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30 de diciembre de 2013

Zona Crónica

Visita a las siamesas Schappell

Una cronista De SoHo viajó hasta Reading, Pensilvania, para ver cómo viven Lori y Reba, dos hermanas de 52 años unidas por el lóbulo frontal.

Por: Gloria Esquivel

Llego al lugar donde viven. Se trata de un apartamento de un cuarto en el piso 15. En la sala hay un colchón doble, sin sábanas ni cubrelecho. Acá es donde Lori guarda todas sus cosas: una biblioteca pequeña con libros de cocina y manuales para planear matrimonios, pues su mayor anhelo siempre fue casarse y tener hijos. Junto a la ventana, una mesita en donde hay tres muñecos de peluche. Es domingo y llego justo después del desayuno.

—Acá dormimos —dice señalando el colchón—. Me levanto, nos bañamos, me visto, visto a George, cocino, limpio los pisos, trabajo en mis asuntos, hago sudokus y los viernes juego al bingo. Lo que más me gusta hacer es ir de compras. Me encanta comprar por catálogo. Acá está “Haz tu vida más sencilla”, ahí encuentro solo gangas.

Sobre el escritorio se encuentra la licencia de conducción de Lori Schappell. Sexo: Femenino. Estatura: 1,58. Color de ojos: azules. Color de pelo: castaño oscuro. Fecha de nacimiento: 18 de septiembre de 1961, justo un año antes de que un grupo de doctores y científicos de la Universidad de Colorado desarrollaran las máquinas de ultrasonido que permiten detectar malformaciones en el feto durante el embarazo. Mira de frente a la cámara, la oreja descubierta. La foto 4x4, fondo blanco, no es un primerísimo primer plano en donde párpados, frente y barbilla se alinean en las medidas milimétricas y reglamentarias impuestas por el gobierno estatal norteamericano. La imagen que encierra ese rectángulo se parece más a la silueta del lomo dos veces jorobado de un dromedario. Este, definitivamente, no es el retrato antiséptico de un rostro, pero cumple la función de ser la cartografía de una fisonomía que permite identificarla en aeropuertos o controles de seguridad. En la foto de su licencia de conducción, Lori Schappell sale de pie, en un plano americano que se corta justo encima de sus rodillas. La cabeza ligeramente inclinada. A su izquierda, de espaldas y sin mostrar la cara, su hermana siamesa, George.

Lori es una mujer pensionada, soltera, amante de la música de la cantante country Patsy Cline y de la serie setentera Emergency sobre paramédicos. Desde hace 26 años vive sola —es decir, sola junto con su hermana— en las residencias para ancianos de Reading, Pensilvania, ciudad intermedia famosa en el área por sus pretzels, su centro comercial tipo outlet y por haber sido inmortalizada por la pluma de John Updike en sus novelas sobre Conejo Angstrom. No está interesada en el show business y es ella y solo ella, aunque parezca un contrasentido, quien concede las entrevistas sobre cómo es vivir como una siamesa y abre las puertas a su casa con alguna frecuencia a cámaras que buscan documentar un día en su vida.

Prosigue, durante la próxima hora y media, a comentar, ítem por ítem, las 150 páginas repletas de aparatos y chucherías para el hogar. Su tono es pausado. Tiene esa sonoridad metálica que se imprime en la voz de una persona cansada. Me describe una a una las bondades de un directorio de teléfonos diseñado sobre una superficie borrable, el milagro de la grapadora sin grapas y sus planes para comprarle en la próxima quincena un llavero en forma de tortuga a su hermana. Por un instante olvido que esa rutina que la gobierna y de la que me habla con un dejo de aburrimiento la realiza compartiendo el 30 % del lóbulo frontal, tejido craneal y vasos sanguíneos con su melliza, quien además sufre de espina bífida. Una condición que impidió que la espina dorsal se madurara normalmente, lo que frenó el desarrollo de sus piernas y hace que dependa enteramente de Lori para moverse.

Detrás de sus palabras, alcanzo a oír unos gemidos indistintos y agudos que se asemejan al habla de un niño a media lengua.

Antes de viajar ese fin de semana a Reading vi todos los videos disponibles en internet sobre las Schappell para domesticar mi morbo y evitar cualquier reacción indiscreta que pudiera incomodarlas: una entrevista en el sensacionalista show de Jerry Springer a finales de los ochenta, en la que una joven Lori se muestra ansiosa por casarse y su ambiciosa hermana Reba Schappell promociona su carrera como cantante. Un capítulo de Nip/Tuck, de 2004, escrito por Reba y actuado por las dos hermanas, en donde exploran ficticiamente cómo sería someterse a una cirugía de separación: posibilidad que en la realidad ha estado descartada desde siempre, pues el riesgo de daño cerebral al intentar separar la parte frontal del cerebro que comparten es demasiado alto. Un documental de Discovery Channel en 2007, en donde la anatomía imposible de las hermanas es expuesta gracias a los avances de la medicina. Porque en estos 52 años la ciencia se ha desarrollado paralelamente con su existencia, desafiando cada año un pronóstico errado sobre su expectativa de vida. Las Schappell han podido vivir sin mayores problemas de salud un presente ancho y constante que hoy las corona con una mención en los Guinness Records como las siamesas vivas más viejas del mundo.

—¿Tienes cambio? Mi hijo adora coleccionar monedas. Cuando mi hermana viene a visitarme él pasa la tarde esculcando su bolso buscando cambio. Ha completado tres álbumes coleccionables con monedas de 25 centavos.

—Mami, dile que me dé una moneda. Little Ricky y yo queremos una moneda.

—Ya te dije que no. Esta señorita viene entrevistar a mami, no a George ni a Little Ricky. Mis niños, los quiero tanto. Lo siento. Él sabe que cuando vienen a visitarme, generalmente le traen algo de regalo.

—Eres mi mejor amigo, Ricky. Eres mi mejor amigo.

Estoy aún parada en la puerta, intentando sentirme a gusto en medio de esa sala despojada de muebles. Desde ahí alcanzo a escuchar el murmullo de la voz de un niño que aprieta con fuerza a Little Ricky, un perro de peluche que mueve la boca al ritmo de La Bamba. Siento como si todas las categorías familiares que se encuentran en mi mente hubieran sido puestas dentro de una licuadora. Por un instante me transporto a la casa de mi gran amiga que vive con su hijo de 4 años en Nueva York. Parpadeo y vuelvo a Reading. Un tercer brazo se alarga por detrás del hombro de Lori y observo con cuidado esa mano blanca, envejecida y arrugada. No es la mano de un niño la que se extiende para saludarme. Pienso por un segundo que todo lo escuché mal, que estoy desconcentrada, que el asombro ante esta anatomía finalmente pudo conmigo.



Ya han pasado dos horas desde que estoy en su casa. Lori me ha abierto las puertas de su alacena y de su nevera y me ha mostrado el gabinete donde guarda las medicinas para ella y para su hermana. Después del minucioso tour por el pan blanco, las latas de Pepsi y las cajas de raviolis congelados que componen su dieta, nos sentamos frente a frente. Usa unos tenis rotos, un pantalón de sudadera y una camisa de botones estampada con corazones, lunas y la palabra happy repetida una decena de veces. Puedo ver su pelo corto, de patillas afeitadas. Las arrugas que se pronuncian sobre su sien. Su ojo derecho, su oreja derecha, su nariz y su boca. El párpado izquierdo está caído, apagado. La piel que cuelga se fusiona con la sien de George, haciendo de su rostro una composición cubista de piel, pelo y huesos. Solo puedo ver la oreja izquierda de la otra, la parte de atrás de su cabeza, su pelo largo a la altura de los hombros y su espalda. Como si se tratara del esqueleto amalgamado de un par de personas que constantemente se están murmurando un secreto al oído, los rostros de las siamesas no miran hacia la misma dirección. En la encarnación más literal de “tener ojos en la espalda”, lo que se encuentra al frente de Lori está a las espaldas de George y viceversa. En estos 52 años las hermanas jamás han mantenido contacto visual entre sí, se ha cruzado la mirada y solamente han visto el rostro completo de la otra en fotos.

Insisto, Lori no está interesada en el show business: quien se ha hecho una carrera en el mundo del entretenimiento es George. Antes de cambiarse el nombre en 2007 y adoptar una identidad masculina, era conocida como Reba Schappell, cantante country que en 1997 ganó el L.A. Country Music Award en la categoría de mejor artista nueva. En YouTube puede verse el video clip de su canción The Fear of Being Alone, que narra el despecho de un hombre divorciado. Tal vez adoptó el nombre Reba para emular a la cantante y actriz country Reba McEntire, reconocida entre otras cosas por su cabello rojo. En el videoclip, filmado hace más de dos décadas y que sospecho David Lynch se hubiera muerto por dirigir, Reba —ahora George, originalmente bautizada Dori— luce un look similar al de esta diva. Su rostro es diminuto y de facciones finas. Ojo almendrado, nariz respingada y labios delgados. El tejido que conforma el costado izquierdo de su frente está fusionado a la parte de atrás de la cabeza de Lori, que encaja a la fuerza dentro de la cuenca de su ojo y mejilla derecha, como la pieza de un rompecabezas que no está del todo armado. En el clip aparece cantando sobre un taburete acolchado con ruedas diseñado por ella misma y que durante toda su vida ha empujado Lori para llevarla a cualquier parte. Viste un vestido hippie de falda larga que disimula su ausencia de piernas y baila animadamente chasqueando sus dedos.

Pero los tiempos de los vestidos y las faldas quedaron atrás y George ahora solo usa chaquetas con logos de Harley Davidson y pantalones que Lori le ayuda a poner cada mañana. Sobre la puerta de su cuarto cuelga un letrero en cerámica que dice “Lo que sucede en la cueva de este hombre, se queda en la cueva de este hombre”. A esta leyenda la acompañan afiches de equipos de hockey y de fútbol americano que dan la bienvenida a un cuarto vacío, en donde los únicos muebles son una mesa en la que están ubicadas ordenadamente las seis alcancías de George y un centro de entretenimiento en donde él pasa horas de la tarde viendo televisión o jugando Candy Crush en su iPad acompañado de Little Ricky.

Salimos de la casa y vamos a almorzar a un Dinner típicamente norteamericano. El taxista que nos recoge conoce la rutina. La primera en entrar es George, quien repta sin ayuda al asiento trasero. Lori entra y se acuesta sobre la silla para nivelarse en altura con su hermana. El taxista guarda el taburete en el baúl del carro, me abre la puerta del frente y prende la radio. En menos de diez minutos estamos en el restaurante, pidiendo una mesa para tres.




La mesera que nos atiende también parece conocer la rutina. Es increíblemente amable con George y le promete un delicioso menú infantil de waffles y tocino con porción extra para un niño grande. Carne y papas para Lori, quien se sienta a mi lado mientras su hermano queda de espaldas a nosotras, pero de frente a los comensales.

—Así le gusta a mi niño. Un lugar desde donde pueda ver a la gente pasar.

Y comienza a hablarme sobre los beneficios de un nuevo seguro médico patrocinado por un presentador de noticias local, sin reparar en que la mayoría de las personas en el restaurante están haciendo un esfuerzo por no fijar su mirada en nuestra mesa. Me habla también de las bondades de las píldoras de arándano para tratar los efectos secundarios de la menopausia. Tip de salud que le dio su madre biológica, y pronuncia esa palabra con cierta distancia y cautela, evadiendo responder cualquier otra pregunta que le hago sobre su familia de origen. Al parecer, está conformada por varios hermanos y hermanas que solo ven una vez al año el Día de Acción de Gracias y que las tratan como si apenas las conocieran. Las Schappell nacieron a principios de los sesenta, mucho antes de que la tecnología y la medicina pudieran examinar y estudiar lo que verdaderamente sucedía dentro de sus cerebros. Un juez reglamentó que las niñas debían ser confinadas a una institución mental para discapacitados pues asumió que sus padres no tendrían las herramientas necesarias para cuidar de ellas: 24 años se tomaron en demostrarles a las autoridades —con la evidencia más que suficiente de diplomas de secundaria y un título de Administración de Empresas para Lori y un premédico para Dori de la Universidad de Johnstown, Pensilvania— que ellas no sufrían de ninguna discapacidad mental y que podían cuidarse perfectamente bien por sí mismas. Sin la protección de ninguna institución y contando apenas con la gélida indiferencia de su familia.

Durante el almuerzo, Lori jamás vuelve a mencionar una palabra sobre sus padres biológicos, pero sí me cuenta infinitas anécdotas sobre su hermana Cindy (quien no es su hermana de sangre, más bien una amiga del colegio) y sobre “mamá” (una enfermera que al parecer cuidó de ella en su infancia). Me habla también de la familia de George, otro clan aparte, que decidió adoptarlo, no legalmente, desde que era pequeña. Sin entrar en detalle menciona a los familiares de su hermano: abuelos recientemente fallecidos, sobrinos y primos que actualmente investigan si tienen alguna ascendencia cubana. Esto ha hecho que George se interese en aprender español, pues lo hispano corre por sus venas. Anécdotas sencillas de amigos que en su boca se convierten en sagas familiares, como si el estar unidos por la sangre —o en este caso, literalmente, por vasos sanguíneos— fuera algo secundario a la hora de nombrar, crear y recrear un parentesco.

Le pregunto por dos fotos recientes de George que carga consigo. En la primera, su hermano posa sonriente junto con un hombre vestido de Mickey Mouse. Cuando pregunto por esta fotografía, Lori le pide a George que le suba el volumen al tope a su iPod y que no escuche lo que estamos hablando. Por medio de gestos me hace entender que uno de los vecinos se disfrazó de Mickey Mouse para la fiesta de Halloween infantil que hacen en la residencia en donde viven. Lori me cuenta emocionada el momento en el que le pidió a George que abriera la puerta y casi se desmaya cuando vio que al otro lado estaba Mickey Mouse.

—¡Mickey Mouse, mami, Mickey Mouse está en la casa! —recuerda una enternecida Lori las palabras de su hijo.

Yo asiento y sigo el juego, vigilando hasta el mínimo gesto que pudiera hacer que se me escapara sin querer que Mickey Mouse son los papás. Siento cómo la realidad comienza a filtrarse por entre las grietas del techo del restaurante y me doy cuenta de que estoy protegiendo la inocencia de una persona de 52 años. Dejo de sonreír y pregunto por la segunda foto.




En esta, George luce un elegante traje y corbata. Lori me cuenta que se la tomaron durante su última visita al hospital infantil en donde celebraron un prom para los niños internados allí. Fue en esa visita, hace un año, en la que Lori firmó un poder notarial que le da potestad sobre el destino de su hermana si algo llegara a ocurrirle.

—El año pasado me convertí en su madre —me dice Lori antes de que George comience a interrumpir nuestra charla. Murmuran entre ellos. Hablan en voz baja y parecen estar discutiendo—. Nadie ha cuidado más de él que yo durante toda su vida. Bueno. Sí. Entiendo. Dice que es suficiente, mami. No quiere que se hable más del tema.

Salimos del restaurante y los acompaño a tomar un taxi, sintiendo que refundí una brújula que me ayuda a navegar la normalidad. Antes de que salga a la calle Lori me recuerda que debo abrigarme bien pues estamos a mediados de noviembre y las temperaturas se acercan a los cero grados centígrados.

—Supongo que de tanto cuidar a mis niños, se me olvida que no soy la mamá de todo el mundo —me dice mientras se asegura de que me cierre bien la chaqueta, llevando con un movimiento dulce la cremallera hasta mi barbilla. La mano pálida de George aparece por su costado y con un pequeño gesto me dice adiós.

Sonrío y mis ojos se cruzan con los de otro taxista que pasa a recogerlas. A diferencia del anterior, no me devuelve una sonrisa cómplice y se muestra fastidiado frente a toda la logística que tienen que hacer los hermanos para subirse a su carro.

La imagen de una joven Lori capturada en el archivo de múltiples programas de televisión a lo largo y ancho del mundo hablando sobre lo mucho que desea casarse y comenzar una familia se instala en mi cabeza. Se trenza a una visión solitaria y espeluznante que invento sobre la infancia de las Schappell, confinadas por ley a una institución para personas con discapacidades mentales, antes de que los avances médicos les permitieran probar que no había en ellas ningún problema de desarrollo cognitivo. Una cita del escritor argentino Juan José Saer también resuena dentro de mi mente: “Por el solo hecho de existir, todo relato es verídico”. En esta vuelta de tuerca, George y Lori no son hermanas. Finalmente cumplió su sueño y por fin tiene un hijo que cuida, viste, alimenta y le habla con dulzura. El niño vive una infancia feliz rodeado de gadgets electrónicos, muñecos de peluche, amigos inmortales y la constante atención y amor desbordado de una madre. Tal vez somos una tribu que necesita contar historias para salvarse. Y, como si fueran Sherezada en Las mil y una noches, Lori y George escriben y actúan un guion que cada día les salva la vida.

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