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16 de julio de 2012

Testimonios

Un espectador se atravesó en mi camino y me hizo perder la de oro

¿Qué sentiría si va liderando una maratón en plenos Olímpicos, y un desconocido interrumpe su camino y lo hace perder? Este es el testimonio de Vanderlei De Lima.

Por: Vanderlei De Lima
Un espectador se atravesó en mi camino y me hizo perder la de oro

Todavía tengo nítida en mi mente la imagen del espectador: tenía una boina, un chaleco verde y una falda anaranjada, y debía tener unos cincuenta y pico de años. Así era el tipo que, justo cuando yo lideraba la maratón en los Olímpicos de Atenas 2004 y a pocos tramos de la meta, saltó no sé de dónde, se metió en la pista y se abalanzó sobre mí para empujarme contra el público que estaba parado a los costados viendo la carrera. Tardé instantes en comprender lo que sucedía. De un momento a otro me vi entre los espectadores, por fuera de la carrera, con este señor encima de mí. En ese momento perdí la maratón.

Vea también: Mi papá me ayudó a cruzar la meta

No faltaba casi nada para cruzar la meta: apenas 6 kilómetros de los 42,195 que se corren en la prueba. Pero quien haya corrido sabe que este ejercicio es casi instrospectivo; que cuando uno es atleta de carreras de fondo, no de velocidad, el esfuerzo no es solo físico sino mental: no desconcentrarse, ir midiendo cada paso, ir administrando el ritmo y las energías: acelerar sin agotarse, bajar el paso para recuperarse, no pensar en nada, abstraerse del contexto, oír los latidos, estar con uno.

Tan pronto como sucedió, los aficionados reaccionaron, apartaron de mí al espontáneo que se me abalanzó y me ayudaron a incorporarme de nuevo. Pero ya nada volvió a ser igual: me desconcentré, perdí el ritmo acelerado que llevaba y me comenzó a invadir la frustración. Me sentí abatido. Tenía que comenzar de nuevo.

El hombre, supe después, se llama Cornelius Horan, un fanático religioso irlandés que se considera a sí mismo un profeta. No era la primera vez que hacía este tipo de irrupciones en espectáculos importantes para llamar la atención. Se había metido en una competencia de Fórmula 1, en plena carrera en medio de los carros, con mensajes religiosos. Y en la inauguración del Mundial de Fútbol de Alemania, la policía tuvo que detenerlo, porque empezó a saludar como Hitler para provocar a la gente.

Yo traté de recuperarme a pesar de lo sucedido y seguí corriendo, pero los pocos segundos que les llevaba al italiano Stefano Baldini y al norteamericano Mebrahtom Keflezighi se perdieron. Me alcanzaron y me sobrepasaron, y solo atiné a seguirles el paso. Aunque me dolían las piernas y el cuerpo en general, nunca desfallecí: decidí que tenía que llegar a la meta como fuera, que esa iba a ser mi venganza simbólica a ese incidente que me lanzó el destino.

Cuando entré al estadio, me esperaba una ovación increíble, y yo solo me limité a alzar las manos como si fuera el verdadero vencedor, pues ya los dos que iban adelante habían pasado la meta. Celebré como si hubiera ganado la medalla de oro y no la de bronce. Había ganado una medalla de todas maneras, lo que, al final, era mi sueño. Era el hombre más feliz del mundo: lanzaba besos a la gente, todo el estadio me aplaudía, no podía creerlo. A pesar del incidente, había alcanzado la gloria.

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Lo ocurrido sirvió para que el Comité Olímpico Internacional me premiara con la Medalla Pierre de Coubertin, la mayor distinción que se entrega para destacar el espíritu deportivo. Ese mismo año también recibí en Brasil el premio como atleta del año. Sin proponérmelo, me convertí en un ejemplo y una referencia en el deporte mundial, algo difícil de imaginar cuando comencé a correr en los intervalos de trabajo como jornalero en mi país. Nunca pensé que el atletismo me llevaría tan lejos. Mi primer contacto con este deporte fue en la secundaria en una escuela en Tapira, una pequeña localidad en el estado de Paraná. Un día participé en una carrera callejera en la región, y me di cuenta de que tenía aptitudes para el atletismo, porque contaba con muy buena resistencia física, buenas zancadas y velocidad. Pero como no tenía dinero para comprar ropa o zapatos, recurría al apoyo de la gente que me conocía. Mis primeros tenis fueron un regalo de la escuela para que pudiera asistir a un evento regional. Sin duda, fue ese instinto de superarme ante la dificultad lo que se reflejó en Atenas.

Hoy en día trabajo por el bien del deporte, al frente de un instituto donde se les da la posibilidad a niños de que practiquen el atletismo, combinando actividades educativas y culturales: otro sueño que estoy cumpliendo.  Respecto al fanático que se me atravesó, sé que después me ofreció disculpas públicas, pues solo quería llamar la atención de los medios y no perjudicarme. De todas maneras, hoy siento que no perdí del todo.

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