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12 de diciembre de 2007

Valeriano Lanchas como cantante de bus

Por: Valeriano Lanchas
| Foto: Valeriano Lanchas

Cantar en los buses de Bogotá es una de las maneras más fáciles y divertidas de ganarse la vida. Eso lo comprobé cuando me trepé en siete de ellos enfundado en un frac alquilado (nunca he sido dueño de uno y como esta prenda está condenada a desaparecer, ya jamás lo seré) y, hora y media más tarde, tenía en mis bolsillos tres billetes de mil (les mando un saludo a quienes me los dieron: un señor mayor, un raponero que celebraba un golpe y una universitaria), 15 monedas de 500 (también un saludo para los desprendidos usuarios), 19 monedas de 200; 28 de 100 y 5 de 50, que suman 17.350 pesos.

¿Suerte de principiante? Si hubiera cantado nueve horas me habría ganado 104.100 pesos (todos estos cálculos los estoy haciendo con calculadora) y al mes me pondría 2.810.700 pesos libres, porque no pagaría ni impuestos ni pasajes y, además, descansaría los domingos. No está nada mal en un país en el que el salario mínimo por trabajar en cosas serias, a menudo extenuantes y peligrosas, es de un poco más de 400.000 pesos.

—Buenas, doña Lucila —diría yo al final de mis jornadas entrando a la tienda del barrio.

—Buenas, don Valeriano. ¡Huyuyuy¡ Hoy me le fue muy bien... ¡Cuánta menuda!

—Sí, señora —respondería. Es que desde que dejan cantar en TransMilenio me está rindiendo mucho. Y estoy casi doblando. Ahí le traje 200.000 en monedas, pero no me vaya a dar solamente billetes de 50...

—¡Mis felicitaciones, don Valeriano!

—Ahora me gano 5.400.000 mensuales, y me voy a comprar un frac.

—Eso se llama progresar, don Valeriano. ¿Una cervecita?

—No, gracias, doña Lucila. El alcohol me hace daño para la voz.

Esta tarde, almorzando con mi amigo Mateo Samper, expuse todas mis teorías sobre lo fácil que es este oficio y Mateo, que es abogado y por lo tanto es un ser útil a la sociedad, me dijo que no fuera a ser tan hijuemadre de escribir eso, que tuviera en cuenta que yo tenía la ventaja de un entrenamiento vocal que si era impresionante en un teatro, imagínese en una buseta. Además, complementó, la gente que canta en los buses se está ganando la vida honestamente en vez de andar atracando a la gente por ahí.

Claro, Mateo tiene razón. En parte. Porque aquí lo que cuenta no es qué tan bien se cante sino qué tanto se logre enternecer al distinguido público. Más de una vez me tocó presenciar como pasajero a niños de siete años que, después de pedir un minuto de nuestro tiempo y disculparse por interrumpir a quienes íbamos oyendo música, conversando o simplemente meditando, se lanzaba con una versión desafinada y a media lengua de Mi tierra, de Gloria Estefan; Un beso y una flor, de Nino Bravo, o Amor eterno, de Juan Gabriel, o, aún peor, un sarcástico gracias a la vida/ que me ha dado tanto.

Y todos los pasajeros sonreían y se hacían caras de "ay, qué ternura" y el niño después terminaba ganándose el doble que yo, que no soy tan tierno. O sea, 10.800.000 pesos mensuales. Nada mal. Yo nunca les di plata, porque aborrezco que hagan trabajar a los menores, pero a los papás de esos niños mi protesta les debe importar un pito, porque si ponían a cantar en los buses a sus cuatro hijos se echaban al bolsillo la nada despreciable suma de 43.320.000 pesos mensuales libres de impuestos.

¡Nada, pero nada mal! Y sobre lo del "agradezca que por lo menos no estoy robando" prefiero ni hablar.

Claro, yo ya estaba contento por no caer en la trampa fácil de escribir una crónica "linda" y sensiblera sobre lo duro que trabajan estos colegas cantantes, de cuánto los admiro, de cuánto aprendí de esta experiencia, etcétera, etcétera. Eso, hasta que una voz en mi interior me preguntó: "¿Y es que acaso cantar ópera en un teatro sí es útil a la sociedad?". Yo creo que sí, que es muy útil. Pero no es aquí donde voy a defender esto, porque además creo que no hay nada que defender. Tampoco se trata de satanizar las actividades inútiles que hay en esta vida, porque entonces solo se salvarían alimentarse y dormir. Ni más faltaba. Tampoco era mi plan escribir alguna acidez contra la gente que hace cosas tipo las que escribe mi querido amigo Fernando Toledo.

El día que fui cantante de bus por unas horas iba escoltado por el buen ánimo del equipo de producción de SoHo. Pasado el sustito del primer bus, empezamos a divertirnos sinceramente. En la primiparada solo me gané una moneda de 100 pesos, la primera de las 28, pues me enredé con la carreta que tenía que decir al principio y un señor que viajaba con un perro en su regazo me gritó:

—¡Más bien regálenos boletas para el Colón, no se haga el de las gafas que ya lo reconocimos!

Nos bajamos muertos de la risa, pero yo empezaba a sospechar que la cosa no iba a ser tan fácil.

En el segundo bus todo empezó a cambiar. Más fresco después de la primera experiencia, y con la mejor sonrisa, me canté El rey y le pedí al público de pasajeros que cantara el coro. En un par de buses tuvimos a todos los pasajeros cantando con dinero y sin dinero/ hago siempre lo que quiero. Eso sí que fue hermoso. ¡Solo imagínense un cebollero repleto, rodando por la 13 con 50, un sábado a la una de la tarde, con todos los pasajeros cantando en coro, como si fuera un bus escolar en día de excursión!

El resto de buses fue una sola diversión. Fácil. Pedir permiso, subirse, hablar, cantar, cobrar, bajarse y repetir la operación. Quedé muy agradecido con los señores conductores que me trataron muy bien y me permitieron desarrollar sin problema mi negocio de tures líricos urbanos. Incluso, la competencia que me encontré un par de veces se portó a la altura y hubo buen colegaje, cosa que muchas veces no pasa en los mejores teatros de ópera.

En cada automotor nos esperaba una sorpresa. Como la señora que me dijo con absoluta seguridad: "Usted es Valeriano Lanchas", pero igual me dio 500 pesos. Yo le respondí: "Lo mismo me dicen en el barrio, que soy igualitico". También estuvo la señorita que me filmó con su celular, y otra que se tapó los oídos y me pidió con fastidio que cantara más pasito.

Me alegró comprobar que la gente humilde es la más generosa a la hora de echarse la mano al bolsillo y la menos penosa a la hora de cantar rodar y rodar, y me impactó la manera en que agradecen con una sonrisa y una moneda ese momento inesperado en el que acaban cantando con veinte desconocidos y un tipo de frac apoyado en la registradora. Que la vida les multiplique sus haberes a todos y cada uno de ellos por su generosidad.

Muchas veces me he preguntado la verdadera razón de mi prestigio como cantante lírico cuando encuentro gente que me celebra como una maravilla aunque no me hayan oído cantar una sola nota. El nombre, la confianza y el aval de un Plácido Domingo o de un Luciano Pavarotti suelen hacer el trabajo por mí. Aprendí en las busetas que la voz sola no es lo único que cuenta, porque por primera vez en mucho tiempo me enfrenté a un público como un total desconocido, sin cartas de presentación de ningún tipo. Eso también fue bonito. No estoy menospreciando ni renegando de lo que he logrado construir con tanto esfuerzo, pero esta experiencia me recordó lo rica e irrepetible que es "la primera vez" en todo y que por más logros que tengamos en la vida este placer de debutar queda atrás para siempre.

De mil amores nos hubiéramos trepado a otros siete buses, pero había que almorzar, porque cantar da hambrecita, (aprovecho para agradecer a la revista el banquetazo en Las Acacias). Y, además, esa noche yo tenía que cantar en un concierto con la Orquesta Filarmónica de Bogotá y nuestra querida mezzosoprano Martha Senn, quien por cierto fue la única persona que no celebró mi aventura en los buses, como yo esperaba. Cuando terminé de contarle mi hazaña me abrió sus hermosos ojos claros y con su voz timbrada y firme me preguntó:

—¿Y a ti te parece bien hacer este tipo de experimentos el mismo día que tienes un concierto con la Filarmónica?

Yo me quedé tan corchado como cuando después de hacer alguna pilatuna la mamá le decía a uno: "¿Y encima te parece chistoso lo que hiciste?".

Pero esta crónica era un homenaje a los músicos callejeros y no una crítica despiadada. Mi homenaje y mi aplauso van para todos esos colombianos que ante la necesidad se inventan lo que sea para salir adelante, que son capaces de vender una bolsa de piedras o una canción y se salen con la suya. Salud por ellos. Salud por nosotros.

Llevo una semana con mi plata (17.350 pesos) entre una bolsa plástica y todavía no sé qué hacer con ella. Tiene que ser algo especial. Tal vez le lleve un ramo de flores a Martha Senn, pero lo más seguro es que la cambie por billetes en la tienda de la esquina y la consigne junto con la otra plata que he ganado ejerciendo este oficio tan importante, tan interesante, tan vital para la humanidad y, sobre todo, tan útil a la sociedad como es el de cantante de ópera.

¡Ah!, y discúlpenme por robarles este minuto de su valioso tiempo.