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14 de junio de 2005

Mujeres SoHo

Catalina Aristizábal - Alicia en el país de las maravillas

..y ya no podré olvidar nunca esa mañana en Villa de Leyva. El cuerpo blanco del hongo. Sentí que estaba tragando icopor. No podré olvidar las hojas. La menta fría de las hojas de eucalipto. Y la goma transparente de los troncos. Todo. Todo oliendo con una intensidad extraña.

Por: Gonzalo Mallarino
Catalina Aristizábal - Alicia en el país de las maravillas | Foto: Gonzalo Mallarino

Con una humedad deliciosa. Yo me acercaba a los árboles y cogía las ramas y las arrancaba y me las ponía sobre la piel. Para sentir ese frío y ese olor en los labios y en el cuello y en el estómago. Como estaba descalza sentía el pasto brotándome entre los dedos. Y las gotas de sereno de ese bosque al amanecer mojándome los pies. Y el viento iba y venía silbando como si fuera de metal y yo corría y corría por entre las raíces y el musgo tupido. Yo nunca sentí esto. Nunca sentí esta delicia de las resinas y las esporas entre la piel y entre las encías y las pestañas. Nunca sentí esta delicia de estar desnuda así. En ese minuto pasó corriendo un conejo. Era enorme. Casi de mi estatura. Y caminaba erguido. Derecho. Llevaba chistera y chaleco y bastón. Era precioso. Con el pelaje blanco y brillante y los ojos dulces y rosados. “Voy a llegar tarde”, decía mirando un reloj de leontina, “voy a llegar tardísimo”. Y echó a correr por entre dos piedras grandes que cubrían líquenes y hojas gigantescas de araucaria. Yo me fui detrás de él. Pasé por el estrecho que formaban las dos piedras pardas y salí a un prado. Pero ya no vi al conejo. Solo lo oí. El ruido del cuerpo cortando las agujas verdes de unos pinos. El ruido de las patas afelpadas. Como de terciopelo sobre los trocitos de madera que había en el piso. Me metí al pinar a ver si lo veía pero me caí. Me fui entre un estanque. Un pozo que estaba cubierto por hierba y por eso no se veía. Juro por mis ojos que esto es así. El pozo era tibio. Como el agua de un río en tierra caliente. Yo no sentí miedo. Ni un segundo. Me empecé a hundir y me pareció dulce. No sentí que tuviera angustia ni nada. Me iba hundiendo y hundiendo en esa agua verde y caliente llena de pescaditos. Pequeñitos. Eran azules. Y amarillos. Y rojos. Y tenían los ojos transparentes y me miraban. Eran miles y miles. En cardúmenes de luz y movimiento. Los sentía en el cuerpo. Como dedos fríos que me tocaban. Como lenguas mojadas que me lamían. Unos se acercaron a mis ojos. Creo que me sonrieron. Sus boquitas de escama. Ya no sé. Lo cierto es que viéndolos sentí mucha alegría y me dejé ir. Me dejé hundir. Me dejé sumergir y caer como en un sueño de sol y de flores. De repente llegué al fondo del estanque. Como el fondo de un aljibe. Había una tapia de piedra. Como las de antes en las fincas de la Sabana. Terminaba en unas tejas de barro oscuro. Yo salí por una puertecita que había en la pared y llegué a un rosal. A un jardín de grama tersa con rosales rojos como de sangre. En ese instante ya no estaba desnuda como en el bosque de los eucaliptos gigantes de la superficie. Tenía una jardinera azul como la del colegio cuando chiquita. Con una blusa blanca de cuello redondo. Con mi monograma en un bolsillo. Tenía medias blancas hasta los tobillos. Y mis dos trenzas con moñitos azules de muselina. Tenía unos zapatos de charol con trabilla. Idénticos a los que usé a los ocho años. Me acerqué a los rosales. Era como si de veras estuvieran pintados de sangre. Me acordé del ruiseñor de la fábula y sentí mucha pena. Porque supe que muchos animales tenían que estarse muriendo cada minuto para darle su sangre a las rosas. Su savia roja y tibia y fecunda. No sé por qué pero yo supe eso con solo verlos. Con solo mirar las rosas entrapadas en sangre como vendas. Entonces empecé a tocarlas. Tocaba los pétalos y se volvían blancos. Uno tras otro cada tallo y cada cáliz que sostuvieran una rosa. Y juro que yo sentía a las rosas respirando aliviadas. Libres. Sin ese color tremendo que las quemaba y las entristecía. Quise entonces tocarlas todas. Cada botón. Cada flor. Cada rosal. Para que volviera el color blanco. Y corrí y corrí por entre las espinas y lo tallos y las traté de tocar todas. Casi todas. Ya casi todas las rosas de ese rosal. Pero entonces llegó una reina. Una mujer oscura y mala que era la reina de allí. La Reina de Corazones. Con verrugas y unos ojos negros y fieros como de loba. Y tenía un enorme corazón rojo en el pecho de su vestido de encajes. El mismo corazón rojo del juego de naipes. La reina se puso furiosa porque yo había pintado sus rosas de blanco. Porque le había quitado su rojo de la piel de cada pétalo. “¡Que le corten la cabeza!”, dijo señalándome iracunda, “¡que le corten la cabeza ya mismo”. Entonces salieron de detrás de ella uno soldados enanos. Eran cartas del naipe también. Pero con bigotes y botas y músculos y armas. Y se vinieron hacia mí para atacarme. Para cortarme la cabeza como había dicho su ama. Yo los empujé y los tumbé a todos. Como si fueran fichas de dominó. Y salí corriendo. Hacia una quebradita que pasaba por fuera del jardín. En ese instante vi pasar otra vez al conejo de la chistera. El conejo se volteó y me miró y me sonrió. Pero corrió río abajo. Tan rápido que yo no pude alcanzarlo. Solo lo oía decir una y otra vez lo mismo. Con esa vocecita que le salía de la almohadilla dividida del hocico. De los dientes vegetales de la boca. “Voy tardísimo”, decía, “voy muy tarde”. Era chistosísimo. De veras tan apurado. Tan preocupado con lo de su retraso y su tardanza. Seguí detrás de él por la ribera. Hasta que llegué a una hilera de buganvilias florecidas. Unas anaranjadas. Otras fucsias. Otras moradas. Me acerqué y oí unas voces. Unas risas como de niños. O de viejitos. Aparté con las manos las ramas carmelitas y me metí entre las buganvilias. Y quitando con fuerza las ramas como cables pasé al otro lado. Y los vi. Eran unas personas. Bueno. Unos animales vestidos como personas. Eran divertidísimos y como desaforados. Había una liebre que estaba muy loca y se movía como si su cuerpo largo tuviera descargas de electricidad. Había un gato. Rayado como una cebra. Pero rojo y blanco. Y tenía una boina. Se reía mostrando los dientes cuadrados y blancos y brillantes. Había una oruga. Con gafas. Fumaba en una pipa que hacía volar un humo azul que le transformaba la voz. Siempre hablaba de cosas filosóficas. La cara era idéntica a la de una profesora argentina que tuve en la universidad. Había otros animalitos. Todos como el conejo. Elegantes y vestidos para ceremonia. “Ven, Alicia”, me decían convidándome, “ven, que es tu fiesta de no cumpleaños”. “¿Qué?”, les dije yo, “¿mi fiesta de no cumpleaños?”. Ellos me contestaron que sí. Que claro. Que me sentara con ellos a la mesa. Una mesa con mantel a cuadros azules y blancos en la que estaba la vajilla para el té. Y bizcochos. Y panecillos. Y varios ponqués y tortas deliciosas. A mí me pareció encantador. Una fiesta de no cumpleaños. Tiene lógica. ¿Por qué no celebrar cada vez que uno quiera? Cada vez que a uno le dé la gana. Y me acerqué a ellos y al principio estuve muy contenta. Pero la liebre me hacía decir trabalenguas. Y el gato me ponía adivinanzas y acertijos. Yo solamente quería reírme con ellos. Oírlos hablar. Cantar y decir esas cosas tan raras que inventaban. Pero ellos me jalaban del vestido. Y me pellizcaban para que les parara bolas. Y otra vez podador que podas tus peras si no podas tus peras qué peras podas. Y otra vez erre con erre cigarro. Y otra vez cuánto se puede entrar en un bosque y esas cosas. Hasta que me empecé a desesperar. Ya no quería contestarles más. Ya no quería jugar más. Estaba furiosa. Y ellos me molestaban sin parar. Entonces, cogí unos ponqués y los tiré por el aire. Cayeron y ensuciaron todo y ellos se pusieron bravos. Me empezaron a gritar. “Vete, Alicia, eres una aguafiestas”, me gritaban, “dañaste el día de no cumpleaños”. Yo me sentí muy abatida. Muy avergonzada con ellos. Pero ya no aguantaba más. No quería que me hicieran más chistes ni nada. Salí de allí brincando una cerquita blanca y corrí hasta que vi al fondo una casa. Bajo unas ceibas enormes. Como prehistóricas. Una casita rosada y blanca. Tenía dos balcones. La entrada hasta la puerta estaba adornada con macetas de geranios y pensamientos. Era muy bonita. Pura como de sueños. Entré y me quedé aterrada. Era idéntica a la casa de mi abuela. En la calle setenta arriba de la Caracas. La casa donde la abuela se quedó dormida en un sillón y no despertó. Subí al segundo piso. Vi la cómoda. Vi la máquina de coser. Vi las mesitas con mantelitos. Las carpetas de macramé. Los velos en las ventanas. Me golpeaba el corazón de alegría. Recordando. Digo. Viendo. Viendo todo otra vez. Volví a bajar. Me acerqué a una mesita donde la abuela guardaba unos álbumes. Allí había una galleta de esas de mazapán. Estaba ahí en un platico. Yo la cogí y la miré. Me la acerqué a la nariz y olía delicioso. Como si estuviera recién hecha. Yo no sé por qué me la comí. Estaba fresquita y dulce. Y de repente me empecé a agrandar. Las cosas en el piso se pusieron chiquitas mientras mi cabeza y mis hombros se elevaban hacia el techo. Después los brazos y las piernas empezaron a crecer también. A alargarse. Tanto, que me tocó sacarlos por las ventanas y la puerta de la casa. Era muy angustioso. Yo sentía el techo crujiendo contra la parte de arriba de la cabeza. Y rompí todo lo de la abuela. Las butacas. Los sillones de raso. Las mesitas con cajitas y porcelanas. Los floreros. Los platos con viñetas. Todo. Me crecían los pies y las manos y las piernas y dañaba todo. Lo rompía. O lo quebraba. O lo espichaba. Yo me sentí siempre bien mientras duró esto. Te juro que me sentí bien. Me sentí viva y extraña y libre. Desde que empezó todo en el bosque de eucaliptos. Desde que vi al conejo de chistera y ojos rosados que me sonreía. Pero aquí ya me angustié mucho. Yo no quería dañar eso. Romper eso que recordé siempre con tanto amor. Y me puse a llorar. Lloré con dolor en el pecho y en los párpados. Lloré y lloré. Y todo empeoró porque en un segundo me empecé a achiquitar. Volví a mi tamaño normal. Pero había llorado tanto que la casa estaba inundada. Yo tenía que nadar para no ahogarme. Y todos los muebles y los adornos de la abuela estaban también ahí flotando en el río de mis lágrimas. El caudal de llanto crecía y crecía hasta que tumbó la puerta de la casa. Y salí llevada por la corriente. Y empecé a recorrer todo al revés. En sentido contrario. Hasta que íbamos todos en las olas saladas. El gato que sonreía y la liebre loca y la oruga y la reina y los soldados cartas de naipe y el conejo. Seguimos flotando por los potreros y los árboles hasta que yo te vi. Y te empecé a llamar. Y tu viniste y me.

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Foto: Instagram @johamorenog

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