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15 de junio de 2004

Vivir en un hotel

Toallas en cantidades infinitas, nunca tender la cama, jabones en miniatura y siempre nuevos, ni diplomas ni cuadros en la pared. El autor conoce de memoria los placeres y las molestias de tener un hotel por casa.

Por: Juan Pablo Meneses

UNO
Nunca pensé que la familia feliz terminaría así. Nos separa una pared, pero se pelean tan fuerte, con tantos gritos, que a veces creo que esos insultos son para mí. Escribo esto desde la habitación 60 del Hotel España de Buenos Aires. La familia está en la 59.
Los recuerdo cuando llegaron. Un matrimonio joven con su único hijo. Se veían contentos. Le dijeron al recepcionista que venían a probar suerte. Parecían felices de iniciar una nueva vida en la ciudad. Y ahora, mientras escribo esto, los escucho en mi oreja tirándose todo el odio como tortazos de crema en la cara.
Desde hace varios meses vivo en esta habitación. Nunca he sabido bien por qué me acomoda esta situación. Tal vez porque de niño me maravillaba saber que había gente que vivía en hoteles, o quizás en otra vida fui recepcionista o mucamo o pequeño hotelero o vendedor viajero. Seguramente, porque nunca he podido formar mi propia familia. No tengo idea de la razón exacta. Pero vivo aquí. En la calle Tacuarí 80, casi llegando a la Avenida de Mayo. La habitación es de techo alto, con muebles viejos que alguna vez tuvieron mucho estilo. La ventana da a un patio interior, en eso se parece mucho a la 503. La 503 fue la habitación donde viví más de un año en el Hotel Cisneros, de Barcelona, en España.
Abocado a la tarea de reflexionar sobre lo que significa que tu casa sea un hotel, descubro que hay situaciones que sólo se viven si eres un huésped eterno de un hospedaje público. Ahí va una pequeña lista:
-No hacer una cama en más de dos años.
-Oírles problemas y prestarles tus revistas a las mucamas.
-No conocer a tus vecinos.
-Usar toallas a destajo.
-Despertarte con una llamada telefónica.
-Practicar idiomas con tus compañeros de
ascensor.
- Dejar la llave de tu casa en la puerta, antes de salir a la calle.
- No tener ni diplomas ni fotografías ni calendarios colgados en la pared.
-Usar sábanas bordadas con el nombre de tu casa.
-Usar jabones en miniatura.
-Pagar extra por recibir visitas que se quedan en tu cama.
-Interesarte en la vida del recepcionista.
El recepcionista del Hotel España se llama Ángel Pardo, nació en Vigo hace más de 70 años y se vino a Buenos Aires en un barco, cuando tenía 25. Viajó 18 días, casi se hunden un par de veces, y seis años después se trajo a su novia. Hoy tiene tres hijos, dos nietos y me invento que de cierta forma me tiene a mí. Que me estima. Si ve que llego cabizbajo a pedirle la llave, siempre me hace un chiste. Si me ve entrar contento y feliz, dice con una sonrisa que lo mío es la dolce vitta.

DOS
Mientras la familia sigue discutiendo tras la pared, pienso en todas estas semanas, meses y años viviendo en hoteles. Los momentos felices y amargos. Con el paso del tiempo he descubierto que, cuando cuento que vivo en un hotel, las aguas se separan irremediablemente entre la gente. A muchos les gusta la idea. Otros la detestan. Del tema he hablado muchas veces, y ahora que comienzo a repasar esas charlas llego a ciertas conclusiones.
Los que los aman porque se creen malditos. Desde que Sid Vicious, de Sex Pistols, se mató en el hotel Chelsea de Nueva York, hay una corte de adolescentes de todas las edades que transformó la vida en hoteles como algo extrañamente cool.
Los que los odian porque se aburren. Casi siempre son personas con un pavor a la soledad y que llegan al extremo, pasando apenas dos días en un hotel, de irse al baño y hablar animadamente con el espejo para no sentir que están solos. A veces hasta le mienten a su propio reflejo.
Los que los aman por Sophia Coppola. Desde Perdidos en Tokio, la película de los pasajeros de un Hyatt en Japón, que en el inconsciente de una generación viajera se clavó la idea de que una buena vida es pasar más tiempo en hoteles que en casa.
Los que los odian por Sophia Coppola. Después de ver la película, un grupo grande piensa que no hay nada mejor que el calor de hogar y la pertenencia a nuestro espacio físico que nos da calor humano. En caso contrario, nuestras vidas entran en una fobia peor a la de perderse en una megaciudad como Tokio.
Los que los aman por lo impersonal. En nuestras vidas capitalistas del libre mercado, nada más romántico que hacerle un homenaje al socialismo igualitario teniendo una vida en serie. Todos iguales, por fin. Para eso, creen algunos, la vida en hoteles suena perfecto.
Los que los odian por lo impersonal. No tener cosas de las que aferrarte, sujetarte. No coleccionar objetos materiales que den cuenta de tus logros diarios son, para otros, una muestra de desamparo y desorientación casi absoluta.
Los que los odian porque es un gasto de dinero. Aunque les gusta la idea, piensan que es un despilfarro económico y que por ese mismo dinero se puede alquilar un buen departamento con vista a la ciudad y dar el primer pago para una bicicleta.
Los que los aman porque son más baratos. Ellos piensan en un departamento, pero sacan sus cuentas y sumando los gastos comunes del edificio y la señora que lo va a limpiar una vez a la semana y la comida y las cuotas del crédito por la lavadora y la heladera, los números no les dan.

TRES
Cuando me fui de Chile empecé a vivir en hoteles baratos. Al principio lo tomé como una solución práctica de cronista viajero: podía viajar sin problemas por varias semanas, volver a la casa-hotel para irme a otra casa-hotel y todo seguía igual. En esa época pensaba que los más hogareños eran los hoteles ejecutivos de la Holiday Inn: son todos tan iguales que enternecen. Puedes estar en veinte distintos, durante un mes, y es como si nunca te hubieras movido. Todo en serie. Casi perfecto. Pero después, con el tiempo, esto se me ha tornado una maldición: siempre termino viviendo en hoteles, aunque no lo quiera. Por mucho que sueñe con detalles como tener un jabón más grande que no me cambien todos los días, o con toallas que sigan húmedas cuando regrese por la tarde, vuelvo a la habitación 60.
He ido y vuelto de los hoteles tantas veces que no lo recuerdo. Tantas veces que hasta un jugador profesional de póker perdería la memoria. Entremedio he cambiado de ciudades, de trabajos, de novias. Pero el hotel siempre está a la vuelta de la esquina. Lo mismo deben sentir los alcohólicos cuando ven un bar, o los puteros cuando se topan con los avisos económicos mientras leen el diario, o los coqueros cuando ven una discoteca con la música fuerte y rubias con trajes apretados. Deben sentir, igual como cuando yo veo un hotel, que basta de tantos sacrificios y penurias y que, en realidad, todo se puede mandar a la mierda porque la felicidad está a la vuelta de la esquina. En el hotel más cercano.
Por mucho que se crea lo contrario, la gente que vive en hoteles es más común de lo que se piensa. La mayoría de las veces, diría, son demasiado comunes. Revisando en mis archivos se pueden distinguir claramente estos tipos de huésped de hotel:

El separado. Tu mujer te acaba de expulsar de casa y estás muy viejo (o te llevas pésimo) como para regresar a la casa de tus padres. Tus hermanos y amigos ya te han contado, casi como advertencia, que la casa donde viven con sus familias cada vez les queda más chica. Bueno, entonces, nada mejor que irte a vivir a un hotel esperando que el chaparrón emocional pase.

El inmigrante. Llegaste a la nueva ciudad a cumplir todos tus sueños y fantasías, pero no conoces a nadie y necesitas un campamento base donde iniciar tu escalada. Por cierto, a los pocos días te das cuenta que La vida es bella no es otra cosa que una predecible película italiana. Entonces, sin darte cuenta, un día descubres que llevas varios meses viviendo en la 407.

El artista. Alguna vez leíste Hoteles literarios, de Nathalie de Saint Phalle, y te convenciste de que la mejor manera de escribir y de terminar tu genial obra (literaria, musical o pictórica), es encerrarte en las cuatro paredes de un hotel de ciudad grande. Al poco tiempo te diste cuenta de que no avanzas en tu propósito creador, pero para ese momento ya llevas casi un año viviendo en un hotel y ya te acostumbraste.

El empleado. Tu empresa te trasladó de ciudad y sólo regresas a casa los fines de semana. Cuando vuelves, tu mujer o tu madre te atienden como un rey, por lo que jamás se te ocurriría comenzar a habilitar una casa propia donde hacerte la comida y la cama. Como la empresa corre con los gastos y el recepcionista es tu amigo, las mujeres que subes te las anotan como llamadas de larga distancia. En unos meses, tu familia no entiende por qué te pones tan feliz el domingo en la tarde, cuando debes volver al hotel.

El jubilado. Tienes 70 años, no te casaste ni tuviste hijos, ni te ves con tus hermanos. Trabajabas bien y la jubilación te alcanza para una habitación de hotel porque te parece que en un sanatorio para la tercera edad vive mucha gente parecida a ti.

El desarraigado. Lo intentaste dejar mil veces. Probaste con novias con departamento, con alquilar un piso compartido o llegaste a pensar en la casa propia. Cuando estabas por dar el paso de la estabilidad, tuviste que cambiar de ciudad y partir de cero. Cuando miras tu vida hacia atrás descubres, a veces con horror, otras con cierta simpatía, que las únicas raíces que conservas son las de tus muelas.

Una ex novia dice que vivo en hoteles para no crecer. Otra me gritó que vivo así porque soy incapaz de comprometerme. Un amigo casado y con cuatro hijos me dice que me ve muy aventurero. A uno de mis editores le parece cool este estilo de vida. Un par de amigos freelance me dicen que ellos sueñan con vivir en un hotel. Mi hermano está seguro de que es porque arranco de la idea de familia. En fin, eso pasa cuando uno vive de manera diferente al resto: todos opinan, como si tu vida fuera un tragicómico reality show.
Lo de arrancar de la idea de familia me hace gracia. Dentro de los huéspedes eternos de un hotel hay muchos recién divorciados, pero pocos niños. Por eso me alegré de ver a la familia joven en la recepción. Una familia viviendo aquí podía ser la señal que esperaba. Nunca antes, en tanto tiempo, vi a una familia completa en un hotel. Si ellos podían, porque yo no podría tener mi propio clan, pensé esa primera vez. Pero ahora los gritos son demasiado fuertes. Crashhhh. Se acaba de quebrar un vidrio.
Y ha sido tan ruidoso, como si se hubiera roto una ilusión.