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25 de agosto de 2014

Testimonios

París no es como la pintan

Razones para dejar de creer que la Ciudad Luz es tan bonita como se cree.

Por: Use Lahoz

Puede que usted sea una persona inquieta y con capacidad de fascinación y, desde que vio Midnight in Paris, mantenga el sueño de vivir aquí. ¡Oh!, la maladie d’amour, el urbanismo de Hausmann, el malditismo de Gainsbourg, paseos au bord de l’eau por el Sena, Les Deux Magots, Notre Dame, qué barbaridad, cuánta belleza. Y qué bonitas son, desde la acera, esas buhardillas en las que se intuye la felicidad doméstica al calor de una chimenea. No, usted no es un bicho raro. Se han dado casos. Si está pensando en cumplir su sueño, hágalo. Solo le daré un consejo: antes vuélvase millonario.

Básicamente le esperan cinco millones de amargados enemigos de la espontaneidad, aplastados por el peso del pasado y la presión del entorno. No hay sociedad más compleja porque resulta imposible estar a la altura en tan refinada e impecable escenografía. No se extrañe si nadie habla con nadie y le empujan en el metro o le apartan de un manotazo su paraguas. Es normal. Están presionados por la historia, por Baudelaire, por Édith Piaf, por la perfección que se espera de ellos. Porque ellos son superiores a usted. Son parisinos. Jean Cocteau lo definió bien: “En París todo el mundo quiere ser actor, nadie se contenta con ser espectador”. Cioran vivió aquí casi toda su vida. Era un buen hombre, y listo. Le gustaba pasar desapercibido. No es casual que escribiera “cuatro de cada cinco parisinos están tristes” y “la única ciudad donde el ridículo no mata es París, porque en ella se admira la falsedad”.

Aquí se escribe en la trinchera. Pura resistencia. El tiempo en que García Márquez o Vargas Llosa sobrevivían por cuatro pesos ya fue. Quedan dos madames Lacroix, pero están tan buscadas que nunca dará con ellas. Vila-Matas o Paul Auster escribieron también en esas chambres de bonnes (habitaciones de criadas) de apariencia bucólica. Fueron felices (eran jóvenes) y por culpa de su suerte vinimos a París mitificando una época y una ciudad que disfrutaron tanto que dejaron el hueso

Son las 8:00 de la mañana de un día de enero de 2013. El frío congela los pies (llevo cuatro calcetines) y las manos (he comprado guantes). Hace dos días que vivo en París en una habitación realquilada a una chica húngara por cinco semanas a cambio de 960 euros. En el anuncio leí la palabra “luminosa” —está muy de moda esa palabra— y me lo creí. No hay calefacción en la cocina y si te atreves a cocinar corres el riesgo de morir por congelación. Está en el barrio de La Chapelle (en el anuncio ponía Montmartre). Busco otro lugar en Belleville. Cuando llego a la cita, ya hay 50 personas. Todas con una carpeta en la mano. La escalera es oscura. Entre las plantas, en los paliers, flota un olor hediondo. En cada palier hay una puerta roja. En las plantas hay pasillos llenos de apartamentos. De uno sale un señor, en pijama, con una llave en la mano. Sin pedir permiso me rebasa y abre la puerta roja. Al instante escucho su meada y el posterior descargue de agua. Esto no es ficción. Esto pasa en el centro de París mientras usted lee esta diatriba. Veo el piso. Es el único renovado con baño y ducha en todo el inmueble; 25 metros cuadrados, 990 euros al mes. Digo al casero que me lo quedo. Me pide el dossier. No sé a qué se refiere. Fiador francés, nómina francesa. Comento que no tengo contrato de trabajo pero sí el dinero y que le pago todo un año por adelantado. Dice que sin dossier no hay trato. Yo suplico, él rechaza. Doy por descontado que no me entiende, insisto en francés en que le pago todo el año por adelantado. Se niega una vez más y yo estoy de rodillas y pienso en Mark Twain cuando escribió: “En París solo se me quedaron viendo cuando les hablé en francés; en verdad nunca logré que esos idiotas entiendan su propio idioma”.

Salgo desolado. Irremediablemente vuelvo a Cioran: “En París suelto gemidos tan gratuitos como los de mis paisanos en mi país. Esos suspiros milenarios, esos suspiros de siempre”. Voy a un bar tabac regentado por chinos. Una humareda invade la entrada (en París se fuma mucho). Pido un café. No me extraña que en la misma barra expendan lotería y jueguen todos. Por favor, Dios, haz que les toque. Lo raro es que sigan en pie.

Una perezosa lluvia ensucia las calles (aquí la lluvia no limpia nada). Voy al metro. Las corrientes de aire seccionan la piel y conservan el frío dentro. Ni una escalera mecánica. Tengo los pies mojados. El vagón está lleno. Es buen lugar para arrepentirse de mucho.

Tres semanas después sigo igual. Me acerco a la rue d’Oberkampf a ver el piso de un amigo colombiano, historiador becado escribiendo tesis. Voy ilusionado porque tiene 30 metros y solo cuesta 700 euros. Me lo alquilaría por dos meses. Es un cuarto sin ascensor y la escalera es más estrecha que yo. Tengo que subir de perfil. Ya estoy acostumbrado. Mi amigo me espera en mitad de un ya clásico salón-habitación-comedor-cocina. Tres ventanas dan a la calle. Estoy a punto de llorar: hay luz.

Descubro que la cama está en una mezzanine a la que se accede por una escalera que no está sujeta a la pared. Hay un motivo importante para que la escalera sea de quita y pon. La puerta del inodoro queda detrás y, si quiere entrar, hay que apartarla. En ese retrete solo se cabe de pie. Es un detalle para tener en cuenta porque si uno se sienta no se puede cerrar la puerta. Es físicamente imposible si usted tiene más de 5 años.

Descubro con asombro que en lo que llaman cocina (un fogón eléctrico) no hay fregadero.

—¿Hay lavaplatos? —pregunto desconcertado.

—¿Qué?... No, los platos se lavan en la ducha —responde.

En efecto, la ducha es el único grifo de la casa. Es cómodo porque limpias los platos y, de paso, te lavas los dientes.

Así se vive en París si no eres millonario. Es fantástico. Cargar la soledad a cuestas como si fuera un instrumento pesado hace que uno se sienta bohemio.

Un año después estoy en un estudio de 20 metros, en Buzenval, a 800 euros. Es un primer piso cuya única puerta es la de la entrada. Hay lavadora y el espacio aprovechado al máximo. Me lo ha alquilado un colega haciéndome un favor. Mis amigos me dicen que soy un privilegiado. En el bajo viven ocho egipcios en 20 metros sin ventana. Repito, ocho egipcios adultos duermen en 20 metros sin ventana. Voy a beber vino a y comer brie a casa de Mauricio, escritor peruano afincado en París que reside en Etienne Marcel. Una chambre de bonne, séptimo piso, 16 metros cuadrados, cabe una cama pequeña, pequeño escritorio, pequeña cocina eléctrica y pequeña ducha. El inodoro está en el palier y se comparte con el resto de la planta; 630 euros al mes.

Vamos a casa de otro escritor colombiano cuyo nombre no diré. Es su cumpleaños. Baja a recibirnos. Subimos. Cuando abre la puerta empieza mi asombro. No se abre del todo, únicamente medio metro. ¿Por qué? Porque choca contra la cama. Entonces veo al escritor colombiano descalzarse, subir al colchón y entrar. Nos invita a imitarle y lo hacemos sin dar crédito. Son 9 metros cuadrados; 490 euros. Buscamos un hueco donde sea y abrimos más botellas. París es una fiesta.

Nueve metros cuadrados es lo mínimo que permite la ley francesa para alquilar un espacio como si fuera un piso. Basta navegar por Internet y ver lo que se alquila. Es habitual compartir una habitación por 600 euros o dormir tirado en la entrada por 300. El año pasado condenaron a un casero a indemnizar a su inquilino por haber arrendado durante 23 años un espacio de 8,90 metros cuadrados como vivienda. El hombre ya estaba mudo. Normal. Una amiga gallega estuvo cuatro meses durmiendo y cenando en una cocina por 500 euros al mes. El trato era este: podía ocuparla de las 8:00 de la noche a las 8:00 de la mañana. Usar el servicio y cenar. Dormir en un plegatín en la cocina y largarse puntual. Que me muera si me lo invento.

Dos años después de haber llegado empiezo a entender que si sigo aquí acabaré como el personaje de Polanski en El quimérico inquilino, y si conozco a una parisina, como el de Lunas de hiel. No sé qué es peor. El síndrome Polanski me araña las entrañas. Y antes de que nada de eso suceda hago las maletas y me vuelvo a Madrid a defender la alegría.

Lo peor de todo es que, ahora que me estoy yendo en un RER abarrotado en el que respirar es un milagro, me pregunto por qué lo hago. Sé que París y yo no podremos jamás abandonarnos y estará en mí para siempre.

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