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17 de agosto de 2006

Yo estaba en mi casa

Por: Carlos Fernando Galán
Me di cuenta de que no me había despedido de mi papá. algo me hizo sentir la necesidad de hacerlo | Foto: Carlos Fernando Galán

Era sagrado. Todos los días mi papá se levantaba a las cinco y media de la mañana para desayunar con nosotros antes de que saliéramos para el colegio. Esa era muchas veces la única oportunidad que tenía para vernos. Pero el 18 de agosto de 1989 no fue así. Cuando pasé frente a la puerta de su cuarto él seguía dormido y la luz estaba apagada. La noche anterior, mi hermano Claudio y yo nos habíamos dormido tarde por ver el eclipse total de luna y, curiosamente, mi papá, un fanático de los temas astronómicos, no nos quiso acompañar y prefirió acostarse.

Lo que pasó ese día en el colegio lo tengo borrado. Solo recuerdo que en alguna de las clases, aburrido, me escribí cosas en las manos y en la palma derecha puse algo que tenía en mente por esos días por andar acompañando a mi papá a las giras de campaña: "Galán Presidente 90-94".

A las doce y media terminaron las clases y hacia la una de la tarde llegué al apartamento. No podía salir ni al parque de enfrente pues hacía unos días a mi papá le habían dicho que había un plan en marcha para secuestrar a uno de sus hijos. La tarde transcurrió entonces entre la televisión y uno que otro juego de Atari.

Poco antes de las siete de la noche mi mamá, mis hermanos y yo estábamos esperando que empezara el noticiero cuando sonó el teléfono. Era mi papá. Llamaba para pedir que le mandáramos con su secretaria, Lucy Páez, los chalecos antibalas. La petición me sorprendió pues, aunque tenía dos, nunca se los había puesto. Tal vez por eso decidí llevárselos yo mismo.

Al primero que vi cuando entré al apartamento del primer piso del edificio donde vivíamos, que había sido adecuado como oficina para limitar los desplazamientos, fue a Jacobo Torregrosa, el jefe de escolta. Torregrosa era un personaje siniestro. Sin embargo, unos días antes en esa misma oficina le había oído decir al general Maza que él ponía "las manos en el fuego por Torregrosa".

No lo saludé. Seguí hasta la oficina de mi papá. Él estaba sentado en su escritorio escribiendo y cuando me vio se levantó sonriendo, un poco sorprendido y me abrazó. Yo dejé uno de los chalecos afuera en la sala y entramos a un pequeño salón de juntas. Allí se quitó la camisa y se puso el chaleco. A pesar de lo absurdo de la escena, ni lo vi preocupado ni sentí miedo.

Salimos de la sala y vimos que el jefe de escolta se estaba poniendo el otro chaleco. Mi papá lo paró en seco: "No, ese chaleco lo voy a llevar a la mano para protegerme la cabeza".  Él regresó a su oficina y empezó a dictarle algunas cosas a su secretaria y yo decidí regresar al apartamento.

En la puerta me encontré a Santiago Cuervo, uno de los pocos escoltas en los que confiábamos plenamente. Me preguntó si los iba a acompañar a Soacha, pues en los últimos meses yo me había convertido en un compañero habitual de las correrías políticas de mi papá. Me encantaba no solo por la oportunidad de conocer el país sino porque veía cómo lo quería la gente. Le dije a Santiago que no, pero que iría con ellos al día siguiente a Villeta.

En el ascensor me di cuenta de que no me había despedido de mi papá. Algo me hizo sentir la necesidad de regresar y hacerlo y lo único que sé es que no era porque presintiera algo.

Cuando entré y me vio otra vez le dije que se me había olvidado despedirme. Él me abrazó y me dio un beso en la frente. Tal vez pensó que estaba asustado y por eso me dijo: "Tranquilo, viejito". Salí otra vez y ahí sí regresé al apartamento. Mi mamá estaba hablando con él por teléfono y oí que acordaban que ella también vendría con nosotros a Villeta ese sábado. Cinco minutos después me asomé por la ventana y vi salir la caravana rumbo a Soacha.

Me puse la piyama y me quedé con mis hermanos y mi mamá viendo televisión.

Pocos minutos antes de las nueve de la noche me despertó el teléfono. Mi mamá contestó y cuando oyó la primera frase saltó de la cama. "Hubo un tiroteo en Soacha", nos dijo. Prendimos el radio y en la primera emisora que encontramos decían: "Lo que se sabe hasta ahora es que hubo una balacera y el senador Luis Carlos Galán está herido". Juan Manuel, mi hermano mayor, le dio un golpe a una puerta y gritó: "¿Qué hacía mi papá a esta hora en Soacha?". Casi al tiempo llamaron de la portería. Los policías que siempre estaban en el edificio con una patrulla oyeron por su radio la noticia. Alcanzamos a coger una sudadera, bajamos corriendo y les pedimos a los policías que nos llevaran a Cajanal donde, según la radio, lo llevarían.

Cuando arrancábamos apareció Lucy, quien puso su carro al lado de la patrulla, bajó la ventana y nos dijo: "Clara Cuéllar lo vio y dijo que no está herido en la cabeza". Me tranquilicé. Tenía grabado el momento en que él se puso el chaleco antibalas y eso sumado a la noticia de Clara quería decir que no era grave.

Durante el recorrido a la clínica, que me pareció muy largo, los cuatro tratábamos de tranquilizarnos mutuamente. Cuando llegamos ya había periodistas y apenas nos bajamos del carro se lanzaron a tratar de entrevistar a mi mamá, pero Juan Manuel los apartó de un empujón y les pidió respeto.

Entramos a la sala de urgencias y toda la gente corría de un lado para otro. Un médico nos dijo que todavía no había llegado. Lo que vino entonces fue una espera eterna. Sin siquiera sentarnos mirábamos la puerta de urgencias esperando a que entrara en cualquier momento. Llegaban ambulancias y cada camilla traía un herido. Entre los primeros que entraron estaban dos escoltas, uno de ellos era Santiago. Pero de mi papá no se sabía nada.

Claudio se puso pálido, se le bajó la tensión y tuvieron que acostarlo en una camilla. Finalmente un médico nos dijo que ya no llegaría allí y que lo habían llevado al Hospital de Kennedy. Gustavo Gaviria González, un amigo de mi papá que había llegado hacía unos minutos, se ofreció a llevarnos. El recorrido hasta Kennedy también parecía que no terminaba nunca. La esperanza que me había dado la noticia de que no estaba herido en la cabeza se desvanecía a medida que pasaban los minutos.

Ya eran casi las 10:45 de la noche cuando me bajé del carro enfrente a la entrada de Urgencias. En la puerta estaba Luis Cubides, el policía que siempre acompañaba a mi papá en una moto. Le pregunté "¿Cómo está?", con la esperanza de que nos diera alguna luz, pero lo único que hizo fue mirar al piso y decir en voz baja: "Mal, muy mal". Me temblaron las piernas y pensé que no iba a ser capaz de entrar. El primer pasillo era muy largo y una vez más vi una cantidad de gente corriendo de un lado a otro. Algunos gritaban: "O negativo, O negativo", hasta que mi mamá preguntó para quién era la sangre. Una enfermera contestó: "Para el doctor Galán" y ella, sorprendida, replicó: "Él es A negativo".

Después de correr por otros dos pasillos interminables llegamos a una sala donde había un par de sofás y un escritorio. Varias personas ya estaban esperando, algunas conocidas, otras las veía por primera vez. Nos sentamos a esperar noticias pues nos dijeron que lo tenían en una sala de cirugía contigua. El corazón que latía ya muy fuerte y rápido se aceleró mucho más cuando a los cinco minutos entró un médico con el vestido de quirófano. Nos preguntó si éramos los familiares y sin rodeos nos dijo: "No hay nada que hacer, falleció".

Miré a mi mamá y empecé a llorar. Lloramos abrazados los cuatro. Lo primero que dije después de varios intentos fallidos por hablar fue: "¿Y ahora qué vamos a hacer?". Mi papá era el eje de la vida de todos los que lo rodeaban. Pensar que había muerto me producía un vacío inmenso. Sentía que la vida ya no tenía sentido.

El médico nos preguntó si queríamos verlo y la única que asintió fue mi mamá.  Cada vez llegaba más gente. Tíos, primos, amigos y muchos desconocidos. Juan Manuel pidió un papel y un lápiz y se sentó a escribir algo en el escritorio.

Mucha gente me abrazaba y trataba de consolarme, la mayoría desconocidos que probablemente no entendían que yo a esas alturas no captaba las dimensiones de lo que había pasado.

Ya era casi medianoche y mi mamá, tal vez tratando de huirle al vacío que todos sentíamos, no se quedaba quieta organizando lo necesario para que lo llevaran al Capitolio donde sería velado. Nos dijo que nos fuéramos a descansar un rato al apartamento pues nos esperaban días difíciles.

Los tres bajamos al parqueadero con algunos escoltas y cuando abrieron la puerta del carro blindado vi una mancha oscura en el asiento de atrás. Era el rastro de una carrera desesperada y absurda por salvarle la vida en los primeros minutos. Hoy todavía no entiendo por qué nos subieron en el mismo carro en el que lo habían llevado de Soacha al primer hospital en Bosa.

Cuando entré a mi cuarto ya era la una de la mañana. Mi prima Juana Uribe nos acompañó a Claudio y a mí para que tratáramos de dormir. Antes de cerrar los ojos me miré la mano. Lo que me había escrito esa mañana ya se estaba borrando. Galán ya no sería Presidente. Así terminó el peor día de mi vida.