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10 de junio de 2003

Un enviado de SoHo con Jorge Barón

Por: Javier Uribe

Jorge Barón despierta una sensación imperdonable, se parece al Papa: siempre se viste de blanco, desfila en un papamóvil improvisado y todos lo aclaman, lo oyen, le obedecen, le rinden pleitesía y él, en vez de bendiciones, da "pataditas de la suerte". Solo le falta cabecear.

A las 3:00 pm del sábado 12 de abril, un día antes del concierto, todavía me preguntaba qué hacía en medio de esa muchedumbre que preparaba un desfile para recibir a Jorge Barón, cuando le tengo fobia a los tumultos, a lo tropeles, a las garullas. Cuando amo el frío y las chaquetas y odio el sol y los mosquitos.

No alcancé a contestarme cuando se inició una salvaje estampida humana hacia una camioneta de platón donde un hombre de blanco levantaba sus manos. Pasé como pude por encima de cuanto niño con batuta y niña con pollera me encontré a mi paso. Gané unos metros. Me puse de frente y lo vi por primera vez en mi vida. Vi al gran orgullo ibaguereño. Al aficionado número uno del Deportes Tolima. A Jorge Eliécer Varón Ortiz en persona (cambió su apellido por el de Barón, después de un enfrentamiento con su padre).

A sus 54 años, Barón me pareció más joven de lo que se ve en televisión. También, que sus manos eran muy pequeñas en relación con el tamaño de su cabeza.

En Villanueva, Guajira, en un torrencial aguacero, los niños tocan himnos marciales, los bailarines de los grupos de danza, las enfermeras, los ciclotaxis, los mimos y miles de motos que habían esperado por más de una hora el desfile de su ídolo estaban tan emocionados como ruidosos y desentonados.

A mí me escurría agua por todas partes y me caían gotas de bloqueador solar 45 en los ojos. Aunque la lluvia amainó, el ambiente se convirtió en una pesada y pegajosa humedad. Varias jovencitas caminaban con impudicia con sus camisas blancas mojadas como en las carátulas de los 14 cañonazos bailables.

En medio del feroz gentío, yo ya me había desdoblado y no temía empujar a mujeres, ancianos y discapacitados. Desenvainé mi cámara para dejar una prueba fotográfica de mi paso por ese enjambre. No sé de dónde Barón había sacado a un niño y lo cargaba en sus brazos como exhibiéndolo. Cuando me vio apuntándole con la cámara se congeló mirándola fijamente. Su sonrisa se paralizó varios segundos, lo que me dio tiempo para tomar dos fotos. No podía creerlo, don Jorge me había mirado fijamente. (A esta altura, como los demás villanueveros, yo mismo me sentía viendo al hombre más importante que había visto en mi vida.)

Mientras la muchedumbre corría, un locutor cabalgando en un jeep trooper con altavoces no dejaba de gritar con el más insoportable tono de animador de bazar: "Éste es el jeep que lidera ésta, tu caravana; permiso que éste, tu carro, va en retroceso". Y se abría paso entre la gente para llegar hasta el hombre de blanco.

Villanueva, a 42 kilómetros de Valledupar, con excepción de su tradición vallenata, parece calcada de cualquier otra población costera colombiana: en sus paredes todavía están coloridos los anuncios de ‘Serpa presidente‘, los viejos hablan en sus mecedoras, los jóvenes se emborrachan con licor de contrabando, hay un marica cincuentón, la gente bota la basura en la calle y los niños no temen hablar con extraños.

Siendo las 4:30 pm, la lluvia había armado un descomunal lodazal en las calles despavimentadas, las pocas alcantarillas estaban rebosantes y empezaba a oler a orinal de estadio.

Detrás de la camioneta, los bailes y las bandas no se detenían ni un segundo. Otros dos carros que llevaban camarógrafos no se perdían de ningún detalle. Barón seguía saludando, estiraba sus manos y sonreía y sonreía, y miraba para un lado y para otro como si quisiera que nadie se perdiera de su sonrisa.

Varios metros adelante de la camioneta las empresas patrocinadoras del programa contaban con un ejército de modelitos calentanas de pelo en el ombligo que repartían todo tipo de publicidad: viseras, banderines, volantes y cuanto ‘merchandising‘ se inventan los ingeniosos publicistas para intoxicar a la gente, a sus sentidos y a sus calles.

A Barón le seguían apareciendo niños en las manos y seguía tan sonrisueño mientras el fastidioso locutor del trooper seguía vitoreando estupideces: "¡Demen (sic) un bullicio!", "¡Histeria!". En los techos de las casas, en los balcones, en los jardines, la gente esperaba la sonrisa de Barón y gritaba jubilosa: "¡Don Jorge, Don Jorge, Don Jorge!".

Al final de la caravana, en la plaza central, cometí una grave error del que me iba arrepentir al día siguiente: le pregunté a uno de los asistentes si habría alguna ceremonia con el gobernador. "Al gobernador lo destituyeron", respondió. Después agregó sin que yo hubiera demostrado interés en querer conversar con él: "¿Cierto que Villanueva no es como la pintan? Diga en Bogotá que Villanueva es un municipio de paz".

Después de dos horas de sobredosis social, encima mío, un par de mujeres comenzaron a mechonearse inclementemente. Salí despavorido no sin antes observar que a Barón el incidente le había borrado por un instante su sonrisa. La sonrisa de Jorge Barón, a pesar de ser postiza, es una obligación social, un deber moral que todos le imponen, que todos reclaman, y con el que copiosamente él tiene que cumplir.

El del trooper irrumpió en la plaza con esta perla: "¡Que viva Colombia, que viva Villanueva, y que no me esperen en la casa compañero, compañero!".

Un concierto a ritmo de Great son

El concierto estaba programado para las 11:00 am del domingo 13 de abril, pero a las 10:30 am, las más de cien personas que viajan con el Show de las estrellas aún hacían ajustes eléctricos y pruebas de sonido.

El mismo hombre al que infortunadamente le hablé el día anterior me asaltó de nuevo: "Señor, Villanueva es cuna de acordeones". Y comenzó a vomitar nombres: "Israel Romero del Binomio; Egidio Cuadrado, el que toca con Carlosvives; la Dinastía Zuleta, la Celedón, la Maestre, la Romero, la Bolaño, la Araújo; Nimia Mendoza y Gloria Socarrás". Inteligentemente le pregunté: "¿Y Diomedes Díaz, el Cacique de la Junta, es de Villanueva?". Y con obviedad contestó: "No. Es de La Junta. De La Junta, Cesar".

El concierto tuvo lugar en una cancha de fútbol a la que le hacía sombra una gran nube gris. A las 11:30 am había unas 300 personas. Los miembros de la policía, la Defensa Civil, los bomberos y la Cruz Roja estaban instalados en sus carpas. El promedio de desmayos por concierto es de 80 personas y yo temía que, acostumbrado a los 2.600 m de altura, pudiera ser fácilmente una de las víctimas.

Pasadas las 12:30 pm se oyó por los parlantes la voz de Jorge Barón. Apareció en el escenario sin su sonrisa, el ceño fruncido y gesto de mandamás. Empezó a convocar a la gente. Yo, con escepticismo, pensé que los conciertos no eran tan concurridos. Es el efecto de las cámaras, me dije. Estaba equivocado.

Barón con el micrófono en la mano repartía instrucciones mientras su equipo corría: "¿Qué pasa con los pendones? ¿Las cámaras ya están listas? ¿Ya están las luces? A ver, vamos a empezar a grabar. Álvaro, estamos grabando, por Dios. ¡Ruth, dónde está Ruth!". Sentí que algo se despertaba en mi memoria, como si su voz estuviera grabada en mi oído. Jorge Barón seguía: "Música de discoteca, ¡por favor!", y comenzó a sonar el trance que tanto odio.

El número de asistentes pasó con facilidad a 800. Barón explicó que primero se grabarían las pautas comerciales, luego el reality de la Nueva estrella de la canción vallenata y finalmente, el Show de las estrellas.

Se comienza grabando la publicidad de los doce anunciantes. Para cada uno hay una frase que inicia Barón y que todos terminan en coro. Yo me había ubicado contra las vallas de frente al escenario fusionándome con los villanueveros pero temeroso de ser aplastado como un insecto.

"Cámaras con el público", decía Barón para que la gente quedara registrada coreando la publicidad. Como todos, yo repetía cada una de las frases, pero como ninguno, me sentía un poco estúpido. Algunos anunciantes le exigen que se vista con chalecos y gorras con sus eslóganes, y que unos ridículos muñecos humanos le bailen y le hablen al lado; como al Papa. Barón lo hace con paciencia de santo.

Me dejé atrapar por el efecto de su voz. "Contesten con el puño arriba", decía Barón. Yo gritaba y, totalmente alienado, levantaba el puño. Al final, con unas dos mil personas, Barón soltó una frase que parecía diciéndosela a sí mismo: "Tenemos que hacerlo porque gracias a los patrocinadores es que podemos hacer este espectáculo gratis para el pueblo".

Con unas cinco mil personas cubriéndome la espalda, noté cómo Jorge II, con frases amables, vivas y arengas de recreador de balneario, como "Entusiasmo" y un "¡Arriba, arriba, arriba!", iba, como el Papa, adoctrinando y sometiendo a su antojo al público. Gracias a esa forma de imponerse sobre la masa ha desarrollado esa innovadora pauta interactiva con la que financia cada uno de sus espectáculos. Con 38 años forjando experiencia en los medios de comunicación, Barón ha aprendido a prescindir de coordinadores, letreros de ‘aplausos‘ y durante las doce horas que duran en promedio los conciertos, gracias a él, la gente no se apacigüe ni un instante.

"¿Seguimos?", gritaba Barón, y yo contestaba: Síííí. "¿Paramos?": Noooo. Finalmente, después de una fugaz antesala, Barón dio la orden de "agüita pa‘ mi gente". Cuatro bomberos venidos de Rioacha abrieron los grifos de tres de sus mangueras y durante 30 segundos, rociaron a la multitud que para las 4:00 pm ya era de unas 15 mil personas. Con la tal agüita que no para de caer, la gente se siente bautizada por su pontífice. El piso entre tanto se vuelve un barrial y se esparce un penetrante olor a campo de concentración. Me tomé la primera de muchas cervezas. Observé que la gente tomaba whisky del pico de la botella.

Barón volvía a dar instrucciones: "Limpiemos tarima; qué pasa con la luz del público; ¡estamos muy lentos, por Dios!; un aplauso para el amigo del sonido para que se apure; dónde está Ruth, ¡Ruth!". Peor que estar acá, es ser Ruth, la asistente de Barón, me dije.

Para este concierto estaban programados los grupos vallenatos de Ernesto y Ronaldo, Los Diablitos, Miguel Morales, Rafael Santos, Jorge Oñate, el Binomio de Oro y El Grupo Bananas.

Mientras tocaban los grupos, yo era el único que no bailaba, que no se emocionaba con los cantantes, que no sabía sus nombres ni la letra de sus canciones y el único que no las repetía con su aorta brotada en la garganta. Y mientras todos disfrutaban de su fiesta más importante del año, yo sólo aguantaba la claustrofobia, el hambre y las ganas de orinar.

Con la canciones tarareadas en mi oído por 20 mil asistentes, no me quedó ninguna duda de que el vallenato romántico es el más vil homenaje a la cursilería que ha sido inventado después de las bombas plateadas. "Por un beso de tu boca me vuelvo loco" o, "Lo que más me duele es cómo recuerdo tu sonrisa", son los versos con los que estos poetas "le colocan los vellos de punta" a las mujeres, como decía una de las asistentes. ¿Qué fue del vallenato clásico?, me pregunto.

Yo no aguanté más: tenía que orinar. Me zafé de los 25 mil asistentes que no paraban de llegar, de gritar, de bailar y de pedir la condenada agüita. Alrededor de las 6:00 pm, después de evacuar seis cervezas que tenía en la vejiga, no pude evadir al villanuevero que me hablaba sin explicación. Visiblemente ebrio, puso en mi mano una botella de whisky. En su etiqueta se leía: Great son. Le pregunté si tenía un vaso. Me miró indignado. No tenía escapatoria. Con el más profundo asco me emboqué un sorbo que me estremeció con la misma fuerza que los vallenatos románticos.

Después de deshacerme de los abrazos del guajiro, me acerqué a la zona donde vendían desde ñame y yuca hasta perros calientes, pinchos, huesos de marrano, algodones de azúcar, crispetas endulzadas y el milagroso Noni. Decidí comerme un perro caliente de salchicha anaranjada. Pensé en echarle Noni. Me persigné. Yo sólo me persigno cuando viajo en avión o como perros calientes en la calle. El perro estaba frío y cauchudo.

"¿Seguimos?": Síííí. "¿Paramos?": Noooo, seguían a las 7:00 pm los 30 mil incansables guajiros. Aunque se trataba del concierto número 101, Jorge Barón se equivocaba ocasionalmente y decía que era el número 100, que fue en Leticia y que llevó a más de 60 mil personas. La meta del programa que ya cuenta 34 años al aire y siete haciendo giras, es la de llegar a los 1.115 municipios que tiene el país. El programa ya ha sido aplaudido en 350 de ellos, incluidos los municipios de Caracas, Londres y Nueva York.

Atrás del escenario, el equipo de producción trata de ponerle orden a más de 120 personas entre músicos, auxiliares y curiosos. Barón tiene un camerino sencillo, con un par de sillas y una pantalla que muestra lo que pasa en la tarima, sin ningún lujo ni excentricidad.

En el escenario se sigue oyendo al sumo pontífice, "¡Vi?lla ?nue?va! ¡Entusiasmo!". Hizo una canción por la paz. Y volvía: "¿Seguimos?" ¡Nooo, no más!, grité con la aorta brotada en la garganta.

La gente siguió coreando canciones incansablemente y obedeciendo al pie de la letra a su ídolo hasta la media noche. Es el Great son, me dije; tiene que tener anabólico, un alucinógeno, nandrolona. A esta altura pienso que el éxito de Jorge Barón radica en no tener aspiraciones políticas, eso lo hace ver como un colombiano honrado que beneficia a la comunidad con su trabajo.

A las 10:00 pm mis oídos no resistían una nota más de acordeón y los agresivos mosquitos parecían dopados con Great son. Agotado, me tomé la cabeza mientras la palabra "Entusiasmo" me daba vueltas en los oídos. Una niña que pasaba me preguntó si estaba cansado. Estoy muerto, contesté. Ella respondió: "Pues yo lo veo vivo", y se fue.