que es lo que queremos", subraya la profe. Si inclino levemente las falanges, esa caída natural se verá reemplazada por un corte en capas, que es irregular.

Doña Leonor Jiménez no sabe que será mi primera paciente mujer. Tampoco sabrá de mi nerviosismo hasta que la tijera me "bautice", algunos segundos después.



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Al igual que las industrias de los alimentos, los medicamentos y el licor, que no tienen de dónde quebrarse, el mundo siempre necesitará peluqueros. Encuentro una relación indisoluble entre la motilada y la supervivencia. Acaso sea porque la mujer a quien los crucigramas se refieren como "recordada peluquera bíblica" segó de un tijeretazo la fuerza vital y muchos años de cuidados capilares del superdotado Sansón. O tal vez porque a partir del siglo XIII, y durante mucho tiempo, los peluqueros fungieron también de médicos y dentistas. A nuestro ya mencionado Fígaro sus clientes le piden "la peluca, la barba, las sanguijuelas…".

El caso es que la relación cliente-peluquero se antoja de vida o muerte. Uno puede decir: "A mí solo me motila Édgar Cárdenas", pero las más de las veces somos infinitamente más enfáticos: "Ah, no… ¡Lo que soy yo, solo le pongo la cabeza a Juan Forero!". Como si se nos pudiera ir realmente la cabeza en ello. Como si Forero fuera la diferencia entre una chúler a ras y la guillotina.

En mi caso, bien pude haber sido la guillotina de un par de clientes.

El bautizo de sangre, mi impericia con las manos y la imposibilidad de discernir entre frontal y posterior, acabaron con la posibilidad de hacerme un Fígaro nacional. A estas alturas, sabiéndome indigno de una profesión tan necesaria y gratificante, prefiero ocupar el lugar que en esta materia me ha sido determinado: ser quien se sienta en la silla, aprovechar que el corte es gratis y decirle a una estudiante de peluquería: "Desbastado atrás y a los lados y no muy corto adelante, por favor".